Leandro Fernández de Moratín representó en las tablas la correctísima e ilustradísima obra El sí de las niñas en 1806, un año antes de que Goethe escribiera su Fausto. Dos de las obras más representativas del realismo y del simbolismo fueron escritas en 1957: Madame Bovary de Flaubert y Las flores del mal de Baudelaire. El modernismo comienza cuando Rubén Darío publica en 1888 Azul, aunque un año antes Benito Pérez Galdós escribe la gran obra realista Fortunata y Jacinta, y dos años antes Émile Zola había escrito Germinal, su gran obra naturalista. En el 96 el modernismo estalla en toda su cursilería con Prosas profanas, un año antes de que Mallarmé escriba Un lance de dados no suprimirá el azar, la obra de la que beberán todas las vanguardias de principios de siglo. Un año después, en 1898, Vicente Blasco Ibáñez se empeñará en escribir el realismo costumbrista de La barraca. Un acontecimiento lleno de polémica fue la entrega del Premio Nobel de Literatura a José Echegaray en 1904. Al año siguiente se funda formalmente el cubismo. No hay que perder de vista que los movimientos artísticos no son entidades que permanezcan en compartimentos estancos, aisladas unas de otras. Cada movimiento artístico es la respuesta a un conglomerado de circunstancias (históricas, sociales, políticas, económicas, etc.) que cristaliza en una serie de obras a través de determinados individuos ―en los que se mezcla genialidad y herencia histórica―. En el paso de un movimiento a otro se dan una serie de complejos mecanismos, evoluciones, pasos intermedios, trasvases, oposiciones y maduraciones. La existencia de precursores y de epígonos es una consecuencia lógica, lo que en la práctica se traduce en que unos movimientos se pisen con otros.
Rafael Reig ofrece precisamente en Manual de literatura para caníbales el punto de vista de los epígonos. A través de un personalísimo recorrido de dos siglos por la Historia de la Literatura Reig describirá los continuos fracasos literarios de los miembros de la familia Belinchón, que siempre se mantendrán un paso por detrás de las tendencias vigentes: cuando triunfe el modernismo se empeñarán en ser neoclásicos, románticos cuando lo que se lleve sea el realismo, realistas en plena generación del 98, noventayochistas en las vanguardias o vanguardistas cuando lo que domine sea el realismo social de posguerra. Los Belinchones, quizá cegados por sus ansias de triunfar o quizá condenados por una maldición al fracaso, son incapaces de adaptarse a las modas del momento, lo que produce la burla y el desprecio de sus congéneres literarios y los aboca desde una vocación escritora al más absoluto desprecio por las letras.
En Manual de literatura para caníbales Reig juega con la ficción y la realidad. En esta ocasión fácilmente se puede afirmar que la ficción supera a la realidad: los acontecimientos reales más rocambolescos protagonizados por escritores se presentan con naturalidad, haciendo incluso que las desproporcionadas invenciones de Reig pasen desapercibidas. En la Introducción se parte de un planteamiento inicial que tiende a la seriedad y a la sistematicidad de un manual de Historia de la Literatura al uso, con todas sus partes, sus temas, sus epígrafes e incluso sus apartados finales con ejercicios prácticos y recomendaciones bibliográficas. Se trata en realidad una parodia de los manuales: bajo esa estructura cerrada se descubre una novela, con la única salvedad de que sus personajes, al ser escritores de renombre, tienen esa mezcla de ficción y de realidad. Entre burlas y veras se van ensartando anécdotas que hacen las delicias del lector.
