En 1944 el Ministerio de Instrucción Pública y Propaganda preparó una lista denominada «Los que tienen un don divino» con 1,041 artistas que podían ser útiles como propaganda nazi. Joseph Goebbels, ministro de propaganda nazi, había dicho en 1933: «Propaganda es una palabra muy difamada y a menudo mal entendida». La RAE, por su parte, la define como la «acción o efecto de dar a conocer algo con el fin de atraer adeptos o compradores». Independientemente de lo que pensara Goebbels, no se puede negar que la palabra «propaganda» hoy en día está llena de connotaciones negativas. Como si detrás de ella hubiera siempre una intención oculta o incluso maliciosa. Si se mezcla con el arte, que se suele considerar como algo grandioso, lo normal es pensar que este último se contamina, se envilece y se acaba convirtiendo en un elegante lavado de cerebro.
Pero ni este punto de vista es exacto ni siempre ha sido esa la opinión común. De hecho, la idea del artista como un rebelde antisistema es bastante reciente. Apenas tiene dos siglos. Nace con el Romanticismo y con la estética del arte por el arte que deriva, como no podía ser de otra forma, en las vanguardias y en el arte puro. El siglo XX sublima esta idea hasta convertirla casi en un dogma. Para Picasso el arte solo puede ser algo subversivo. Se descalifica rápidamente a los artistas que se amparan y defienden con su obra sistemas políticos. La sospecha de que tal o cual artista ha sido simpatizante de tal o cual régimen es suficiente para mandarlo directamente a los infiernos del arte.
Arno Breker es un artista paradigmático en este sentido. No es fácil poner en duda la calidad de su obra, pero al mismo tiempo tampoco lo es obviar su biografía. Si vemos sus esculturas sin saber nada de él las miraremos libres de prejuicios. Podrán parecernos mejores o peores, pero en cualquier caso las juzgaremos con valores estéticos y no ideológicos. En cambio, si sabemos que Breker no solo fue nazi sino que fue amigo íntimo de Hitler veremos su obra con otros ojos. Empezaremos a contemplar una posible relación entre su estética y el canon de belleza sustentado por la ideología nazi. Pero aún más. Breker tiene unos magníficos bustos de Jean Cocteau y de Salvador Dalí ‒que por cierto alabaron su arte‒, pero también tiene un busto de Hitler. Estéticamente son muy similares, pero es un busto de Hitler.
En un punto menos radical que la Alemania nazi se encuentra el EE.UU. de la Guerra Fría. A diferencia de la Bandera de Jasper Johns, si hay algo aparentemente poco sospechoso de ser propagandístico es el expresionismo abstracto nortenamericano. Sin embargo lo es. No es que los artistas promuevan valores estadounidenses en sus cuadros ni mucho menos. Quizá ni siquiera tengan ningún tipo de ideología. Pero este movimiento es el primero genuinamente estadounidense en arte abstracto e hizo que el país alcanzara el liderazgo en el terreno de la pintura. Y eso, en el fondo, también era luchar contra el comunismo soviético. Existen informes que demuestran que la CIA llegó a financiar el movimiento.
Pero, repito, no siempre ha sido así. La propaganda ha estado unida al arte durante miles de años. El arte egipcio se engendró para cantar las alabanzas de los líderes políticos, los faraones. El objetivo de los mármoles del Partenón era ensalzar las virtudes de los atenienses por encima de sus enemigos. La columna de Trajano era un monumento conmemorativo en honor al emperador y a su conquista de la Dacia. ¿Y qué decir de las obras creadas a partir del cristianismo? Nadie pone en duda la grandeza de estas obras por mucho que la propaganda enturbie su existencia.
¿Qué hacemos entonces? ¿Nos limitamos a descalificar al arte propagandístico del siglo XX? ¿Descartamos de un plumazo a Breker, a los artistas del expresionismo abstracto norteamericano y a todos aquellos que sean sospechosos de haber puesto su obra al servicio de cualquier tipo de ideología? ¿O reconocemos que la unión de arte y propaganda sí es lícita incluso después del Romanticismo? Ahora bien, admitir eso nos coloca en una difícil tesitura: ¿qué ocurre con la obra de Hubert Lanzinger que sí es una clarísima apología del nazismo? ¿Qué pasa cuando el arte hace apología de la violencia en cualquiera de sus formas? En principio diríamos que son reprobables o incluso que lo preferible es destruirlas, aunque no es tan sencillo como pudiera parecer. Pero esa es ya otra cuestión.
Siempre unas entradas/artículos de mucha altura.
No decaigan en su labor. Esta en concreto nos hace reflexionar.
Muchas gracias Fran. Quizá ha quedado algo incompleto al final porque lo dejo un poco abierto, pero pensé que me empezaba a andar por las ramas y prefiero dedicarle más adelante un artículo entero a los límites que no debería sobrepasar el arte.