
Francisco Ibáñez en 2015 (Fuente).
Llegó el día. Sabíamos que tarde o temprano tenía que llegar porque es ley de vida. Pero algo en nuestro interior nos decía a muchos que Francisco Ibáñez era inmortal. Tal vez fuera su aspecto, reforzado por sus frecuentes apariciones como un personaje más en sus propias historietas, algo que lo fijó como un tipo cuarentón para el que no pasaba el tiempo; quizá fuera porque en sus contadas entrevistas repetía las mismas frases y los mismos chistes que hace cuarenta años; o acaso fuera porque murió con las botas puestas, atado a la mesa de trabajo. El caso es que pensábamos que Ibáñez era inmortal. Y en realidad no íbamos tan desencaminados. Dándole la vuelta a las palabras de Hipócrates: «breve es la vida, pero largo el arte». Ibáñez se fue, pero queda su legado.
Podría empezar diciendo que aprendí a leer con Ibáñez. No descarto que antes cayera alguna otra cosa en mis manos, pero desde luego no lo recuerdo. La primera historia que leí de Mortadelo y Filemón fue «Los guardaespaldas». Yo no sabía nada de ellos y los descubrí con esta histriónica aventura en la que tratan de salvar a una viejecita que viaja por todo el mundo de su despiadado heredero. Después llegaron, en este orden: «La caja de los diez cerrojos», «Mundial 78», «Safari callejero», «Concurso Oposición», «El caso del calcetín», «El atasco de influencias», «Barcelona 92», «El racista», «La gente de Vicente», «¡A por el niño!», «El 35 aniversario», «Mundial 94», «Pánico en el zoo», «¡Silencio, se rueda!», «¡Soborno!» y «El balón catastrófico». Mezclando épocas distintas, estas son algunas de las las historias que más me han marcado. Otras de las que más suelen ser mencionadas como de las mejores, «El sulfato atómico», «Contra el “gang” del “Chicharrón”» o «Valor y… ¡al toro!» llegaron más tarde, en la preadolescencia.
Podría empezar diciendo que aprendí a leer con Ibáñez, pero no le haría justicia a lo que esas historias significaron para mí. Leyendo a Mortadelo hice mucho más que aprender a leer, aprendí a dibujar, a imaginar y a soñar. Todavía conservo, lo tengo ahora mismo en las manos, el cuaderno de doscientas páginas en el que me dediqué a hacer cientos y cientos de copias de personajes, animales y objetos dibujados por Ibáñez. Es verdad que al final acabé copiando también a otros autores, pero la inmensa mayoría de lo que hay en ese cuaderno de amarillentas páginas es de Ibáñez. Desde muy pequeño tuve muy claro que quise ser dibujante de cómics y fue, sobre todo, por Ibáñez. Copiar compulsivamente sus dibujos era mi manera de decir que quería ser él. Incluso hay un dibujo propio, que ahora miro con ternura, en el que hay un autorretrato de mi yo niño con Ibáñez cogido de la mano. Luego la vida me llevó por otros derroteros y lo de ser dibujante quedó como un sueño de la infancia.
En casa no se solían comprar tebeos. Si acaso, algún Olé suelto caería de vez en cuando, nada más. Pero sí teníamos un ritual que se seguía a rajatabla cada fin de semana: mi padre llegaba con el periódico y una pila de revistas y suplementos, entre los que estaba la ansiada publicación infantil (ignoro si hoy en día la prensa sigue teniendo suplementos infantiles y si se siguen recuperando historias y personajes de antaño). Uno de los recuerdos más felices de mi infancia eran esas interminables mañanas de fin de semana, viendo dibujos en la televisión, y leyendo a Zipi y Zape, a Superlópez y, cómo no, a mis personajes predilectos, Mortadelo y Filemón.
Años después, en el 93, hice un descubrimiento en el escaparate de una librería que me deslumbró: un lujoso tomo de lomo rojo en el que aparecía un Mortadelo gigante manejando como títeres al resto de personajes, Ibáñez incluido. Ahí empecé mi colección de Super Humor, que combinaba con revistas que ya sí compraba yo, como Mortadelo, Super Mortadelo, Mortatelo Extra o Zipi y Zape, editadas no ya por Bruguera, evidentemente, sino en los relanzamientos que hizo Ediciones B, copiando el modelo anterior con la esperanza de que funcionara. No lo sabía en aquel momento, pero estaba asistiendo a los últimos coletazos de ese tipo de publicaciones infantiles. Así fue cómo leí todas las historias, o al menos lo hice hasta el Super Humor número 32. Justo con el cambio de siglo, comencé en la universidad y perdí interés en los cómics para hacer otro tipo de lecturas que en aquel momento creía más adultas.
