Recuerdo cuando en 1999, siendo yo un niño, se creía que las máquinas y los sistemas tecnológicos dejarían de funcionar con el cambio del milenio: de pronto, como un hecho inaudito, iba a producirse un parón en los softwares de las computadoras, las parabólicas de las televisiones se apagarían sin razón aparente, al igual que los electrodomésticos, las redes de telecomunicaciones o los teléfonos de entonces. Ahora esto nos puede parecer un disparate pero en aquel momento, cual si fuera una paranoia, se pensaba que la humanidad no iba a estar preparada para afrontar el futuro digital. Y lo cierto es que, unas décadas más tarde, todo ha resultado ser una falsa expectativa.

Nuestra época bien podría considerarse cualitativamente revolucionaria por los avatares tecnológicos, gracias en parte a los algoritmos y al perfeccionamiento de la robótica. Sin embargo, estos avatares no siempre mejoran la calidad de vida de las personas. Y así ocurre, por ejemplo, con la Inteligencia Artificial que está poniendo en jaque a medio mundo.

Sus repercusiones preocupan a los expertos, a los intelectuales y a científicos como Geoffrey Hinton o Sam Altman, que alertan de su imparable peligro si no se adoptan medidas para controlar sus efectos. El primero, conocido como el «pionero» de la IA que diseñó en 2012 una red neuronal capaz de razonar per se y de reconocer objetos, rostros y lugares, dimitió hace unos meses como trabajador de Google para poder pronunciarse con mayor libertad sobre los recovecos de la IA. Y en cuanto al segundo, Sam Altman ha sido el cofundador de OpenAI y uno de los creadores de ChatGPT que manifestó, durante su intervención en el mes de mayo en el Senado de EE.UU, la necesidad de regular la tecnología. Ambos son de las voces más críticas en reivindicar un control de la IA, ante la ambición desmesurada que se cuece en muchos lugares del planeta, por no hablar de Silicon Valley. Aquí no hay mayor obsesión que la de trabajar por y para el diseño de la Inteligencia Artificial.

Si ésta responde a un control gubernamental, jurisdiccional y científico, creo que podemos evaluar la IA positivamente. Y su provecho puede resultar significativo para suplir carencias; verbigracia, una red neuronal diseñada con ChatGPT puede ser capaz de agilizar unos trámites administrativos muy burocráticos, o determinadas operaciones bursátiles, o realizar intervenciones médicas que, desde un punto de vista sanitario, son muy complejas y requieren de mucho tiempo. Igualmente, creo que la IA puede prevenir casos de cánceres, tumores o enfermedades cerebrales; y también puede contribuir a una mejor atención para un gran número de clientes que necesiten resolver sus consultas telefónicamente, pues ya existen operadores automáticos gestionados por IA que atienden las peticiones de los usuarios. No obstante, esto no deja de ser una rivalidad para las facultades humanas y, lo que probablemente sea peor, supone minorar oportunidades labores para la población. Algo que acarrea un serio problema.

Hasta la fecha, no ha surgido preocupación en las esferas políticas y científicas de legislar en el campo de la Inteligencia Artificial. Se ha pensado que la IA, como enclave de las ingenierías digitales, podría instrumentalizarse para lograr una eficacia en los sistemas de producción, el rendimiento empresarial o concretar intervenciones quirúrgicas. Cuando aparecieron los primeros diseños de IA se le atribuía ser la panacea, en tanto que iba a acomodar las necesidades productivas a las necesidades humanas. Pero, sin duda, los efectos están siendo otros. En primer lugar, la IA supone una amenaza para determinados oficios, profesiones y mano de obra. Y, en segundo lugar, la sociedad contemporánea no termina de aceptar su calado.

¿Hasta qué punto la IA puede garantizarnos un bienestar? ¿Acaso no ha sido la IA uno de los descubrimientos más sobrevalorados de las últimas décadas? Creo que en parte sí. Y también estoy convencido que hemos ido adoptando la IA en nuestras vidas sin percatarnos realmente de su doble filo. Por eso ¿nos ha creado la IA una especie de ensoñación hasta el punto de cegarnos? ¿Nos hemos fascinado tanto por la IA que no nos hemos dado cuenta de adónde nos iba a deparar? Está claro que la IA arrastra una lucha de poderes, no sólo económicos sino estadistas. Y ahí, a mi parecer, surgen batallas tecnológicas que atentan contra las capacidades humanas donde las máquinas reemplazan el trabajo de las personas —algo que ya viene ocurriendo desde hace un tiempo— y, a lo que por ende, no se le ha dado ninguna ética.

Por desatinado que pueda parecer, he creído siempre que en el mundo de la ciencia también existen mafias. O hampas que, sin ser respetuosas con el código deontológico de su disciplina, utilizan la ciencia con fines muy perversos y macabros: son científicos que, tal vez sobornados por los gobiernos, los lobbies o las élites económicas y financieras, trabajan duramente en los laboratorios utilizando el método científico con argucias inmorales. Experimentan con enfermedades muy virulentas para luego crear medicamentos y generar miles de millones de euros; patentan armas de destrucción masiva para que se creen guerras; desarrollan dispositivos cada vez más sofisticados para crear adicciones a las tecnologías; e inventan robots para sustituir el trabajo humano y con eso incentivar más el capitalismo, porque una persona puede ser productiva hasta cierto límite. Si esto lo aplicamos a un ámbito antropológico, podemos decir que esas mafias de la ciencia maquinan para que, el ser humano, entendido como tal, sea reemplazable, algo caduco y prescindible laboralmente. Sabiendo esto, ¿por qué los gobiernos no encuentran un consenso para regular el imparable desarrollo de la IA? ¿Puede desatar la IA una guerra tecnológica, donde aumenten las diferencias entre países ricos y pobres? ¿Y qué puede entenderse por una guerra tecnológica?

No tengo la menor duda que las principales potencias mundiales, como Rusia, China o Estados Unidos, se disputan una olimpiada por conquistar el pódium tecnológico; y de la misma forma, ser la vanguardia en robótica y en la sofisticación de las máquinas pensantes. Y, la verdad, que el mundo sea dominado por la IA asusta un poco. Pero más asusta que el ser humano ya ha alcanzado su mayor contribución intelectual, y desde hace unas cuantas décadas no hace más que idiotizarse. Esa inteligencia humana que asombrosamente se desafiaba a sí misma, cultivó el arte, la filosofía, la Ilustración, el Humanismo, el Renacimiento, descubrió el fuego, la caza, la agricultura y la pesca, e inventó infraestructuras para expandir las ciudades y la habitabilidad en la Tierra, y, ahora, sin embargo, está condenada a perder su lucha contra la IA.

Aunque las máquinas no puedan sentir, llorar, reír o emocionarse, sí pueden atentar contra la inteligencia humana y crear un mundo catastrófico. Por eso es urgente establecer un control y una ética a esas máquinas pensantes que han superado con creces el potencial humano.

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