La tierra del tiempo perdido de José María Merino

La tierra del tiempo perdido de José María Merino

   Al año siguiente de publicar El oro de los sueños José María Merino escribió una continuación que de alguna manera el final de la primera parte ya anunciaba. El tema de la conquista de América había dado juego a Merino, cómo no, para relatar y describir la sed de riquezas de los españoles y los desmanes de los soldados cristianos ante los indios. Una visión no demasiado original, pero con el encanto suficiente de adaptar un momento histórico a los moldes de la novela juvenil, con las peripecias y aventuras del protagonista adolescente. Sin embargo, sin ser una novela brillante, esta segunda parte no está ni de lejos a la altura de la primera. Más bien parece como una especie de relleno, de preparación, de momento intermedio entre El oro de los sueños y la tercera parte de la trilogía, Las lágrimas del sol.

   La construcción de la novela en algunos momentos no pasa de ser un autoplagio de la primera parte. Así al principio, en los primeros capítulos, que describen la llegada del padrino en busca del joven y la zozobra que le produce a Miguel y a su familia la propuesta de ir en busca de aventuras ―un episodio que resultará conocido a los que hayan leído la primera parte―. En esta ocasión, sin embargo, la trama es más difusa y las aventuras menos claras. Miguel acompañará a su padrino en condición de secretario, para que este reciba un importante cargo administrativo. Las verdaderas aventuras irán surgiendo a lo largo del viaje, de forma casual, alargándolo en el tiempo, al igual que con Ulises, de tal manera que parece que nunca lograrán llegar a su destino.

   El mestizaje de Miguel vuelve a ser un elemento importante dentro de la novela. La vieja Micaela ya señala desde el comienzo cierta predestinación a causa de ese mestizaje cuando dice que la sangre cristiana de Miguel le lleva a la aventura, a recorrer tierras lejanas. El mismo Miguel tiene una idea clara de lo que implica ese metizaje en su persona: «De mi madre india me viene una gran facilidad para la ensoñación y para la quietud; pero sin duda la sangre española de mi padre aflora en esos impulsos de alejarme y descubrir y conocer tierras diferentes de las mías». Esta mezcla de sangres, además de aportar riqueza a su personalidad, es fuente de un importante desarraigo en ocasiones, como cuando necesita salvar la vida del padrino y se da cuenta de que con sus pobres conocimientos no sabe cuáles son las hierbas que sanan, de que la única herencia que le queda de su pasado indio es la lengua. En el proceso de maduración de Miguel la aceptación de su sangre india será un factor fundamental, porque hasta el momento en que necesita hacer uso de esos conocimientos, admite haberlos menospreciado frente a las costumbres que provenían de España.

   Una vez que Miguel ha asumido su condición intermedia está listo para convertirse en el puente de unión entre ambos mundos. Para conseguirlo Miguel, eterno escribano, acepta el trabajo de traducir los ancestrales conocimientos de los indios a la lengua española. Pocos cristianos podrían haber hecho ese trabajo sin considerarlo pecaminoso, pero Miguel se da cuenta de que es posible conciliar ambos mundos: «aquellos relatos me recordaban las creencias de las gentes de mi madre […] y yo no he encontrado en ellas nada diabólico ni pecaminoso». Tanta importancia tiene este proceso de maduración que Miguel conoce el amor, y en ese mismo momento ya está preparado para repetir los pasos de su padre. Su deseo truncado es el de poner fin a sus aventuras y vivir apaciblemente junto a los indios, con su vida sencilla y sus costumbres ancestrales.

   Relacionado con este mestizaje está también la mezcla de magia y realidad. No puede ser de otra manera, puesto que la magia entra en el libro a través del amuleto de oro que regala a Miguel su abuelo indio. Uno de los pasajes más hermosos del libro está lleno de esta magia, cuando el capitán del primer barco en el que Miguel viaja cree haber capturado una sirena que no es más que un león marino. Al final se verá obligado a admitir su error de una manera muy quijotesca: «No era una sirena. ¿No lo visteis? No era sino un encantamiento, un hechizo». Y es que La tierra del tiempo perdido es muy quijotesco en algunos momentos, e incluso no falta la discusión sobre las fantasías de los libros de caballerías y su censura.

   La avaricia vuelve a ser la gran protagonista del libro. Nada si nadie está a salvo de ella, ni el padrino de Miguel. Toda la mesura y discreción del padrino en la primera parte se convierte en ínfulas y soberbia en el momento en el que se le ofrece un cargo importante. Miguel presencia ese cambio atónito: «Yo me sentía bastante sorprendido de que mi padrino, un hombre que nunca había manifestado tales ambiciones mundanas, hubiese sufrido tal mudanza». La avaricia desmedida hace que Miguel se tope con los resultados más crueles de la guerra: pueblos incendiados, mujeres y niños sacrificados, cuerpos profanados. Y es que en esta novela se adelanta el gran mal de la tercera parte, los propios cristianos. Miguel se topa con un capitán que es sanguinario no sólo con los indios, sino también con los propios cristianos. La situación que se describe sobre Perú al final del libro es casi un preludio a Las lágrimas del sol: «enredado en una terrible contienda entre españoles, pero donde, antes de la conquista, regían la vida de todos los señores Incas, gobernando su inmenso imperio con grande orden y, como dicen, sin que el más pequeño de sus súbditos tuviese ocasión de carecer de los alimentos necesarios para mitigar el hambre».

   Sobre queda destacar uno de los aspectos más interesantes del libro, la grafomanía de Miguel. Si en un principio retoma la escritura abandonada al acabar la primera parte es por propia iniciativa, reconociendo que «escribir es labor muy gustosa». Más adelante la escritura tomará un valor prácticamente vital para Miguel. Luis Landero recuerda con sorpresa en Entrelíneas: El cuento o la vida que en Las mil y una noches narrar bien un cuento podía ser fundamental para que un rey te salvara la vida. Algo así ocurre en La tierra del tiempo perdido, que Miguel y sus compañeros salvan sus vidas gracias a sus narraciones escritas. La escritura deja de ser una labor gustosa para convertirse en una necesidad de vida o muerte. El pirata advierte a Miguel que «no hay escritura inocente. La más verdadera relación de sucesos lleva en sí el partido del escribano». La relación de Miguel tiene el valor del testimonio de una época, de las injusticias infligidas a un pueblo, representa un documento histórico que ofrece la visión de los vencidos.

   Aunque José María Merino completa algunos temas que había iniciado con El oro de los sueños, La tierra del tiempo perdido no aporta demasiado a la Trilogía del mestizaje, porque es más de lo mismo por momentos. Su lectura no es imprescindible para entender Las lágrimas del sol, aunque desde luego sí aporta una visión más global del proceso de maduración de Miguel. Es una pena que Merino no haya sabido dar más peso y solidez a un libro que, como su título, pudiera dar a entender que el lector se adentra en la tierra del tiempo perdido.

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