El sueco Ruben Ostlund es un provocador. En su última película, la comedia “El triángulo de la tristeza”, nos muestra algo que, sin duda, no queremos ver: en este mundo, el que tiene dinero manda y el que no lo tiene obedece.
Una verdad como un templo. Pero muy camuflada en estos tiempos democráticos donde supuestamente todos somos iguales. Perdón que me ría.
La película empieza con una conversación aparentemente trivial, que ya encierra la clave de todo.
Dos jóvenes de éxito cenan en un restaurante de lujo y, cuando llega la cuenta, discuten por ver quién paga.
Ahí está el dinero. Y todo lo que conlleva tenerlo o no tenerlo. ¿Tienes dinero o no lo tienes? ¿Estás arriba o estás abajo en esta sociedad?
Después dichos jóvenes se embarcan en un crucero con otros súper ricos. En el barco, los multimillonarios ordenan y el personal obedece. Los trabajadores del crucero, en su eidos profundo, que diría Sócrates, no son nada más que trabajadores. Sin salario, en este mundo, morirían de hambre. Y, antes que eso, por supuesto, se plegarán a todo lo que ordenen los de arriba.
Esa es nuestra estructura.
En una escena a una súper rica le apetece que los trabajadores del barco se tiren por un tobogán. Todos los trabajadores acuden a cubierta. Y uno a uno, obedientemente, se tiran. ¿Por qué? Si no lo hacen, serán despedidos. Y morirán de hambre. ¿Cómo sobrevivir en este mundo sin dinero?
Este es el poder del capital. Y de quien lo tiene.
Entonces, a mitad de película, llega un giro inesperado.
El barco naufraga y ricos y trabajadores acaban en una isla desierta. De repente, llegamos a una nueva situación. ¡En la isla el dinero ya no manda! Lo que manda es la supervivencia. El saber pescar. El saber cocinar. El saber hacer un fuego.
¿Qué ocurrirá entonces, cuando el dinero deje de importar?
Y, llegados a esa situación… ¿querríamos los de abajo volver a la anterior?
Ostlund pone el dedo en la llaga.
Veánla. Ríanse. Y si luego les quedan ganas, hagan la revolución.
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