«Para saber escribir hay que haber leído, y para saber leer hay que saber vivir».
-Guy Debord.
Hace poco vi una entrevista a Roberto Bolaño en la que decía que el gusto natural de una persona es leer, más no escribir. Escribir no es algo natural, añadió el escritor chileno. Lo que una persona hace con naturalidad es leer. El se definía a sí mismo como lector antes que escritor: un consumidor de historias. Quienes lo conocieron lo señalaban siempre de la misma manera.
En el profundo debate intelectual, esas conversaciones entre hombres de corte académico, la cuestión resulta siempre la misma. ¿Leer o escribir? He ahí el dilema.
Para mí, ambas acciones son las partes de un todo. Los seres humanos disfrutamos de la experiencia de contar. Contar una historia requiere un acuerdo tácito, cómplice y conjunto entre personas: no hay historia si no hay a quien dársela; no hay narrador si no hay público.
No somos ni lectores ni escritores: antes que todo somos consumidores de historias. El término lo escuché en el podcast de José María Castaño y me pareció preciso para definirnos. Todos somos consumidores en mayor o menor grado, obviamente. Ya nos lo confirma a grandes gritos el boom del streaming. Ahí estamos, dando vueltas y vueltas en los carruseles de las diversas plataformas online buscando la historia que nos resulte plena.
Contar historias ha de ser una de las primeras manifestaciones de nuestra humanidad. Están para corroborarlo las inmemoriales cuevas con el testimonio rupestre de las primeras gestas humanas: cazando mamuts, domesticando caballos. Vamos, que había que narrar aquel momento intrépido en que un puñado de hombres famélicos logró doblegar a una bestia que los triplicaba en tamaño. Había que hacerlo de alguna manera y ahí, alrededor del fuego, nuestros antepasados hicieron sus pininos en el arte de la narración. La literatura y la pintura eran entonces una sola cosa. No conocíamos el manejo de proporciones y perspectiva para representar la naturaleza y la forma humana, la pintura se encargaría de ello. Tampoco teníamos la sutileza para explicar la complejidad de nuestra mente, la vulnerabilidad del espíritu y nuestra relación con el entorno y la época, de eso se encargaría la literatura.
De ahí que la escritura haya sido uno de los inventos más grandes de la historia de la humanidad.

New York Movie, 1939, The Museum of Modern Art, New York,1941 Digital Image © The Museum of Modern Art/Licensed by SCALA/Art Resource, NY
Aunque consumir historias sea el común denominador en las personas, habemos quienes hemos convertido ese gusto en una pulsión extrema. “A ti, que te gustan las películas”, me dijo una amiga hace poco en una cena. Nuestro nivel de consumición es voraz: un apetito crónico, obsesivo-compulsivo, maníaco e intenso. ¿Que somos lectores? Sí, nos gustan los libros, los leemos por mero entretenimiento, sin esa falsa expectativa de que nos harán más inteligentes o cultos, sin perseguir una cuota anual de obras en nuestro haber, sin obligarnos a terminar nuestra lectura porque fue escrita por tal o cual baluarte de la literatura universal. Buscamos una historia y, si nos cautiva, se conviertirá de inmediato en nuestro alimento y nuestra almohada. Un libro interesante terminará marcado, lleno de apuntes y notas, pegatinas, subrayados; será leído y releído hasta que podamos verle las costuras. Esa historia nos llevara a otra y, con ella, a descubrir el entorno en la cual se desarrolla.
En las historias no hay lugar para pretensiones, solo para nuestro deleite. Las hay de narrativa simple y de narrativa compleja. Es tan genial “El viejo y el mar” de Hemingway como «La Broma Infinita», de David Foster Wallace: La primera se va en un par de horas y te marca por el resto de tu vida; la segunda nos exige tener paciencia, llenarnos de aplomo, como quien se prepara para una dura pelea con la ligera certeza de que puede ganar. El resultado: una historia llena de humor y crítica social que cambia para siempre nuestra percepción del mundo que nos rodea.
