Las ciudades son el reflejo de su gente. Unas cambian por razones demográficas, sociales, económicas o políticas; y cambian sus gentes mientras son testigos en primera plana de todas esas transformaciones, que, para bien o para mal, hacen a una ciudad más atractiva o menos. O incluso más rica en su cultura, folclore y en su modus vivendi. Eso mismo creo ha hecho la ciudad de Córdoba: la región que en su momento fuese la capital del Al-Ándalus y la envidia de los califas y los emiratos de Damasco. Una ciudad que, por mucho que quiera, no puede escapar de su leyenda ni mucho menos de su belleza. Y estoy convencido que la belleza es la razón de su urbanidad; no menos destacado, por otra parte, si hablamos de su cultura popular y sus manifestaciones sociales.   

Hace unos días terminé de leer una recopilación de distintas entrevistas realizadas entre los años 1987 y 1994 por Francisco Fernández Caballero, y que luego el Ateneo cordobés publicó, póstumamente, en un libro titulado El personal. Fernández Caballero nació en 1938 en la citada urbe. Ejerció como maestro de Primaria y colaboró además con diversas revistas como Escuela española; Debate escolar; Vida escolar y fue un amante de la comunicación local, ejerciendo, durante años, como corresponsal en el Diario Córdoba. Se podría decir también que sus inclinaciones humanísticas, propio de un hombre comprometido con el progreso de su pueblo, lo hizo ducho en el periodismo cultural cordobés. De igual modo fue un miembro relevante de la Asociación Provincial Cordobesa de Cronistas Oficiales. Y fue sobre todo una voz que trazó la cultura cordobesa como fuente de conocimiento, frente al entretenimiento de las masas; pues actualmente, aunque parezca una perogrullada, el potencial de la cultura se concibe como mero espectáculo entre el ocio y la diversión.   

En el caso de Fernández Caballero, sus entrevistas fueron un encuentro con artistas muy disciplinados. En ellas se denota la preocupación por el futuro de su ciudad: la visión próspera en el trance de una década —comienzo de los años noventa, cuya vida cultural todavía no había decaído— y en ese clima destaca el fomento del talento; lo que, verdaderamente, se entiende por talento.  En todas las personalidades que aglutinan las entrevistas, encuentro el valor humano puesto al servicio de una vocación: desde pintores, sacerdotes, cineastas, periodistas, guitarristas, restauradores, escultores, fotógrafos, poetas… todos ellos confían en su trabajo, en lo que hacen y la utilidad de su profesión. Por eso El personal no sólo es un libro de meras entrevistas, sino también el reflejo del esfuerzo, la disciplina, la técnica y el método. Pues estos cuatro ingredientes son el oxígeno de una profesión artística. Y en sus 56 entrevistas, los próceres dejan transpirar su amor por la vocación creativa, aun conscientes de que, en este país llamado España, a veces tan desagradecido con su propio talento, una profesión artística se aboca a un precio a pagar. Un alto precio que no siempre es gratificante, pero sí satisfactorio para quien desarrolla su vocación en aras de la cultura y el arte. Si alguien lee con detalle El personal podrá entender, perfectamente, en qué consiste la cultura del esfuerzo en un mundo en el que, yo creo, el éxito y el fracaso son puramente relativos.    

Fernández Caballero fue uno de los fundadores del Ateneo de Córdoba, ubicado en la calle Duque de Hornachuelos, entre cuyos fines está la difusión del flamenco, debates, conferencias, charlas, simposios y actos literarios. Se trata de un espacio donde la geografía humana se entrelaza mutuamente rompiendo contra los parámetros sociales. Qué duda cabe, pues, que no todas las ciudades se permiten el privilegio de tener un ateneo como enclave de su cultura popular, ni tampoco la convergencia de expresiones folclóricas ni etnográficas. Y lo cierto es que, una ciudad sin ateneo propio, es una ciudad huérfana de referencias, de un espacio donde se abogue por la cohesión social y un punto de encuentro entre generaciones. Un ateneo simboliza la expresión de los valores cívicos de una ciudad; y donde carezca un sitio así nos encontramos una urbe perdida entre las modas sociales que arrastren el mercantilismo de la cultura. Y hoy día, desafortunadamente, parece que la cultura se valora por su rentabilidad económica y su impacto propiamente capitalista.    

Un hombre como Fernández Caballero enriqueció el legado de Córdoba y supo cultivar el asociacionismo —entendido como la interacción social y cultural de los distintos agentes que se dedican al mundo artístico y educativo—, con el fin de inspirar a las futuras generaciones. Sus razones no responden tanto a fines periodísticos sino cívicos. Muchos cordobeses quizás no conozcan la memoria de Francisco Fernández Caballero ni lo que por su ciudad hizo; pero hay ciertas personas que reinventan los valores tradiciones, culturales y artísticos de su ciudad, a través de pequeños esfuerzos cuyos logros son enormes a medio plazo. Y ese compromiso cívico hace que una ciudad, o región, o país, no pierda el lustre social que le da sentido a su existencia, a su pasado y su porvenir. 

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