El curioso destinatario de este manual, planteado como un «resumen divulgativo del panorama histórico de la literatura canibal entre 1808 y 2008», pone sobre la pista de la peculiar visión de la literatura que se ofrece en el libro. Para Reig novelistas y poetas son siempre caníbales, porque «se devoran unos a otros» y porque «en general, no leen los libros: se los comen». Más adelante dirá: «La Historia de la Literatura no es más que un bestiario, un recuento de animales feroces que se devoran unos a otros». Sólo así se explica que cada movimiento se identifique con un animal, según sea su actitud y su manera de trabajar, que aniquila y devora al anterior. Los ornitorrincos simbolizan a los románticos, por ser algo nunca visto, completamente distinto a todo lo anterior, por iniciar la modernidad. Los paquidermos realistas, con su lenta masticación del mundo, fueron pisando con facilidad a los ornitorrincos. Los albatros del modernismo ―en honor al genial poema de Baudelaire― sobrevolaban las manadas de paquidermos y les arrancaban trozos de carne a picotazos. Las termitas del 98, con su trabajo silencioso y conjunto, fueron masticando todo lo anterior para aposentarse del trono de la literatura. Los alciones del 27, bajo el mando de Ortega y Gasset, digirieron todo lo anterior ―desde Góngora a Juan Ramón Jiménez―. Tras la guerra civil en el panorama español sólo quedaron aves de rapiña, cernícalos a las órdenes del régimen y águilas indomables pero ocultas. Poco podían hacer estas aves contra las anacondas del boom hispanoamericano, con ese abrazo que lo trituraba todo, sin ningún depredador posible. Así es como Rafael Reig elabora este manual para caníbales.
Por encima de estas similitudes literarias, Reig hace planteamientos sólidos y serios para explicar el paso de un movimiento a otro. Con el paso del tiempo el Romanticismo se había gastado, se había convertido en un lenguaje cerrado en el que sólo se permitía un puñado de temas y un uso de palabras muy concreto, alejado por completo de los usos corrientes. Por otra parte, con la renovación burguesa del siglo XIX se replantea el papel del escritor en la sociedad y el escritor pasa de ser un «bufón» o un «adorno» a salir del circuito social, lo que obliga a los escritores a defender el arte por el arte: «un poeta romántico podía luchar por la libertad de los pueblos oprimidos, como Byron o Espronceda, y hasta hacerse diputado si le daba la gana. El poeta modernista, en cambio, será un cero a la izquierda, una criatura de otro universo, un exiliado entre los hombres, incomprendido, objeto de burlas, incapaz para la vida práctica, igual que el albatros en tierra». La vida bohemia se explica como un intento por ofrecer, además del poema, la propia carne y sangre, de inmolarse a sí mismo, con la excentricidad, las drogas, el alcohol, la mendicidad, etc.
Para explicar el paso al arte moderno deshumanizado del que hablaba Ortega Reig hace referencia a Pierre Bourdieu y su libro El sentido práctico, en el que desarrolla el concepto del capital simbólico. Esto es lo que permite entender que el valor de una obra no dependa de su valor real sino de la percepción que se tenga y del consenso social al que se haya llegado. Se trata de un concepto fundamental para comprender y explicar la fijación del canon literario moderno. Con mucha gracia dice uno de los personajes que representan el poder fáctico a la sombra: «¿Usted cree que alguien distingue un Picasso de los garabatos de mi sobrina de cinco años? Por supuesto que no, pero eso da lo mismo. Hay unos mandarines, que sancionan a Picasso como valioso y a mi sobrina, en cambio, no. Y eso nos conviene a todos. ¿Por qué? Mire usted, ayer adquirí diez Picassos. Son diez churros, Ortega, se lo garantizo, pero ¿sabe usted lo que pueden valer dentro de cincuenta años?».
Para entender esta oscilación de movimientos basta explicar la Historia de la Literatura como la doble opción entre ars, res, docere por una parte, e ingenium, verba, delectare por otra. Es el enfrentamiento que provoca simbólicamente en el último capítulo la guerra civil literaria, conocida como guerra de las “Dos Marías”, por ser los representantes de cada bando Fernando Marías y Javier Marías. El primero ―con la bandera de la república― defiende una literatura de argumento dirigida al gran público; el segundo, como representante de la monarquía, partidario del vanguardismo y de la inmensa minoría. El resultado de la contienda será tan devastador que el editor de turno sentenciará con rotundidad: «La literatura es demasiado importante como para dejarla en manos de escritores». A partir de ese momento la literatura se transforma en un producto, el resultado de una cadena de montaje en la que cada escritor se ha especializado en un aspecto concreto.
