No es que pretenda hacer un descargo de conciencia pero me resultaba imposible pasar por alto la revista Mercurio de este mes, estando como está dedicada a la enseñanza de la literatura. Después del batacazo que pegara en diciembre al publicar un monográfico sobre las primeras lecturas infantiles e hiciera un balance general positivo del estado de la cuestión, que por supuesto fue desmentido por el informe PISA, se lanza en un intento desesperado por mantener el tipo con un puñado de artículos que hacen el manido repaso de siempre sobre la enseñanza de la literatura, planteando los problemas y las soluciones que se han repetido hasta la saciedad. Que si el ser humano es perezoso por naturaleza, que si la cultura es exigente, que si dentro del conjunto de opciones de un joven tirará siempre hacia lo más fácil, que si la culpa es un poco de todos, no sólo de los políticos.
Uno de los grandes errores cometidos por el sistema educativo, una traba casi insalvable para la enseñanza de la literatura, es sin duda la unión de dos asignaturas relacionadas entre sí pero con la entidad suficiente como para permanecer separadas: lengua y literatura. Y puesto que donde antes había dos asignaturas ahora sólo hay una el tiempo que se dedicaba a ambas se ha visto considerablemente reducido. Un lugar común derivado de este problema es el de que los profesores dedican más tiempo a la enseñanza de la lengua que de la literatura, algo que, si bien es cierto, no es por gusto propio sino por necesidades de cumplir con los programas oficiales. Un profesor puede estar incapacitado para contestar a la dichosa pregunta que ¿y la sintaxis para qué sirve?, puede estar poco convencido de su utilidad, y sin embargo, está obligado a darle una mayor importancia a estos contenidos por encima de la literatura, no sólo por exigencias del currículo oficial, sino porque en cursos superiores al alumno se le van a exigir unos conocimientos sobre esa materia y obviarlo significaría crear lagunas infranqueables. Para que una revolución triunfe, si acaso debe haberla, no se ha de producir en aulas concretas sino en el propio sistema.
Otro problema que se percibe de forma muy clara es que a los profesores de lengua y literatura se les ha convertido en los grandes animadores de la lectura. Es evidente que para enseñar literatura ─y lengua─ hay que “entrenar” al alumno en la comprensión lectora, pero esta labor no es ni debe ser tarea exclusiva de los profesores de esta materia, porque las dificultades en la comprensión de textos se presentan en asignaturas tan dispares como las matemáticas o la física y química. Cuando se propone que el alumno lea una hora a la semana se le endosa la papeleta al profesor de lengua, robándole tiempo a su asignatura, cuando esta forma de fomentar la lectura debería producirse fuera del horario lectivo de cualquier materia. Y por supuesto, como el alumno no sabe leer bien la culpa es necesariamente del profesor de lengua, que no ha hecho el suficiente hincapié en la comprensión lectora. Repartamos responsabilidades y pongamos en claro qué es lo que se pretende con la enseñanza de la literatura: que el alumno conozca una serie de épocas, autores y obras o que lea ─o más bien aprenda a leer─. Mientras esto no esté claro se seguirán dando palos de ciego.
Una de las propuestas más interesantes ─de Amalia Vilches─ consiste en trabajar con relatos; aunque es en el fondo una herramienta sobradamente conocida, que no es ni mucho menos la panacea del fomento de la lectura, pero que tiene grandes ventajas frente a los textos largos porque permite leer obras completas, jugando además con elementos que pueden ser muy llamativos para los alumnos, como la originalidad o el sentido del humor. En este sentido recojo dos propuestas, dos recientes antologías aparecidas en 2006 que parecen tener muy buena pinta porque están dedicadas a padres, alumnos y profesores e incluyen actividades didácticas: Y se quedó en Al-Andalus (Arambel) y Qué me cuentas (Páginas de Espuma).
