A primera hora de la mañana, cuando todavía el amanecer no ha terminado de perfilarse entre la claridad del cielo, me doy un paseo por el puerto marítimo de Guardamar del Segura. Allí, poco antes que empiece a llenarse de turistas, contemplo las embarcaciones mientras los trabajadores del puerto se hallan limpiando la proa de un velero, o, bajo el encargo de su patrón, en tareas de mantenimiento de un lujoso barco que sólo se puede permitir un rico. Aprovecho luego para caminar hasta el faro, junto a la desembocadura del río Segura, que parece menos caudaloso a como lo recuerdo el año pasado en una masa de agua verdigrís, casi pantanosa y pestilente, por los vertidos que vienen a morir al mar. Observo todo ello rodeado de aficionados a la pesca que se aventuran con sus cañas y señuelos sobre las rocas del muelle. Después, cruzándome con los transeúntes o con la gente que va en bici por la zona, desando al otro lado del muelle para ver a los pesqueros que se encuentran descargando la mercancía, al cabo de faenar toda la noche anterior, para la mañana siguiente traer el pescado fresco a la lonja. Y tras mi paseo matinal, voy entonces a tomarme un café a la terraza del Club Náutico. 

El camarero me conoce y sabe que todos los días que allí acudo me pido un café con leche. Me siento en la terraza, que ofrece unas buenas vistas; y reparo en el momento en sí, ensimismándome. Disfrutando de mi soledad. A esas horas hay poca  gente y el lugar queda tranquilo de esa clientela que, a menudo, inunda los restaurantes marítimos para yantar un pescaíto frito o un vino blanco. El caso es que en mi mesa, que casi siempre me siento en la misma, tomo tranquilamente mi café a la par que mis pensamientos se evaden. El sitio me resulta muy tranquilo, sin duda, sobre todo en ese momento del día. Mientras doy un sorbo a la taza de café, cavilo en lo que realmente reporta un simple café con leche: un pretexto para estar a solas con uno mismo y elucubrar en tus ideas, o en esas agitaciones internas que llevas acumulando durante días, semanas o por mucho tiempo. Un café puede ser tan apetitoso como cualquier otra experiencia gastronómica. En ese instante, bien durante el almuerzo, después de la comida o a la tarde, en el que te tomas un café y por una brevedad te ejercitas ensimismándote, placiéndote por ese buen café, con la relajación que eso puede provocarte si además entablas una charla con alguien, con el camarero, con el cliente que tengas al lado, o con quien sea, y, tras ello, te levantas, pagas la cuenta y te largas del lugar, una parte de ti sufre un proceso terapéutico; y tu punto de vista precedente a tomarte el café, como tu estado de ánimo, se pulverizan y sosiegan. 

Otra parte esencial de un café, es quién lo prepara. Y ahí patinan muchos camareros que desatienden algunos detalles del oficio del barista. Como consumidor moderado de café, suelo fijarme al momento de pedir uno el modo en que el camarero lo prepara; primero, si es limpio y cuidadoso a la hora de elaborarlo, lo que implica si purga el portafiltro de la cafetera donde se quedan incrustados los posos del anterior café, que luego tuesta el sabor del siguiente dándole rancidez; segundo, si purga también el cacillo de la leche y si, además, sabe atemperarla bien para que no llegue a hervir al pasar los 60 ºC porque, al calentar la leche a más de esa temperatura, la proteína del lácteo se corta y no se obtiene una leche cremosa, que es otro de los detalles de un buen café. Y, como ocurre en la mayor parte de los establecimientos hoteleros, quizás por las prisas que exige el servicio, por la presión o el agobio al que se ve sometido el camarero por la intransigencia de los clientes, preparar un rico café lleva su tiempo y no siempre se hace del modo correcto. Cualquier barista puede ratificar lo anterior mejor que yo: una cosa es elaborar un café, y otra, es saber elaborarlo oportunamente. Un profesional de la hostelería que lleve muchos años trabajando en el sector, quizás se haya acostumbrado a realizar las cosas de un modo tan sumamente mecánicas que no repara en cómo se elabora un buen café de máquina. 

El caso es que, mientras se disfruta de un ratito así, en soledad, uno se aísla de todo lo exterior pensando en lo suyo. Resulta difícil en determinados momentos, ante la hiperconectividad social a la que incitan Twitter, WhatsApp, Instagram, Facebook o las aletargantes redes sociales, de olvidarse cuanto ocurre en el mundo en tanto que disfrutas de un sencillo café en ese instante en el que, sin darte cuenta, estás en tu ataraxia; es decir, en la serenidad de tus ánimos. Y, en ese momento, eres absolutamente individualista. No he defendido nunca el individualismo como predominio cultural, o filosófico, pero no me cabe duda que a veces es necesario como desobediencia a las normas sociales y a los comportamientos colectivos. El hecho de ser animales sociales nos atribuye la cualidad de establecer interdependencias emocionales; cosa que por otra parte nos juega malas pasadas zozobrando el raciocinio y nos perturban la capacidad de análisis o el punto de vista. Por eso creo que es extraordinariamente necesario ensimismarse de tanto en tanto como esos monjes tibetanos que potencian su bienestar mental, lo que, positivamente, mejora la concentración. Y la sociedad Occidental está perdiendo la facultad de la concentración y atención selectiva. Así que placerse en un buen café resulta oportuno para poner a prueba todo esto. Hay a quien le supone cierto inconveniente en tomarse un café sin compañía de nadie; pero se trata de gente que no goza de su mundo interior porque no sabe disfrutar de su soledad. Y quizás esa misma gente tenga el problema de que no sepa combatir con los demonios de sus pensamientos. La soledad deseada ayuda, precisamente, a la nitidez de las ideas. En este sentido, Luis Cernuda escribió unos versos preciosos que lo resume muy bien: «En soledad. No se siente el mundo, que un muro sella; la lámpara abre su huella sobre el diván indolente». Por eso considero que un café a solas contribuye a reconciliarnos con nosotros mismos, aunque nunca sepamos cuándo puede ser nuestro último café y con quién.

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