Ataúd del conde Karnice-Karnicki, con un aparato que muestra la luz y un suministro de oxígeno.

En el siglo XIX el entierro prematuro era tan común que existían grandes ataúdes diseñados para que cualquiera que estuviera enterrado a dos metros de profundidad con vida pudiera comunicárselo a los que estaban en la superficie. Había ataúdes, como el construido en 1868 por Franz Vester, que incluso tenían un lugar para guardar comida. En 1896, en ese contexto de histeria, el inglés William Tebb fundó la Asociación de Londres para la Prevención del Entierro Prematuro, para evitar que personas que sufrían desde cólera hasta diagnósticos erróneos fueran enterrados.

Esos temores continuaron hasta principios del siglo XX, como demuestra el hecho de que el banquero inglés Sir Edward Stern, que había muerto en 1933, dejará instrucciones a su médico de que el ataúd no fuera enterrado hasta que no estuviera claramente muerto.

Durante este apogeo de los entierros prematuros, muchos cuerpos eran desenterrados de sus tumbas para venderlos a las escuelas de anatomía. Y cuanto más fresco, mejor. Tan tentador era el negocio que en 1828 William Burke y William Hare asesinaron a dieciséis personas en Edimburgo solo para vender sus cuerpos, perfectamente frescos, al anatomista Robert Knox.

Ilustración de Hablot Knight Browne de 1887.

En abril de 1824 estos dos fenómenos de cementerio de cruzaron y dio la casualidad de que se desenterró a un hombre que todavía no había muerto. El hombre en cuestión era John Macintire, que había sido enterrado en Edimburgo mientras estaba en trance y después fue desenterrado y vendido para ser disecado. Su historia se cuenta con sus propias palabras en el libro de 1896 de James Blake Bailey, The Diary of a Resurrectionist:

«Llevaba algún tiempo enfermo de una fiebre baja y persistente. Mis fuerzas disminuían gradualmente y el médico me hizo perder toda esperanza. Un día, hacia la tarde, me asaltaron extraños e indescriptibles estremecimientos. Vi alrededor de mi cama innumerables rostros extraños; eran brillantes y visionarios, y sin cuerpos. Había luz y solemnidad, y traté de moverme, pero no pude. Podía pensar perfectamente, pero el poder del movimiento se había ido. Escuché el sonido de un llanto en mi almohada y la voz de la enfermera decir: ‘Está muerto’. No puedo describir lo que sentí con estas palabras. Ejercí mi máximo poder para moverme, pero no podía mover ni un párpado. Mi padre me pasó la mano por la cara y me cerró los párpados. Entonces el mundo se oscureció, pero aún podía oír, sentir y sufrir.

»Durante tres días me llamaron varios amigos para verme. Los escuché en voz baja hablar de lo que yo era, y más de uno me tocó con el dedo. Entonces trajeron el ataúd y me depositaron en él. Sentí que lo levantaban y se lo llevaban. Lo sentí colocado en el coche fúnebre. Este se detuvo y lo sacaron. Sentí que era llevado a hombres. Escuché que las cuerdas del ataúd se movían. Lo sentí columpiarse colgado de ellas. Fue bajado hasta llegar al fondo de la tumba. Fue terrible el esfuerzo que hice entonces para moverme, pero todo mi cuerpo estaba inerte. El sonido de la tierra mientras me cubría era mucho más tremendo que un trueno. Eso también cesó y todo quedó en silencio.

»Esto es la muerte, pensé, y pronto los gusanos se arrastrarán por mi carne. En la contemplación de este horrible pensamiento, escuché un sonido bajo en la tierra sobre mí, y me imaginé que venían los gusanos y los reptiles. El sonido continuó creciendo más fuerte y más cerca. ¿Será posible, pensé, que mis amigos sospechen que me han enterrado demasiado pronto? La esperanza era realmente como estallar a través de la oscuridad de la muerte. El sonido cesó. Me sacaron del ataúd por la cabeza rápidamente.

»Por el intercambio de una o dos frases breves descubrí que estaba en manos de dos de esos ladrones que viven saqueando tumbas y vendiendo cuerpos de padres, hijos y amigos. Me despojaron bruscamente de mi sudario y me colocaron desnudo sobre una mesa. Al poco tiempo escuché el bullicio de una sala en la que se estaban reuniendo doctores y estudiantes. Cuando todo estuvo listo, alguien tomó su cuchillo y me atravesó el pecho. Sentí un espantoso crujido, por así decirlo, en todo mi cuerpo. Siguió un estremecimiento convulsivo al instante, y un grito de horror se elevó entre todos los presentes. El hielo de la muerte se rompió; mi trance había terminado. Se hicieron los mayores esfuerzos para reponerme y en el transcurso de una hora estaba en plena posesión de todas mis facultades.»

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