Me gustan los amigos efímeros del camino. Me han gustado siempre.

Paul, el ingeniero rumano que volvía en nuestro tren de trabajar como peón en un pueblo de Grecia tras el cierre de la fábrica de armas de su país (con la caída de Caucescu). No llegó de sorpresa al cumpleaños de su hija en Brasov, como tenía planeado, porque nos quiso hacer de cicerone en Bucarest. Tras salvarnos de un complicado y peligroso incidente con un policía búlgaro en la frontera de ambos países, se ocupó de que asumiéramos la increíble hospitalidad y patriotismo de la que hacen gala los rumanos. Eran principios de los noventa y todavía olía al obsoleto telón de acero.

Dorinda. Una emigrante española que llevaba tantas décadas fuera que, mientras retornaba a enseñarle la ciudad que la vio nacer a su nieta, aseguraba ser oriunda de Salmantina y no de Salamanca.

Me entretengo una tarde mejor aún que si es todo un día, lo reconozco. Me caen bien. Busco nexos y lugares comunes que hagan el rato ameno. No entro en discusiones políticas. Tan sólo si las ideas resultan muy absolutistas, introduzco entre risas y tras hacer humor a mi propia costa, algún matiz que resulte irreprochable salvo que se trate de un zote mayúsculo repleto de rencor.

Pablo Yañes. Jugador de la selección de rugby junior de Brasil, que había ido a Londres con un listado de entrenadores y equipos en los que iniciar una prometedora carrera de medio scrum. Lavaplatos en Menorca (“Si me traes otro plato sucio, te mato y me voy a otro país. ¿Por qué te crees que tuve que irme del mío?”, le espetó a un altivo camarero y compañero de trabajo que ignoraba que el fornido carioca nunca había roto un plato… y mucho menos un hueso), ahora trapicheaba con superskunk. Mi mejor inglés y su pago en especie unieron nuestros destinos durante unos días.

Mario. Un inteligente y divertido madrileño con quién conecté al instante en Dublín y acabé recorriendo durante tres días Irlanda del Norte en un Renault Clio de alquiler, comiendo gratis y furtivamente dentro de los supermercados. Ver cómo un crimestopper británico, armado hasta los dientes, se acercó con su chaleco colmado de elementos tácticos para arrancarnos de las manos una cámara reflex e irse sin dar explicaciones, dentro de la Unión Europea, nos hizo ver que las distancias no están sólo en lo que una medición de kilómetros muestre.

No doy teléfonos ni redes sociales. Siempre hay una excusa o un momento futuro mejor para dejar un contacto. No me implico más. Ya tengo mis amigos. Pocos. Muy amigos. Mucho. No hay tiempo para que alguien nuevo llegue a ese nivel de amistad. Aunque lo merezca, si es que alguien es digno de ser merecido.

Celeste. La mexicana que me recogió en su camioneta y acabó llevándome a conocer el paraíso de flamencos de Celestún. Una morena de dulce acento con quien me bañé mientras nos sobrevolaban en rasante pelícanos y probé mi primera michelada. A ella le entregué dos días y una noche.

Abel. El okupa que recorría la Sierra de Gredos en una vieja y sufrida furgoneta, con quien apaleamos argumentalmente el sistema ahogando nuestra indignación política en cerveza y amplificando nuestros insertos de humor con momentos de musiquita y cajón flamenco.

Aprendo otros puntos de vista. Trato de ayudarles con la objetividad de quien valora sus problemas libre de ataduras y cárceles mentales o culturales locales. Más que libre de ellas, con otras diferentes, que me darán, al menos, una subjetividad diferente. Sacio su curiosidad sobre el día a día en mi entorno diario y me empapo de su forma de ver la vida. Tan distinta.

Jamshid. Inteligente y culto treintañero uzbeko con quien bebí té hasta las dos de la madrugada en Dushambé, mientras intercambiábamos impresiones sobre nuestras religiones, desde la curiosidad y el respeto. Nunca entenderá la inutilidad de que pongamos flores a nuestros muertos en lugar de un cuenco de comida… que yo nunca entenderé por la conocida falta de apetito de los muertos.

