Evolución del hombre: etapas, características, línea de tiempo - Diferenciador

A poco que el tren va acercándose a la parada, me preparo con mi maleta para bajarme en mi destino; yo, como tantos otros pasajeros, permanecemos en un lado del pasillo a la espera que se abran las compuertas y poder bajar finalmente en la estación. Allí, esperando la llegada del tren, hay numerosos jóvenes congregados cuyas edades no frisan de los veinte años. Están dispuestos a emprender su viaje un tanto ociosos, con ganas de fiesta. Y parecen estar impacientes y agitados. Una vez que el tren ralentiza su marcha y al fin se detiene, varios de esos jóvenes se abalanzan al vagón sin dejar que, el resto de la tripulación, podamos descender los escalones del coche y tomar nuestro camino una vez en tierra; lo cual hace que resulte muy complicado ir cargado con el equipaje y tener que abrirse paso entre la multitud.  

En circunstancias así, cuando un tren se detiene en la estación, se forma una diáspora entre los pasajeros que regresan de su viaje, y los que tornan el suyo. Lo procedente es que, quienes esperan el tren, tengan a bien la cortesía de dejar que la tripulación advenediza baje del coche cargada con maletas, y, una vez entonces, montarse en su asiento consignado, de acuerdo al billete de embarque. Pero los jóvenes a los que me refería más arriba no se les ocurre ceder el paso, con el hecho de esperar su turno, hasta que les toque. Se apresuran en manada al interior del tren, como digo, sin ninguna consigna actitudinal propia de quienes saben mantener las formas. Probablemente, los padres de estos jóvenes no les han enseñado cierta cortesía, o la consideración hacia las personas de mayor edad. Este ejemplo es perfectamente extrapolable cuando en muchos casos nos encontramos, en la vida diaria, que buena parte de los jóvenes —y no tan jóvenes— carecen de un mínimo de respeto. Porque, de una generación a otra, al menos en España y por igual razón en Occidente, se pierden valores esenciales que en antaño forjaban una sociedad donde la compostura y el saber estar eran el eje de la moralidad y la convivencia. Cuando algún niño (o niña) daba en público una contestación inapropiada, sus progenitores le recriminaban su desconsideración, sintiendo vergüenza por el bochorno que afeaba el momento. Pero desde hace un tiempo todo eso se ha ido al carajo. La escala de valores sociales y educativos se ha quedado por los suelos, en el despiporre más putrefacto de los tiempos recientes. Ahora las nuevas generaciones están siendo educadas en la frivolidad, la arrogancia, la chulería o en la carencia de principios cívicos. ¿La culpa es de las familias? ¿De las escuelas? ¿De los planes de estudio? ¿De la sociedad? ¿De los tiempos actuales? ¿De las nuevas tecnologías que degradan ciertos comportamientos y acrecientan la estupidez y la chabacanería?… Tal vez la brecha intergeneracional está bifurcada por «la ley del todo vale». Se pierde los límites y los principios éticos, las buenas maneras y las actitudes bondadosas, corteses y amables. O al menos la bondad, la cortesía y la amabilidad están en peligro de extinción para las generaciones venideras. Pues la intransigencia de muchos jóvenes se impone por la fuerza de su engreimiento, creyéndose, muchos de ellos, que el mundo es de su propiedad, y que, como tal, pueden imponer sus reglas considerando que lo saben todo y que, por tanto, todo en la vida les he es dado. Y cuando se topan con la realidad, viéndoles realmente las orejas al lobo, son unos ineptos para valerse por sí mismos.  

Tampoco hace falta referirse a los jóvenes en esta tesitura. Al fin y al cabo, el pastel se reparte entre todos. Si de tener respeto estamos hablando, creo que no nos podemos llevar las manos a la cabeza cuando la clase política ha convertido el debate parlamentario, autonómico y municipal, en un hervidero de esputos, insultos, desdenes, o incluso ataques verbales que hieren en lo personal. No se confronta nada, sino que el panorama político se resume en una lucha de poderes, donde se acribilla, por encima de todo, a la persona, no a sus ideas. Y, en asuntos políticos, los proyectos que resultan útiles para el bienestar común y la eficacia de las instituciones deberían ser el fruto de intereses compartidos a través de la dialéctica, la heurística, el sentido de Estado, la conciencia cívica o el deber público. Pero lo extraño no es respetar las convicciones del adversario, sino degollar directamente a éste. Pasarlo a cuchillo y disfrutar de la carnicería. El cainismo español en todo su esplendor.  

Ocurre, además, que nuestro modelo social apenas otorga importancia a la cortesía, al carisma y la finura de los modales. La permisividad de las familias a la hora de infundir rectitud a los hijos desemboca en una mala crianza. No basta con ser padre, o madre, pues hay que ejercer de ello; lo que implica —no soy quién para aleccionar en la materia— la responsabilidad de transmitir valores humanos y humanísticos. El impacto que tiene esto en la vida, a medio o largo plazo, es el modelo de ciudadanía que habrá en un futuro, en el que, muy probablemente, los ancianos, los profesores, los policías, el medioambiente, las urbes, los colectivos vulnerables, etc., no sean respetados por quienes, en algún momento, heredarán el mundo. Ya ni siquiera la gente es capaz de respetarse a sí misma; y quien no se auto respeta, dudo mucho que lo haga con el prójimo. El ser humano, como animal social, necesita del prójimo y necesita respetarse a sí mismo y a los demás.  

Si apostamos por un futuro próspero, ciertos valores no tienen por qué perderse jamás. No por rudeza, no por involución moral, tampoco por una sociedad deshumanizada, sino por hacer efectivo el funcionamiento de un Estado manejado, cada vez más, por una clase de merluzos a los que no les importa nada ser un ejemplo de respetuosidad. Y, por consiguiente, una ciudadanía que ha perdido las riendas para valerse por sí misma, ya que sin esos valores es imposible darle sentido a lo que nos ha hecho llegar hasta aquí haciendo que seamos como somos. O sea, la civilización.

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