Sobre el mediodía, bajo un sol sofocante en todo su cénit, camino de vuelta a casa cuando al cruzar una esquina me topo con unos contenedores de basura. La zona no es mi residencia habitual sino el lugar donde veraneo, así que conozco razonablemente las calles, los barrios y la periferia. El sitio en cuestión queda un poco lejos de mi apartamento, por lo que intento tomar un atajo a través de una senda que colinda con una pineda. Y tras doblar una esquina, doy con estos contenedores. Desprenden pestilencia y es algo que se percibe a pocos metros, porque las altas temperaturas contribuyen a expandir los malos olores y, el lugar, además, se ubica en una zona recóndita que tiene poca ventilación. Muy cerca hay un barrio de edificios seminuevos que colindan con una extensa pineda. Y a esas horas, tal vez por el intenso calor, no concurren peatones ni vehículos, de modo que yo soy la única persona que debe andar por allí. Son unos contenedores soterrados, en los que, cualquiera que haya sido, ha querido depositar en ellos numerosos enredos, como tablas de planchar, bolsas llenas de ropa desusada, alguna maleta de viaje que dejó de utilizar, un neceser y bolsas de basura orgánica. Entre todos los desperdicios que se amontonan sobre el suelo, puesto que los contenedores ya están a su capacidad máxima, hay algo que me sorprende identificar: unos libros.
Tampoco es de extrañar que, en un país como España, donde los índices de lectura no arrojan cifras reseñables, haya gente que se deshaga de los libros que tiene por casa y que no sabe qué hacer con ellos. Al menos, en un país donde los libros desempeñan un protagonismo muy importante en la vida de las personas, jamás acabarían éstos en un vertedero como si fueran purria. Lo cierto es que algunas personas son capaces de tirar a la basura cualquier cosa que merezca la pena de conservar, reutilizar; o restaurar, cuando se trata de muebles viejos. Y eso, lamentablemente, también sucede con los libros cuando hay gente que quiere deshacerse de ellos. Seguro que los operarios del servicio de limpieza viaria, al cabo de una jornada de currelo, tendrán que sorprenderse por las cosas que se encuentren en los contenedores de la basura, lo que incluye, además de comida, objetos impensables y a los que se les puede seguir dando un uso. Quien haya querido desechar esos libros que no le convendría tener, y, por ende, los arroja a dichos contenedores, no puede retratarse por alguien más miserable. Suponiendo que, por razones de limpieza y orden, si quiere deshacerse de esos libros lo que podría haber hecho es, ante todo, depositarlos en una biblioteca pública para que otra persona les siga dando vida a sus páginas. O, si lo prefiere, mejor aún, venderlos en una librería de segunda mano por un precio baladí. Pero su destino fue acabar en la porquería.
Los libros han sido arrojados al descubierto, sin ser guardados en una bolsa. Así que saltan a la vista; y, cuando me percato de ellos y me acerco para observarlos in situ veo que se trata de unos buenos ejemplares. Sus lomos y cubiertas no están ajados, y tras ojear algunos de ellos veo que tampoco les faltan sus páginas. Entre los títulos se encuentra un Atlas de Geografía Universal perteneciente, lo más probable, a un tomo enciclopédico; otro de los títulos que aparecen es Líderes del s. XX de John Gunther; un diccionario de sinónimos y antónimos en edición de bolsillo; La rebelión de las masas prologado por el discípulo de Ortega y Gasset: Julián Marías; El cuarto de atrás de Carmen Martín Gaite; El caballero audaz de Carmen Puerto, con el diseño de cubierta y el título en letras doradas y en tapa dura. Los cojo todos ellos, y me los guardo en la mochila. Después, una vez en casa, los coloco en los estantes de mi biblioteca. Y así quedan.
Quiero pensar, a fin de cuentas, que rescaté esos libros de un destino cruel. De todos ellos, sólo he leído La rebelión de las masas en una edición que publicó en su momento el diario El País para un compendio de clásicos españoles del siglo XX. Aunque no sé si algún día podré leerlos todos, subrayar en sus páginas alguna idea o la reflexión de sus autores, o encontrar alguna certeza frente a algo que ignoraba, en cualquier caso cumplen su función en mi biblioteca. Es decir, enriquecer mi vida.
No soy partidario de que ningún libro, por pésimo que sea, tenga que acabar desechado en la basura como si fuera una bagatela. Todo libro merece una segunda vida una vez que ya no interesa tenerlo. Por eso me parece relevante la iniciativa que tienen muchas bibliotecas públicas a la hora de perpetuar la lectura de aquellos volúmenes que, por razones de espacio, se ven obligadas a descatalogar de su base de datos y a donarlos a particulares o a colectivos sociales. El año pasado, por ejemplo, descubrí una iniciativa municipal que consistía en construir en un parque y en lugares públicos una casita de pájaro de medianas dimensiones, con el fin de que la gente, una vez que ya no le interesa tener un libro, pueda donarlo depositándolo en aquélla.
Habrá muchos libros maravillosos que nadie se atreverá a leer; probablemente, mueran en las telarañas del tiempo o en la desmemoria. Frente a ello, creo que toda labor por fomentar la lectura es poca. En España, de una forma u otra, se les condena a los libros —y, por tanto, a la buena literatura— a un olvido injusto. Y en ese sentido, el fomento de la lectura, así como la divulgación de obras literarias de otros tiempos, de otras generaciones, o la reseña del contexto en el que tales obras fueron escritas, reluciendo las vidas de los escritores o escritoras más allá de las ideologías políticas, enmarcaciones y estigmas y que, por tanto, dieron esplendor literario con semejante producción a la sociedad de su época, me parece que es un rayo de esperanza para que diversos lectores puedan rescatar esos libros de los anaqueles del olvido. ¿Cuántos volúmenes, no sólo del género literario, sino divulgativo, académico o científico, acaban como despojos en la basura al cabo del año? ¿Y cuántos otros no terminan siendo quemados por no acabar en el vertedero? Lo que es peor aún. Recordemos aquellas palabras que arengó García Lorca en la inauguración de la biblioteca de su pueblo natal, en Fuente Vaqueros: «Nadie se da cuenta al tener un libro en las manos, el esfuerzo, el dolor, la vigilia, la sangre que ha costado. El libro es sin disputa la obra mayor de la humanidad».
Sin bien es cierto que leer un libro implica, como lector, reescribirlo de alguna manera, también subyace una sinergia en el placer de la lectura que consiste en que el lector humaniza a la obra, de la misma manera que la obra humaniza a éste. Y el lector tiene que asumir el compromiso para poner de su parte y que el libro cobre dimensiones extraordinarias en su imaginación. Y luego, que el tiempo dé sus respuestas si la lectura de sus páginas merece la pena, y si quien las escribió, más allá de sus ideas, ha contribuido a ennoblecer nuestras almas. Pero, por favor, concienciémonos que los libros no tienen que acabar nunca en la basura: es la mayor crueldad que se puede hacer con ellos.
Tengo cientos de libros rescatados de la basura, y no exagero. Ahora mismo tengo una bolsa con unos veinte (entre los cuales están clásicos rusos) que me trajo un amigo (porque todos saben de mi enfermedad). Y eso que cojo solo los que me interesan.