En definitiva, de poco sirve presentar un problema que es tan viejo como las reformas educativas si no se ofrecen medidas sólidas para tratar de paliarlo. Es demasiado inocente e idealista pensar que para enseñar literatura de forma fructífera basta con amar la materia que se transmite. Como decía al principio, no pretendo hacer un descargo de conciencia: el profesor tiene tanta culpa, ni más ni menos, como el resto de los componentes del sistema, pero en muchas ocasiones no pasa de ser un engranaje estancado en un mecanismo que no comprende o no comparte. Yo, por mi parte, me quedo con las palabras de José Ramón Ayllón en uno de los artículos, cuando dice que el famoso texto de Pérez Reverte, «Permitidme tutearos, imbéciles», insinúa que con Franco se leía mejor, «comparación odiosa donde las haya, sobre todo porque es la pura verdad».
Aquí hay dos factores que no se tienen en cuenta. El primero es la cada vez menor exigencia académica a los alumnos en todos los temas -sin hablar del desprestigio de la figura del maestro o educador-. El segundo es la diversificación de propuestas de ocio, que es una competencia difícil para la lectura -también para el teatro-.
Aunque soy un lector impenitente no estoy seguro de hasta que punto debe defenderse la lectura.
«El segundo es la diversificación de propuestas de ocio, que es una competencia difícil para la lectura»
Los debates sobre la lectura me entristecen. Los escritores, hasta mediados de este siglo, se lamentaban de los que leían mal, que eran muchos. Ahora directamente nos lamentamos de que no se lee.
Cuando el ocio mueve la econonmía, y cuando la economía necesita cada vez de mayor velocidad, los placeres difíciles o de introspección se van volviendo más elitistas. Ahora uno puede bajarse porno, comprar drogas, ir al cine a ver una matanza, escuchar un disco de reaggetón, emborracharse con los amigos y echar un polvo con una tía a poco que se esfuerce. Y el mismo día. En vidas así, ¿qué atractivos ejerce la lectura? La angustia existencial se pierde en lo cotidiano. La curiosidad por el mundo muere: ¡si ya lo conozco todo!, piensan. Luego crecen y cogen un trabajo. En vez de estar mantenidos por los padres, son ellos los que mantienen sus vicios.
Puede que en un futuro necesiten saber matemáticas; los ingenieros ganan mucha pasta. ¿Pero de qué vale la lectura? Los que se dedican a las letras son unos parias.
Antes la educación consistía en un proceso de 18 años. El ocio era la recompensa del adulto, su vicio. Los chavales, sencillamente, eran libres y jugaban. De vez en cuando, un libro caía en sus manos. La educación se centraba en eso.
Ahora el ocio, la diversión, el mundo… empiezan a los 11 años, o antes. Móviles, discotecas, escotes, drogas…
No saben ni quién son cuando cumplen los 18 años.
Personalmente prohibiría toda actividad de ocio hasta los 20 años. Prohibiría la publicidad de móviles dirigida a gente que no trabajase. Prohibiría, quizá, hasta la mera tenencia.
Me suelen llamar fascista cuando digo cosas como ésta.
Creo que quizá sea en parte cierto, pero el problema de leer o no es el problema del carácter que este modelo de viad nos forja: nulo y destructivo en muchísimos casos.
Me llaman fascista cuando digo: «Y toda esta gente que es violenta y egoísta, no sabe leer, y además consume drogas… ¿vota?»
Habría que inculcar el amor por los libros, por la vida, por el cariño… desde que nacemos. Y que estuviese todo claro.
No sé si llevará razón Pérez-reverte, Santino, pero a pesar de las bellas propuestas de tu blog… no puedo evitar un pesimismo contenido cuando observo hacia qué zonas nos dirigimos.
P.D: Cojonudo el chiste de Forges.
Aljandro,
Soy profesor de Lengua Castellana en un Colegio Público de Bogotá, Colombia. Desde hace algunos años me he estado preguntando ¿Qué significa enseñar literatura? Creo que lo que enseñamos principalmente (por lo menos en Colombia) es la historia de la literatura, la cual he experimentado como un conocimiento poco pertinente para mis estudiantes. He optado por no enseñar literatura. Me gustaría tu opinión al respecto.
Sin no hubiera aprendido literatura en el colegio, inclusive la historia de la literatura no hubiera reconocido a Joyce cuando llego a mis manos.