Desde hace mucho tiempo o, en verdad, desde siempre, nos han inculcado el miedo como forma de vida. Ya en la sociedad grecolatina la población estaba modelada por las divinidades que rugían desde los cielos, y en base a ello se justificaban la lluvia, las tormentas, las cosechas y las enfermedades. Eso supuso que, ante los fenómenos inexplicables, la mitología era lo que daba respuesta a la incertidumbre, sin escapar al miedo por la furia de los dioses. En otro sentido, y bajo la misma tesitura, cuando la religión cristiana es declarada oficialmente en Europa con el emperador Teodosio I el Grande y la tolerancia religiosa en Occidente, con las auctoritas del poder eclesiástico y el pontifex maximus que reconocía la figura del papa (como máximo representante de Dios en la Tierra) se orquestó un miedo cerval como estilo de vida que perduró a lo largo de todo el medievo. Ahora, sin embargo, en pleno siglo XXI cuando la Iglesia ha perdido cierto poder y el control de la vida pública, cambia el continente, pero no el contenido. Así que el miedo se rige a través de múltiples fórmulas.  

De un modo perspicaz y acertadamente Eduardo Galeano escribió un poema que, no exento de conmoción, define la naturaleza humana: «Habitamos un mundo gobernado por el miedo, el miedo manda, el poder come miedo, ¿qué sería del poder sin el miedo? Sin el miedo que el propio poder genera para perpetuarse». Pienso en ello cada vez que leo un titular donde se declara una calamidad sin precedentes, como que, sin agua para los cultivos, el problema de la sequía acarreará enfermedades respiratorias. O que una determinada carne ha tenido que ser retirada del mercado porque su consumo provoca disfunciones metabólicas y la gente corre el peligro de morir. Estos galimatías que arrojan los telediarios y los periódicos producen la pérdida de cordura; tanto que, por el circuito psicológico que escuchar eso produce, la capacidad de análisis se anula y no cabe racionamiento alguno.

Cuando el miedo se apodera de la gente, deja de ser analítica, y pierde todo el empaque de asumir las cosas con serenidad. De modo que el acobardamiento es incompatible con la lucidez. El problema no es ése, sino que hemos normalizado vivir como presas del miedo. Pareciera que hubiésemos aceptado el miedo como un componente más de la familia con el que tenemos que convivir a diario; cuando, en todo caso, el miedo ha sido siempre una respuesta instintiva de la que nos ha dotado nuestra biología, para evitar un peligro o, según la reacción dada, defendernos. Pero no debería ser un mecanismo para controlar la libertad de un individuo o su dominio más atroz. 

El otro día me encontraba desayunando en una cantina cuando entró una mujer con su nieto. La señora lo llevaba de la mano. El chiquitín tenía unos tres años y no se despegaba de su abuela. Pasado un rato, mientras ésta se hallaba sentada en su mesa, el niño vagaba de un lado a otro por el salón; lo propio de un párvulo cuando a su edad tan prematura necesita explorar cuanto en su entorno descubre; y siempre, claro está, bajo la supervisión de sus padres. Pero en este caso, el niño no perdía de vista la observancia de su abuela mientras desde su asiento lo animaba a juguetear. En un momento dado, el crío se acercó a un lado de la cantina adonde había un radiador, y, junto a éste, un señor impelido de su capacidad motora sentado junto a la barra. El hombre era dueño de una muleta de la que se servía para caminar. La tenía apoyada cerca del radiador mientras se tomaba su aperitivo. A todo esto, el niño se aceró a la pared y, tras toquetear la muleta, la tiró al suelo sin querer. Inmediatamente la abuela lo alertó con una reprimenda. Al instante, amonestó a su nieto, diciéndole, a modo de broma, pero ciertamente verosímil: «¡Qué has hecho! Madre mía… ¿Ahora qué?». El niño se quedó pasmado sin saber a qué atenerse. Segundos después, la abuela arguyó en tono de broma: «Corre, que ese señor te va a pegar». Así que el párvulo se escabulle de allí y corre adonde está su abuela. Al cabo de un rato, sin mirar atrás y compungido por lo que parece la reprimenda, el niño rompe a llorar. Su llanto es profundo y se refugia en los brazos de su abuela que intenta calmar su acojonamiento. A todo ello, sin darle importancia al asunto, el dueño de la muleta se agachó y la cogió, y la colocó donde la puso en su momento. Luego dirigió una mirada al niño y le soltó una sonrisa de simpatía. Pero el niño no dejaba de llorar mientras la abuela se afanaba en consolarlo. Para tranquilizar al chiquillo, aquélla se levantó, lo tomó de la mano, y ambos salieron a la calle.  

La escena me dejó pensativo. Considero que no es lo más conveniente crear una rectitud de ese modo a un niño de tan sólo tres años, que, a esa edad, todavía no es consciente de sus actos. La cuestión que ahonda en este asunto es, ante el despropósito de la abuela, si ese crío toma miedo, por ejemplo, a un desconocido, como es el señor de la muleta; o al hecho de toquetear un objeto que no es suyo; o al simple hecho de fisgonear ante aquello que le llama la atención. Por eso cuando escucho los llantos del chiquillo, me pregunto qué le supone a él —emocional y conductualmente— que en el fondo su abuela le imponga una rectitud a través del miedo. Porque no deja de ser una imposición conductista que determinadas palabras y el tono con el que se digan, cause pavor en un niño de tres años, al que, una experiencia así, no sé si lo hará un miedica o un niño obediente. O, por el contrario, más seguro de sí mismo (cosa que dudo) o más propenso a atemorizarse por cosas que en verdad no tienen la más mínima importancia. Si el miedo se impone desde edades muy tempranas, el subconsciente se anquilosa, no hay equilibro emocional posible en la etapa adulta y no hay un libre desarrollo de la personalidad. Y la vida está para que todo individuo se desarrolle libremente. De eso se trata.

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