Hace ya más de una década, un puma de anodino nombre (P-22), logró sortear el peligroso cauce de artefactos mecánicos que suponen las autopistas 405 y 101 e instauró su hogar entre la colina de Hollywood y el parque Griffith. A más de treinta kilómetros de su lugar de nacimiento sobrevivía a base de mapaches y algún venado ocasional.
P-22 se convirtió en un habitual visitante pacífico de los jardines privados de los habitantes de Los Ángeles. Su popularidad fue creciendo y la sociedad deshumanizada de la gran ciudad del oeste norteamericano lo encumbró como mascota y símbolo, incluso perdonándole algún capricho, como el puntual aperitivo que se permitió en forma de encantador koala del zoo.
En sus últimos meses de vida, a falta de otro sustento, el chihuahua de un paseador de perros y restos de ratas envenenadas comprometieron su salud pero no el afecto del público. Un atropello y la sarna provocaron su búsqueda y captura para tratamiento médico que, tras una revisión exhaustiva, reveló como única salida posible el sacrificio de nuestro felino protagonista a finales del 2022.
P-22 era el icono de la fauna silvestre urbana. Un símbolo de la coexistencia entre vida salvaje y la ciudad. Su figura sirvió para activar iniciativas como la construcción de una pasarela para animales salvajes sobre la elefantiásica autopista 101 a modo de corredor verde que interconecte áreas pobladas por estas y otras alimañas autóctonas.
Como si la imaginación de Saramago estuviese detrás de todo esto, también apareció la solicitud de incluir al felino en el paseo de la fama, al igual que Lassie o Brad Pitt. La junta correspondiente explicó lo inadecuado del caso (por incumplir condiciones ineludibles como haber estado en la industria del entretenimiento cinco años, o tener en su haber alguna nominación o premio), para contrariedad de la sociedad local que ahora debate en dónde colocar una estatua y un mural conmemorativo del animal.
La cuestión que nos plantea esta historia, o una de las cuestiones, es hasta dónde va a llegar nuestro exceso de buenismo e identificación intencional con la naturaleza que tratamos de controlar y subyugar.
En esta postmodernidad empezamos a confundir el bienestar animal de nuestras mascotas o granjas y los espacios salvajes con nuestra necesidad moral de tranquilizar nuestro sentimiento de culpabilidad ahora que la religión va cediendo posición y terreno.
Un puma en un parque no es un símbolo de convivencia y de nuestra interconexión con la Pacha Mama. Un perro lanudo de treinta kilos no sufre maltrato viviendo en el jardín sin acceso a nuestro suave sofá y nuestra mullida alfombra. La vida tecnificada se ha convertido en algo natural que pretendemos fusionar con lo verdaderamente natural convirtiéndolo en un epítome de esquizofrenia de la especie humana.
No es ese el camino. La fauna salvaje tiene su espacio y es nuestra responsabilidad garantizar su ecosistema. No es facilitar el acceso de pumas a nuestros parques rodeados de asfalto, sino evitar acudir a su entorno y agotar sus recursos para construir nuestra cárcel de oro. En estos tiempos de vuelta a lo natural y de identificación con nuestro origen; de ecologismo y mindfulness, de veganismo y trekking… seguimos entendiendo la vida desde un egocentrismo irreductible que llevará generaciones reconducir.
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