Sin destino de Imre Kertész

Sin destino de Imre Kertész

   La Segunda Guerra Mundial ha sido uno de los temas que más páginas ha levantado en la segunda mitad del siglo XX, no sólo en tratados científicos e históricos sino también, por supuesto, en novelas ─y se entiende perfectamente en un país en el que la guerra civil se ha convertido en eje central de muchos escritores─. Desde la obra clásica El diario de Ana Frank hasta la ya no menos conocida El niño del pijama de rayas, cada novela ha contribuido con distintos matices a un género que no sería el mismo sin las aportaciones de Imre Kertész en novelas como Sin destino o Liquidación, que suponen un testimonio de primera mano de alguien que fue sufrió la deportación y el confinamiento a campos de concentración en sus propias carnes.

   Pero aunque exista un cierto paralelismo entre el protagonista de Sin destino, György Köves, y su autor ─ambos estuvieron en los campos de Auschwitz y de Buchenwald─, no se puede afirmar que la novela sea un relato autobiográfico. Al comenzar el relato György tiene una forma de ser y una percepción de las cosas que recuerda en cierto modo al protagonista de El extranjero. La visión que tiene de los que le rodean aparece deformada bajo el peso de la ironía y tiende a aguzarse seleccionando un elemento del conjunto y exagerándolo. Así, la madre de su madrastra tiene una «cara huesuda, temblorosa y amarillenta»; la hermana de la madrastra «mofletes regordetes, mandíbula movediza y ojos húmedos»; del tío Lajos recuerda «dos manos rechazando cerdo» y del tío Vili una «cabeza calva y rosada»; la abuela ha quedado reducida a dos ojos «como insectos segregando líquidos» y el abuelo a una «minúscula cabeza de pájaro».

   A pesar de que van a llevarse a su padre a un campo de trabajos forzados su comportamiento es demasiado frío y egoísta: en varias ocasiones expresa su incomodidad ante el sufrimiento de su madrastra, que no puede evitar sollozar o llorar; e incluso llega a pensar que hubiese preferido que su padre ya no estuviera allí. El episodio de la despedida, del que apenas recuerda detalles, está descrito con el mayor desinterés, ya que el sentimiento más cercano al cariño que su padre despierta en él es la conmiseración, que le lleva a pensar después de abrazarle: «bueno, por lo menos se va con el recuerdo de un bonito día, el pobre».

   Tampoco es más favorable la impresión que causa el personaje cuando meses después de la marcha del padre ─y después de haber conocido el amor con una vecina─ es obligado a trabajar en una refinería de petróleo Shell en la isla de Csepel. Ni siquiera el permiso especial para atravesar la frontera de la aduana de que disponía evita que al poco tiempo sea confinado en una fábrica de ladrillos con todos sus compañeros y con multitud de judíos más. A los pocos días decide partir de forma voluntaria para trabajar en Alemania, con la ilusión de iniciar una nueva vida, de ver mundo e incluso de mejorar su situación. Es precisamente la ilusión y la alegría con que lo describe todo la nota predominante en aquellos primeros días, y ni siquiera el viaje en tren, hacinados en un minúsculo vagón como preludio de los horrores por acontecer, logra disipar esa alegría. El destino de ese tren no era más que Auschwitz.

   Y esta alegría es la nota predominante en sus primeros momentos en Auschwitz, que le llevan incluso a adoptar una actitud de desconfianza y sospecha ante los judíos que residían en el campo y de confianza ante la pulcritud y la belleza de los soldados alemanes. Sin embargo, desde el primer momento se viven escenas de una crudeza desoladora, rompiéndose familias enteras, separándose mujeres y hombres, para después ser examinados éstos últimos y clasificados en aptos y no aptos para el trabajo. György entra, junto con sus compañeros, en el grupo de los aptos, y posteriormente es conducido a otros barracones donde se desnuda, lo afeitan y se ducha. El primer golpe que le hace tomar conciencia de su situación real es la ropa de preso que se le entrega al salir de las duchas, aunque el golpe definitivo será cuando poco después ve a lo lejos a las mujeres también con las cabezas afeitadas. A partir de este momento comprende que no está de paso en el campo.

   Después se suceden una serie de descubrimientos que hacen que se golpee de bruces contra la realidad. La primera comida será bastante generosa en comparación con lo que más adelante tendrá que habituarse a comer: había un plato y una cuchara para cada dos personas, la sopa era incomestible ─algunos llegaron a tirarla, por ser la primera─, el pan parecía estar hecho de barro negro y al masticarlo crujían trocitos de paja y grano y la margarina se parecía a los cubitos de los juguetes de construcción. Pero lo peor fue saber que los compañeros del tren que no resultaron aptos para trabajar fueron conducidos a duchas en las que se expulsó un gas letal y que los cadáveres se quemaban en crematorios que funcionaban de forma constante por todas partes en el campo. Al fin y al cabo, Auschwitz se trataba de un campo de exterminio, muy distinto a los campos de trabajo en los que la vida es más fácil.

