Cualquier persona que provenga de un país extranjero puede asombrarse por las cosas bellas de España; tal será su sorpresa, por ejemplo, al contemplar el patrimonio natural, disfrutar de los pueblos remotos o maravillarse por las tradiciones de la geografía española. Sin embargo, para estupor suyo, frente a todo lo anterior, acabará alarmándose por el bullicio de sus ciudades o la agitación de sus ambientes en plena barahúnda; porque, eso sí, los españoles tenemos fama de ruidosos. Y lo somos, entre otras razones, porque no sabemos cultivar el silencio, ni tampoco sabemos apreciar los beneficios que eso reporta en términos de salud. Aunque mucha gente no lo crea, el silencio es síntoma de una calidad de vida; y lo es, por muchos motivos, en tanto que, los efectos del silencio, supone vivir en armonía con uno mismo sin agobios ni aturullamientos.   

Los seres humanos necesitamos del sonido, no del ruido. Y el sonido es un conjunto de estímulos vibracionales producidos por el movimiento de un cuerpo; algo cuantificable en ondas y unidades de medición equivalente a decibelios y hercios. Todo ello, por supuesto, dentro de un orden rigurosamente matemático y psicológico. En cambio, el ruido es un estímulo disruptivo que altera la armonía acústica. En nuestro caso, andamos muy sobrados de ruido.   

No sabemos hacer nada sin degradar el mundo ni la naturaleza, sin alterar nuestro propio ecosistema ni el del resto de animales. A veces nos refugiamos en el ruido creyendo que el ruido es vida, una defensa contra nuestro aislamiento o una vía de escape a la soledad; y no precisamente es así, puesto que, el exceso de ruido, nos vuelve más irritables y exaltantes. Más propensos a la vulnerabilidad. Y España, un país magnifico y afortunado en su gastronomía, su historia, su leyenda o su clima, se caracteriza, principalmente, por la fiesta, el ocio y el ruido. Estos tres detonantes, conjugados con mala fe, dan nacimiento a esa España de charanga y pandereta. Una España que puede ser tan atractiva como desagradable. Cuando uno camina tranquilamente por la calle, se expone a una orgía sonora que lo sobresalta a niveles de agobio y estrés, cuando escucha el fragor del tubo de escape de una motocicleta; o la estridencia de un motopico cuando el albañil de turno trabaja en la reparación de una baldosa; o el murmullo que se origina en el vagón de un tren cuando los pasajeros estallan en un guirigay; o cuando estamos en la parada del bus y le suena el teléfono móvil a alguien, cuya melodía se escucha hasta en la Patagonia, y, para más inri, se dispone a hablar como si su conversación fuese el cántico del pueblo; o la batahola de una terraza entrada la noche, cuando la clientela se divierte a pocos metros de un bloque de pisos y los vecinos no pueden descansar. Por no decir, cuán molestoso resulta para el oído, el espectáculo que acontece en las terrazas de los bares donde se agolpa un grupo de aficionados a ver el fútbol, y rugen cual trogloditas por un deporte que, sin menoscabo a su idiosincrasia, a veces saca el lado más primitivo de la sociedad… Así es esa España de algarabía, agobio y escándalo continuo sin voluntad para ser respetuosa con ella misma. 

Cuando se habla de contaminación, parece asociarse al deterioro del ozono, al impacto industrial, a la polución de ríos y mares o a la sobreexplotación energética… Pero no menos grave resulta la contaminación acústica, que igualmente acarrea enfermedades coronarias, cardiopatías, diabetes, alteración del sueño y trastornos metabólicos… La Agencia Europea de Medio Ambiente (AEMA) publicó en 2020, poco antes de desatarse la pandemia, que hay un aumento del tráfico rodado en las ciudades europeas; lo que origina, a medio plazo, no sólo un crecimiento exponencial de los niveles de monóxido de carbono, sino también un estrepitoso modo de vida cuyas consecuencias, entre otras, puede ser un deterioro cognitivo de la población ante la falta de descanso por la culpa del ruido.  

No hay conciencia institucional que proponga soluciones para combatir la contaminación acústica. Por esnobismo político, se hace mucho hincapié en la transición ecológica y en la eficiencia energética; pero poco se atiende al exceso de ruido. ¿Qué nos hace ser un país potencialmente ruidoso? ¿Por qué normalizamos un estilo de vida saturado de ruido? ¿Somos así por ser un país demasiado ocioso?… El ajetreo, el estrés, la hipertensión, el deterioro auditivo o los niveles elevados de cortisol son una consecuencia directa de la contaminación acústica. Y con eso convivimos todos los días; con una afección, igual o superior, a lo que los científicos llaman crisis climática. Luego aparecen noticiarios donde unos activistas prorrumpen en un museo causando destrozos en valiosísimas obras de arte por reivindicar soluciones globalistas contra la explotación de los recursos bioenergéticos, o, por el contrario, proliferan numerosas campañas persuasivas para optimizar los recursos medioambientales; pero existen pocos colectivos, y poca conciencia social, para combatir tajantemente los niveles desmesurados de ruido.  

Tampoco existe un marco legislativo con suficiente solidez para regular la contaminación acústica, y la UE es incapaz de poner soluciones al respecto más allá de los indicadores establecidos para evaluar el ruido en franjas diurnas día-tarde-noche (Lden) y el indicador nocturno (Lnight). En el caso de España, donde los niveles de contaminación acústica son muy superiores al resto de los países europeos, se entiende que se deberían de adoptarse más paliativos; pero sólo encontramos la Ley 37/2003, de 17 de noviembre, del Ruido sin demasiada eficacia, naturalmente. El objeto de la misma, según el artículo 1, es la de prevenir, vigilar y reducir la contaminación acústica, para evitar los daños que pueden derivarse para la salud humana, los bienes o el medioambiente. Todo queda sobre papel mojado sin lograrse los beneficios al amparo de esta ley. Y, como siempre ocurre, pasará el tiempo y el problema seguirá igual, con la reticencia de unos pocos para no formar parte de esa discoteca, que parece el mundo a veces, porque no podemos dejar de militar a favor del silencio y la tranquilidad. 

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