La nota más característica del libro es su humor irreverente y desmitificador. Reig apenas deja títere con cabeza en el panorama literario, aunque los hay que salen mejor y peor parados. Se ensaña especialmente con Zorrilla, con Ortega y Gasset, con Azorín, con Camilo José Cela y con Javier Marías, escritores que aparecen llenos de envidia y de soberbia, dispuestos a conseguir el éxito a cualquier precio. Aunque las descripciones que hace de Zorrilla y de Ortega y Gasset caen demasiado en lo caricaturesco, no puedo dejar de mencionar la caracterización ―bastante acertada― que hace de Azorín y de Cela con un par de pinceladas. De Azorín dice lo siguiente:
«Azorín había tomado en secreto otra decisión más importante aún: escribir siempre igual, siempre, siempre, siempre, tratara de lo que tratara […] aquel tic, aquella monomanía, esa martingala, acabaría convertida en lo que no habría más remedio que calificar como “un personalísimo estilo” […] A partir de entonces todo lo repite tres veces con distintas palabras y comienza a utilizar expresiones indescifrables, que él llama “terruñeras”. Dice sin parar cosas como “artesa”, “heñir”, “chotacabras” o “lamelibranquio”. Nadie sabe nunca a qué narices se refiere. Sus amigos ya casi no le soportan».
En cambio, a Cela lo describe de esta manera:
«Tenía un humor bronco y cuartelero, decía tcaos, se tiraba pedos, se reía de los paralíticos y de los lisiados, se comía doce huevos seguidos, se iba de putas para ahorrar dinero, porque aseguraba entre risotadas que, echando cuentas, eran las mujeres que salían más baratas, y hablaba sin parar de caca, culo, pedo, pis, del cipote de Archidona y de izas, rabizas y colipoterras. Insultaba a quien se le pusiera por delante, pero, como buen “lejía”, sentía un respeto reverencial por las instituciones y abstracciones: incluso ya de anciano, cuando se hablaba del rey, de la Constitución o del Nobel, se cuadraba con la misma emoción marcial que un legionario al que le mencionan su patria, su santa madre o la Virgen María».
Otros escritores que no se salvan de la quema son Espronceda, Bécquer ―«no se lean las Leyendas, si ya se ha hecho la primera comunión»―, Rubén Darío―eternamente borracho y mujeriego―, Amado Nervo ―el poeta más cursi de todos―, Valle-Inclán ―”feo, católico y sentimental” como su alter ego el marqués de Bradomín― Federico García Lorca ―con su necesidad constante de ser el centro de atención― o Juan Goytisolo. Aunque a veces cae en el insulto fácil, el que hace referencia directa y explícita a defectos físicos, Reig , como experto que es en «exclamaciones rotundas o insultos contundentes», hace descripciones llenas de una ironía hilarante, que sólo en muy pocas ocasiones resulta abusiva.
Aparte de los silencios significativos ―¿por qué no se dice nada de Juan Ramón Jiménez o de Rafael Alberti?―, Reig demuestra tener predilección por los narradores del boom, que son los que salen mejor parados, con la excepción de Carlos Fuentes. El más admirado de todos ellos es Gabriel García Márquez, hasta tal punto que Manual de literatura para caníbales puede entenderse como un homenaje al autor colombiano. Tras una aparición a lo Enoch Soames de Max Beerbohm, que también tiene mucho de doble borgiano anunciando el futuro, Reig hace un paralelismo constante con Cien años de Soledad. La historia de la familia Belinchón se perfila de alguna manera a la sombra de los Buendía: aparece Melquíades que entrega un manuscrito insoluble que va pasando de padres a hijos, hasta que finalmente nace el niño con la cola de cerdo, momento en el que el manuscrito se descifra y se da fin a la obra y a la familia.
Con esta novela Rafael Reig ofrece una visión de la Historia de la Literatura que tiene mucho de ajuste de cuentas, desde un punto de vista irreverente y desmitificador. Los guiños y las referencias constantes, el sentido del humor entre irónico y sarcástico, convierten Manual de literatura para caníbales en un hito imprescindible para cualquier lector con apetencias medianamente clásicas. El único fallo que comete Rafael Reig es el de no saber mantener el tono a lo largo de toda la novela: los momentos francamente hilarantes se entremezclan con otros intrascendentales que aportan muy poco y que hacen la lectura más lenta. Fallos que se perdonan a la vista de fragmentos que deslumbran gracias al despiadado y descarnado canibalismo de su pluma.
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