   Aunque en Auschwitz únicamente permaneció tres días el ritmo narrativo se hace tan lento que da la sensación de que transcurrieran años. Los días los describe como interminables, con dos paseos diarios la distribución de la comida, el recuento vespertino y para finalizar conversaciones con rumores y noticias y distracciones improvisadas como chistes o juegos. La nota característica de Auschwitz para György, por encima de los horrores, es la espera y el aburrimiento de la espera ─en el fondo la espera de que no pasara nada─. Después de Auschwitz es trasladado a Buchenwald, donde la vida es un poco más fácil porque a los presos se les trataba con un poco más de consideración. Por ese motivo, por comparación con Auschwitz, llega a encariñarse de Buchenwald. Sin embargo, allí sólo permanece otros tres días más para ser trasladado de forma definitiva a Zeitz.

   En Zeitz György experimenta una nueva forma de desconsuelo: es separado de todos sus amigos y compañeros por el capricho alfabético de los apellidos. A pesar de todo, guarda cierta esperanza bajo la expectativa de que Zeitz es un campo de concentración muy pequeño y pobre, provinciano podría decirse, que carece de crematorio. Allí conoce a un preso llamado Bandi Citrom, que le servirá de mentor y le irá enseñando algunas de las artimañas para hacer su vida más fácil en el campo de concentración. Partiendo de la idea de que «en ninguna otra circunstancia importa tanto llevar una vida ordenada, ejemplar y hasta virtuosa como estando preso», lo más importante a tener en cuenta era no abandonarse, lavarse, administrar la comida para tener siempre algo que llevarse a la boca y tratar de escabullirse del trabajo cuanto fuera posible. Pero existe una diferencia fundamental entre Zeitz y los anteriores campos de concentración: en Auschwitz y en Buchenwald había permanecido tres días respectivamente, mientras que Zeitz  era su destino definitivo, el lugar al que estaba condenado de por vida.

   Al ver a los presos más antiguos todos dudan si merece la pena el esfuerzo de sobrevivir ─Bandi Citrom observa que al contemplarlos se quitan las ganas de vivir─, ya que se describen como «cuervos frioleros». Gyórgy no será consciente al principio, pero la única forma de lograr la supervivencia pasa por convertirse en uno de esos «cuervos frioleros». Con una perspectiva de tiempo indefinido por delante no se siente capacitado para mantener esa ejemplaridad y se va abandonando: «Ya no trataba de mirar hacia delante pero sólo veía el día siguiente, y éste era como el anterior, exactamente igual, en caso ─por supuesto─ de que siguiera acompañándonos la suerte. Ya no tenía ganas ni fuerzas para nada; cada día me levantaba más cansado: cada día que pasaba soportaba peor el hambre; me movía con más y más dificultad; todo se me volvía una carga, incluso yo mismo». Ese proceso de abandono de uno mismo es un camino de fuera hacia dentro, lo que abandona en principio es todo lo relativo al cuerpo, por lo que éste se degrada rápidamente. A causa del envejecimiento prematuro ─del que se había percatado al encontrarse en el campo con algunos antiguos conocidos─ trata de evitar cualquier contacto con su cuerpo, que cada vez le parece más raro y extraño: «Ya no podía ni verlo sin tener una sensación de desequilibrio, de horror. Con el tiempo dejé de quitarme la ropa y luego dejé de lavarme». El único consuelo que le queda es la vida interior, la imaginación, que no puede encajonarse entre las paredes de una cárcel. No obstante, esa degradación acaba pasando del plano físico al psicológico y moral, lo que afecta a su amistad con Bandi Citrom.

   La enfermedad hace mella en él y es trasladado a un hospital donde encuentra algunos momentos de paz y tranquilidad. Como ha quedado incapacitado para trabajar es enviado de vuelta a Buchenwald, a donde llega con un hilo de vida pero con el deseo irrefrenable de seguir viviendo ─así se ha convertido en uno de esos cuervos frioleros que tanto había temido─. En Buchenwald es la enfermedad lo que posiblemente le salve la vida, ya que es enviado a un hospital en el que recibe un trato más humano, llegando a hacer algunas amistades, en especial dos enfermeros llamados Pietka y Bohús ─éste último le entrega comida todas las semanas─. Cuando Gyórgy experimenta una ligera mejoría, pudiendo levantarse y dar paseos, comienzan a escucharse rumores inquietantes y noticias confusas y se perciben cambios inminentes. Durante unos días el caos parece invadir el campo, con órdenes continuas dirigidas a los presos. Fuera del hospital se escuchan disparos como si se estuviera entablando un combate. Y al fin, una voz de mando ordena por los altavoces la retirada del territorio del campo de los soldados de las SS. Horas después una voz indicaba por los altavoces que los presos eran libres, aunque la alegría no fue completa hasta que se comunicó que habría sopa gulash para todos.

   Cuando regresa a su hogar descubre que todo ha cambiado: su padre ha muerto en Mauthausen, su madrastra se ha casado con el antiguo administrador de la familia y su madre continúa viva, buscándole. El cierre de la obra es confuso y contradictorio, porque Gyórgy escucha como todos hablan a su alrededor de los horrores de los campos de exterminio sin haber tenido la experiencia de haber estado en ellos. Él no está completamente de acuerdo con ese horror; también siente una cierta nostalgia por aquellos a quienes trató ─Bandi Citrom, Pietka, Bohús─ y por la felicidad que allí experimentó, porque, en definitiva, fue esa felicidad al fin y al cabo lo que le había mantenido con vida, lo que ahora hacía que estuviera en Budapest recordando y reflexionando sobre su destino.

   Este es un libro viajero

Comentarios

comentarios