Pero para quienes consumimos historias la compulsión no se termina en el papel. Está además el cine y la tv. Ahí estaremos, tanto en la oscuridad de la sala, abrazados a nuestra caja de pop corn, delirando con la acción de John Wick; como en casa, alucinando con la compleja narrativa de la peculiar familia Roy en Succession.
Y si el reducto audiovisual nos quedase corto entonces recurriremos a la pintura, la fotografía o la música. Hay tanta historia en los trazos luminosos de Sorolla como en los solitarios lienzos urbanos de Edward Hopper; en las crudas instantáneas de Don McCullin y Sebastião Salgado. Cuán fascinados quedamos escuchando -con el volumen a tope- el «Metropolis» de Dream Theater, «Songs for the deaf» de Queens of the Stone Age o «The Wall» de Pink Floyd.
Quienes tenemos el impulso voraz por consumir historias nos valemos de cualquier medio como una oportunidad para nuestro deleite, sea a través del arte como de la vida misma: la historia de nuestros padres o abuelos, el romance entre dos amigos, la anécdota de un compañero de trabajo. Donde menos lo esperamos hay un diamante en bruto, una historia que nos resulta fascinante, aunque el narrador la presente con deficiencias. Quienes hemos empleado nuestra vida entera en consumir narrativa sabemos cuándo hay potencial.
Y claro, cuando hemos agotado todos nuestros recursos y aun así no encontramos una historia que nos atrape, pues nos la inventaremos. Lápiz y papel, unas cuantas notas, mucha imaginación. Algo tiene que ocurrir. Algo.
Usualmente será una experiencia personal, distorsionada, magnificada, será la historia con un final diferente al que nos planteó la realidad, o haremos nuestra la anécdota de algún amigo o conocido. También le pondremos inicio o fin, según convenga, al incidente que presenciamos en la calle, haremos que la pareja que peleó se amiste o termine su relación, según convenga; que la mesera del bar alcance el sueño para el cual ha estado ahorrando con tanto empeño durante años; que el anciano solitario que se sienta a fumar en la banca recordando a su esposa encuentre una última motivación en la vida.
Los consumidores de historias vivimos en ese perpetuo daydreaming, quisiéramos cobrar una moneda por cada vez que nos preguntan «¿en qué estás pensando?», podemos pasar horas en un café garabateando páginas tras páginas; borrando, añadiendo y empezando de nuevo las veces que sean necesarias hasta que ocurra aquello que nos entusiasma. «¿Acaso escribir no consiste, sobre todo, en rondar o vagar en torno a lo esencial?», decía Robert Walser.
A veces lo que escribamos les gustará a otros; otras veces, no. La mayoría de ocasiones nadie más que nosotros sabrá de la existencia de nuestras historias y, claro, si es que alguien más llegara a consumir lo que hemos escrito siempre tendremos que preparar el cuerpo para la pregunta: «¿esto es verdad o te lo has inventado?»
Será mejor no decir nada, quizá nuestro silencio sea el aliciente para forjar a un nuevo consumidor de historias, impulsivo, apasionado e irrefrenable como nosotros. Compartiremos esa enfermedad que a la vez es medicina, ese despertar que es casi un sueño, buscando siempre algo nuevo que contar.
Las historias nos sostienen, nos alimentan, nos redimen. Frente a la injusticia recordamos a Edmon Dantés y la paciencia con que urde su revancha en El conde de Montecristo; frente al desamor estará el violín de Florentino Ariza con sus sentidas melodías llevadas por el viento hasta el oído de Fermina Daza en El Amor en los tiempos del Cólera, y cantaremos a gritos la alucinante Forget Her de Jeff Buckley, mientras la imagen de “Los Amantes” de René Magritte cruza nuestra mente; y ante la adversidad estará la tenaz resistencia del orgulloso Arturo Bandini, mientras oímos Bitter Sweet Symphony de The Verve y evocamos la fotografía de Baldomero Pestana captando la ambición y tenacidad de un Gabriel García Márquez o un joven Mario Vargas Llosa, Bandinis de la vida real, con ganas de comerse el mundo. Las historias serán para nosotros columna y pedernal, agua y comida: el motivo suficiente para no desfallecer en la distancia o en la soledad. No hay -corríjanme ustedes- pilar más solido para sostener nuestras vidas.
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