Durante sesenta años de vuelos espaciales tripulados, solo el 15% de los viajeros espaciales han sido mujeres, y ninguna de ellas ha viajado más allá de la órbita terrestre. Pero tal vez no tendría que haber sido así. A finales de la década de de 1950, el Dr. W. Randolph Lovelace y el general D. Flickinger, presidente y vicepresidente respectivamente del Comité Espacial de Ciencias de la Vida de la Nasa, además de expertos ambos en medicina aeroespacial, pensaron seriamente la posibilidad de enviar mujeres en lugar de hombres al espacio.

Su propuesta era puramente pragmática, según escribieron Kathy L. Ryan, Jack A. Loeppky y Donald E. Kilgor JR. en un artículo publicado en 2009 en la revista Advances in Physiological Education. Pensaron que enviar mujeres al espacio conllevaría una reducción en el combustible de propulsión requerido, ya que las mujeres eran más livianas y requerían menos oxígeno que los hombres. Además, las mujeres eran menos propensas a tener ataques cardíacos y su sistema reproductivo era menos susceptible a la radiación que el de los hombres. Los datos sugerían que las mujeres podían superar a los hombres en aislamiento prolongado y espacios reducidos.

Sin embargo, esta idea pronto fue descartada por el presidente Eidenhower, que solo quería pilotos masculinos. Aún así, Lovelace y Flickinger pensaron que las mujeres estaban más que preparadas para el desafío de los vuelos espaciales, por lo que continuaran desarrollando su idea, con fondos privados, en una instalación en Alburquerque, Nuevo México. Ambos científicos sometieron a varias pilotos a los mismos exámenes que pasaban los astronautas de la NASA. La primera seleccionada fue Jerrie Cobb, de veintiocho años, que pasó el programa con éxito.

A continuación, Lovelace consiguió más fondos y comenzó a buscar más pilotos femeninos para poner en marcha un Programa de Mujeres en el Espacio, por supuesto al margen de la NASA. En una primera fase, los candidatos pasarían exámenes médicos, así como de experiencia de vuelo, mientras que en la segunda fase pasarían exámenes físicos y pruebas fisiológicas para determinar su estado físico y su capacidad para soportar los supuestos rigores de los vuelos espaciales. En la tercera fase se realizarían pruebas en los que se analizaría el estrés fisiológico generado por los vuelos y exámenes para determinar la capacidad para tolerar el aislamiento y otros factores psicológicos estresantes.

El Programa Mujeres en el Espacio finalmente reclutó a diecinueve candidatas, que se enfrentaron a los mismos exámenes por los que pasaban los hombres, además de un examen ginecológico extra. Algunas de esas pruebas fueron, en realidad, más difíciles, como la prueba de privación sensorial, en la que las mujeres se sumergieron en un tanque de aislamiento insonorizado y lleno de agua durante horas, para desafiar su resistencia psicológica. Dos de las mujeres, Rhea Hurrle y Wally Funk, soportaron el tanque durante diez horas antes de que el personal terminara las pruebas. La NASA simplemente colocó a los hombres en una habitación oscura insonorizada durante dos o tres horas.

Al finalizar el Programa Mujeres en el Espacio, 13 de las 19 mujeres (68%) aprobaron, mientras que en el caso de los hombres seleccionados por la NASA, obtuvieron el éxito un 56% (18 de los 32 hombres). Los detalles del programa nunca se publicaron en una revista científica.

En 1962, dos de las aviadoras del Programa Mujeres en el Espacio, Jerrie Cobb y Janey Hart, testificaron ante un comité que las mujeres deberían tener la oportunidad de convertirse en astronautas. Los representantes de la NASA, incluyendo a los astronautas del Mercury 7, John Glenn y John Carpenter, no estuvieron de acuerdo y señalaron la falta de interés en las mujeres, así como la falta de mujeres calificadas. Pasarían otras dos décadas más antes de que Sally Ride finalmente reclamara el lugar legítimo de la mujer en el espacio exterior.

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