Ahora, más de veinte años después, retomé a los personajes de mi infancia, y durante año y medio decidí releer todo lo que me había marcado y leer todo lo que me faltaba. Esta lectura ininterrumpida me ha dado la perspectiva para poder valorar la evolución de los personajes. Por supuesto, volví a quedar fascinado por aquellas historias que había idealizado desde el recuerdo (incluso las más prescindibles o las hechas por apócrifos) y descubrí a un Ibáñez, el del siglo XXI, que ha sido considerado por muchos como un autor en etapa de declive.
Para ese momento Ibáñez llevaba trabajando en sus personajes más de cuarenta años, con miles de páginas a sus espaldas, y es inevitable que se produzca un cierto desgaste. Personalmente creo que el punto de inflexión es cuando se pasa de las aventuras serializadas, compuestas por capítulos más o menos independientes, que pueden funcionar sueltos para ir siendo publicados en revistas, a historias que van destinadas directamente a álbum, y que, por tanto, carecen de cortes, un ritmo al que o Ibáñez no ha sabido dar el salto o que no casa bien con la naturaleza de los personajes. Como resultado, la una viñeta final, que solía ser un desastre o una persecución, ahora nos la podemos encontrar a mitad de la página, lo que hace que la transición a la siguiente viñeta no quede del todo natural. Si a esto se le añade unos guiones cada vez más pobres, con bromas que se repiten hasta la saciedad (basta con leer cualquier álbum dedicado a los mundiales o a las olimpiadas), y en el aspecto gráfico una caída de la calidad, probablemente porque los años no pasan en balde (y quizá el cambio de entintador también haya tenido algo que ver), hay que reconocer que el último Ibáñez era el peor de todos.
Al Ibáñez del siglo XXI, además, se le ha afeado por ser políticamente incorrecto. Basta ver sus representaciones de la homosexualidad, como los típicos mariquitas afeminados que regentan un salón de belleza, o sus constantes alusiones gordofóbicas, chistes muy a la mano cuando Ofelia asoma la cabeza, o los desfiles llenos de estereotipos raciales con los que abre todas las olimpiadas. Ante esto, muchos han enarbolado la bandera de la incorrección y de la libertad de expresión, como si Ibáñez se atreviera con humor que puede herir sensibilidades. No creo que sea esa la cuestión. De Mortadelo y Filemón se suele decir que se han adaptado a los tiempos porque en muchas de sus historias se introducen referencias y personajes a la ultimísima realidad. Pero lo cierto es que Ibáñez no solo no ha actualizado su humor a los tiempos, sino que a lo largo de las últimas décadas se ha movido en una espiral de autoplagio que es precisamente lo que sus lectores más fieles le han reprochado. Que Mortadelo y Filemón continúen tratándose de usted después de 65 años trabajando juntos y de infinidad de vicisitudes vividas juntos es toda una declaración de intenciones.
Desde los círculos del cómic se le ha recriminado que silenciara el trabajo de ayudantes y colaboradores. No defiendo esta actitud, pero hay que contextualizarla diciendo que durante muchos años se le obligó a hacerlo así, para asumir la inmensa cantidad de trabajo que Bruguera exigía, y desde entonces ha estado arrastrando la creencia de que tener ayuda desmerece su obra. También se le ha criticado por la falta de sinergias con el mundo del cómic más actual. No, la afirmación de que durante décadas Ibáñez era el cómic no es exagerada, pero en los últimos años han aparecido autores muy prometedores a los que Ibáñez hizo ojos ciegos, encerrado en una especie de torre de marfil. En alguna entrevista, incluso, llegó a insinuar que dibujantes de cómics solo quedan Jan y él, haciendo menosprecio de sus compañeros de profesión. Podría haber sido el gran embajador del medio pero eligió vivir al margen de todo lo que se hizo después de su época dorada y frivolizarlo siempre públicamente tildándolo como una diversión para niños.
Pero, ¿acaso puede la última etapa de un artista invalidar todas las obras maestras que haya llevado a cabo? ¿Acaso pueden unas declaraciones, una actitud o alguna que otra obra fallida ensombrecer un legado? Ni mucho menos. Es muy injusto y muy triste que estos sean solo los motivos para no reconocerle a Ibáñez su papel dentro de la cultura y de mundo del cómic, su importancia como artista. Sí, tuvo sus defectos, pero si se hace balance general de toda su obra, desde sus comienzos, ganan muy de largo sus virtudes. Dentro de sus méritos está el haber encontrado una fórmula de éxito para hacer historietas y haberla explotado durante décadas como nadie más supo hacer, convirtiéndose en un pilar de la industria de los tebeos y generando una legión de fieles lectores. La grandeza de Ibáñez es haber pasado a formar parte de la historia sentimental de generaciones y lograr que sus personajes pasen a la posteridad. «Breve es la vida, pero largo el arte». Ibáñez se fue, pero queda su legado.
No hay comentarios