Parvis. Un buen hombre tayiko que compartió conmigo su miel, pan y bebida de bayas caseras, por el placer de ayudar al viajero en aquellas tierras inhóspitas del Pamir. Con más dientes de oro que auténticos, a la sombra de enormes árboles y entendiéndonos con señas y algo de ruso, nos regalamos de corazón: tiempo, sonrisas, recuerdos y algún amuleto.

Ignoro si esto significa un desapego social, un desencanto generalizado… Entre el hobbesiano “el hombre es un lobo para el hombre” y que “el hombre es bueno por naturaleza” de Rousseau aún no sé con cual quedarme. Sí sé que hay más hombres más bien buenos que malos, infinitamente. Pero que los de dudosa moral hacen mucho más ruido. Y también que todos tenemos dobleces y tonos grises. No hay seres excepcionales, sino que somos capaces de cosas extraordiarias cuando las circunstancias lo requieren o lo provocan. En un sentido y en el otro: para bien y para mal.

Alí. Que a sus cincuenta años y con una sola pierna por una enfermedad infantil, sobrevive al borde del Sahara como conseguidor de cualquier cosa a cualquier hora: taxi, repuestos, joyas, comida, alcohol… Siempre en su quad rojo chino con una muleta en el lateral derecho saludando con su mellada sonrisa y una actitud de ayuda, normal en quien poco tiene pero menos necesita.

Laura. La americana exagerada y exhultante. Una empresaria que abrazó la vida simple y dejó sus consejos de administración en algún lugar de la costa este de los Estados Unidos para dedicarse a bucear y disfrutar en el golfo de Guinea. Risas y chupitos de güisqui impregnaron una noche de confesiones y susurros protegidos por vallas, concertinas y la noche misma.

Bolorma. La única fémina en una familia de hombres nómadas en la estepa mongola. Una mujercita que emanaba bondad, sencillez y optimismo. Mientras sus hermanos, padre y tíos vigilaban el rebaño, ella preparaba unas bolas de requesón con piedras de sal. La materia prima disponible y la ausencia de electricidad y frigorífico condicionaban claramente el menú. Sonrisas, comida y nombres de futbolistas es todo lo que intercambiamos… y me tocó más profundo que muchas conversaciones bien articuladas bastante más cerca de casa.

Les cuento hasta donde me apetece o quiero. Cuando te aburres, explicas que has de seguir camino. Y así vas llenando tu mochila de ratitos y personas, porque de visita todos somos encantadores. De relaciones efímeras que no hay que regar y a las que no otorgas el poder de defraudar.

Dawid. El camarero negro que me aseguró que el apartheid seguía vigente en Sudáfrica y que los políticos de color eran marionetas de los poderes económicos blancos, para asegurar que “esta tierra nos pertenece y un día va a ser nuestra”. Y Jacob, el caucásico dueño de un pub en un pueblo perdido del Karoo sudafricano, que explicaba amargamente que ya nadie invertía en sus explotaciones ni en sus negocios porque sabían que la población negra se iba a levantar un día espoleada por partidos políticos radicales.

Nasir. Un militar afgano que prometía tener veinte años aunque yo apostaría que no superaba las diecisiete primaveras. Que escondía su miedo tras un viejo y pesado AK-47 y una coraza de liderazgo impostado ante sus otros dos compañeros de escuadra, de similar edad. Era un animal herido que buscaba compañía, ilusión, algún recuerdo occidental en forma de camiseta o gorra y que pasaran rápido los dos únicos años que le habían prometido que estaría paseando al sol arriba y abajo al borde del río Panj, para vigilar la frontera que delimita la vida entre musulmanes e infieles.

Cuando el tiempo se va acabando, uno lo administra con más esmero. Y hay personas que, como los gatos, somos más curiosos que perseverantes, para bien o para mal. Salvo el amor por los hijos, todo es efímero, y así ha de ser tratado.

“Querer a las personas como se quiere a un gato, con su carácter y su independencia, sin intentar domarlo, sin intentar cambiarlo, dejarlo que se acerque cuando quiera, siendo feliz con su felicidad.”

Julio Cortázar

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