Oudere Man Geïsoleerd Op Wit Royalty-Vrije Foto, Plaatjes, Beelden En Stock Fotografie. Image 1090937.

Miguel tiene 94 años. Es un hombre longevo y, aunque se sirve de un andador y se desplace por la vía pública con un scooter eléctrico, no le achaca una mala salud a pesar de haberse dedicado muchos años a la agricultura como dueño de una parcela de viñedos. Quienes han tenido una vida así, las dolencias físicas y la artrosis martillean con ineludible saña. El caso de Miguel no es ajeno. Ahora se encuentra tranquilo sin perder su campechanía pero con una movilidad reducida en las piernas. Al cabo de jubilarse, se inició en la lectura empeñosamente; se define como un devorador de libros. Sentado al otro lado de la mesa, frente a mí, sonríe con esa llaneza propia de quien, por una razón u otra, sabe que su época murió y la recuerda con cariño. Y me cuenta que otra de sus predilecciones, además de leer, ha sido el caliche: un juego de antaño en el que varios participantes compiten entre sí para derribar una especie de caña de unos 20 centímetros de altura, colocada verticalmente a 15 metros de la zona de lanzamiento, para luego, derribarla con unas monedas, o bien, que éstas queden lo más cerca de la caña. El caso es que Miguel, confeso de sus gustos, me cuenta que hace mucho que dejó de jugar al caliche y ahora sólo se ejercita en la lectura.  

Vive solo. Su mujer murió hace tres años y, desde entonces, apenas sale de su casa, salvo para ir a recoger la comida que le proporcionan sus nietos como regentes de un restaurante, al que acude una vez al día. Tras ello regresa a su casa, come, descansa y se pone a leer.  Me llama la atención que un hombre nonagenario se refugie entre libros. A esa edad, con las erosiones de una vida sobradamente lograda, el cuerpo se apoltrona y la vista ya no alcanza a ser eficiente; los músculos de la órbita ocular están desgastados; la retina no rinde a pleno rendimiento, y los ojos se fatigan muy pronto. Pero Miguel resiste las inconveniencias de la ancianidad y se ejercita como lector. Se refugia en los libros, como digo, debido a las escasas distracciones que tiene. A ratos escucha la radio ya que, para estar al tanto de la actualidad, no puede leer la prensa. Los libros no dejan de consolarlo, aunque más que consolarlo, digamos que le proporcionan un calor emocional porque a través de una novela encarna la vida de un ladrón, un detective, un sicario o un joven al que todavía le aguardan inquietudes. Y lo cierto es que siempre, en un libro, al menos como obra literaria, uno encuentra alivio ante un desasosiego, halla respuesta (no como solución), sino como perspectiva crítica a un mundo complejo donde el azar, la causalidad, la fortuna, el odio, el amor, la muerte, la injusticia, la decadencia, el abuso de poder, el dinero, la nostalgia, la vejez y la condición humana sólo sirven para mostrarnos nuestra profunda fragilidad. Incluso agudizar la mirada a fin de comprender que, por mucho dominio que tengamos sobre el planeta, no es algo que nos pertenezca. Que no somos más ni menos que otras especies. Que, por muy hostil que pueda parecer el mundo, aún existen causas nobles en el agasajo humano. Por su edad, y por la vida que ha tenido, Miguel sabe muy bien todo esto. Muchos años atrás perdió a un hijo de 34 años sumiéndose durante dos en una depresión. Es un hombre fuerte, sin duda. De esa vieja escuela donde las adversidades se trataban con naturalidad y vehemencia. Siempre he admirado la serenidad moral de la Generación de Hierro por su actitud estoica, gallarda e impecablemente humana. Acorde a razones sociopolíticas y el contexto de aquellos años de hecatombes e infortunios, miles de niños no pudieron cursar sus estudios primarios y su formación académica para aprender a leer y a escribir; y pese al analfabetismo de la época, a la pobreza y miseria que zozobraban las vidas de la Generación de Hierro, en el fondo, ha existido en ellas la sabiduría en bruto. La solemnidad para caminar en el mundo a sabiendas que todo tiene su fin. En la mirada de Miguel puedo leer perfectamente esto. Y ese sentimiento frágil, valiente, sereno, la conciencia propia de afrontar lo bueno y lo malo que el destino nos depare, la lucidez para digerir las hostilidades del mundo, hace algunas décadas que se está yendo a pique.  

Los tiempos de ahora, que parecen transcurrir más rápidamente que en otrora, nos conducen al infantilismo, a la rudeza, a la barbarie, a la decrepitud de los valores, a la dejadez y al pasotismo. Es suficiente cualquier desengaño de la realidad, cualquier palabra tergiversada para arremeter contra el prójimo, o una mínima resignación cuando el sol no luce a nuestra comodidad para incendiar Roma, del mismo modo que, por nuestra incontinencia para darle importancia a lo que realmente lo merece, estamos dispuestos a iniciar la Tercera Guerra Mundial. No se trata de ser cínico, sino de sangre templada porque, a fin de cuentas, todo ser humano es una lucha contra sí mismo y contra la época en la que vive. Los libros y la poesía nos muestran precisamente que debemos actuar como romanos, con valentía, firmeza y decisión, seguros de nosotros mismos y dudando de todo como si tuviéramos el pensamiento de un griego; y eso nos ayuda a canalizar visiones amargas, y nos limpian los fantasmas del corazón y la mente. Si hablamos de cultivar éstos, en esta Era Digital en la que vivimos nos volvemos animales pasivos, receptores masivamente de estímulos visuales mientras se anquilosa el raciocinio, acribillados, a la postre, a la sobreinformación y a la sobreestimulación; lo que acarrea, a corto o medio plazo, el deterioro cognitivo de una sociedad que no puede desligarse de las redes sociales, cuyos individuos apenas sienten el deseo de recurrir a un libro o de sentir el clima que se respira en una biblioteca pública. Individuos que apenas le hacen trabajar al intelecto y a la memoria. Una sociedad que, continuamente, reclama derechos ignorando sus obligaciones cívicas, conforme se bestializa y le da rienda suelta a los engañabobos y a la gentuza sin escrúpulos. Pero esto ha existido siempre, desde luego. Y los libros nos recuerdan que no hay que alterar el cauce de las cosas, sino, sencillamente, disfrutar de ellas hasta que dejen de estar, que no hay nada nuevo, sino cosas olvidadas, y eso lo descubro también en los ojos de Miguel.

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