El Evangelio según Jesucristo de José Saramago

El Evangelio según Jesucristo de José Saramago

   Sin necesidad de hacer un recuento textual es evidente que Jesucristo es uno de los temas que más páginas ha generado en la historia de la Humanidad. Se podría pensar que todo o casi todo se ha dicho ya, lo que hace que ser original en esta cuestión sea un verdadero reto para un escritor. Después de la escandalosa visión que ofrece Nikos Kazantzakis en 1951 en La última tentación de Cristo ―definitivamente popularizada por el filme de Martin Scorsese― parecía aún más difícil polemizar sin caer rotundamente en el mal gusto. En 1991 José Saramago había asumido este riesgo y estaba listo para sacar al mercado su propia versión de los hechos, El Evangelio según Jesucristo. La diferencia entre la novela de Kazantzakis y la de Saramago es tanta como la que hay entre una reescritura y una relectura. El escritor griego monta su historia prácticamente desde la nada, mientras que el portugués parte de una versión muy cercana a los evangelios canónicos para aportar su  rompedor punto de vista en detalles específicos pero fundamentales sobre la vida de Jesús. Es difícil juzgar cuál de los dos tratamientos es más polémico.

   Lo que interesa a Saramago es el componente humano que hay detrás de la historia y de la vida de Jesús. Con este punto de partida se entiende por qué en el conjunto de la novela dedica más espacio a completar precisamente los huecos que los cuatro Evangelios habían dejado: se centra fundamentalmente en los momentos previos al nacimiento de Jesús y en todas sus vivencias hasta que se produce la anunciación de que es el Hijo de Dios. A Saramago le interesa menos el lado divino que el humano, e incluso una vez que ha sido proclamado como Hijo de Dios es la humanidad del personaje lo que llama la atención, un rasgo que le lleva incluso al extremo de oponerse a su Padre.

   José, el otro padre de Jesús, no es sólo un postizo que hace las veces de padre mientras que Dios no se hace cargo de su Hijo. Su condición de padre, absolutamente negada en el Nuevo Testamento, se pone en duda varias veces a lo largo de la novela. Parece que en la concepción de María ni siquiera Dios tiene la certeza absoluta de ser el padre de Jesús. Ya, al empezar el libro, se describe una polémica relación sexual entre José y María, lo que pone en duda la virginidad de la Virgen y supone una versión que indudablemente está más apegada a la realidad. También Jesús reconocerá en varios momentos una doble paternidad: no parece dispuesto a rechazar completamente a José como su padre. Además, existe una especie de tiempo cíclico ―un paganismo que va contra el tiempo lineal cristiano― que reafirma la idea de la paternidad de José, una tendencia a que, de alguna manera, lo vivido por José se repita en Jesús.

   El papel de José es fundamental en la historia. Su drama arranca en Belén, cuando escucha a dos soldados planeando el asesinato de todos los bebés del pueblo, a causa del temor de Herodes a ser destronado. José, en lugar de avisar en Belén de lo que iba a ocurrir, huye a la cueva donde estaban María y Jesús recién nacido, para ocultarse de la masacre. El horror y la culpa de las muertes de esos niños atormentarán a José el resto de su vida, a través de violentas pesadillas en las que él mismo viaja a Belén con soldados romanos para matar a su hijo Jesús. Un ángel hablará con María sobre la actuación de José y pondrá de manifiesto, con escalofriantes palabras, la culpabilidad de su marido: «no hay perdón para este crimen, antes sería perdonado Herodes que tu marido, antes se perdonará a un traidor que a un renegado». Lo más sorprendente, más incluso que este crimen se haya cometido a causa de una fatalidad impuesta por Dios ―que así lo quiso―, es que Jesús herede la culpa del padre, que el ángel diga que «la sombra de la culpa de José oscurece ya la frente de tu hijo».

   Quizá si José hubiera escuchado las palabras del ángel, si hubiera sabido que no había redención posible, que hiciera lo que hiciera tendría que cargar el resto de su vida con la culpa de Belén, no habría ido al pueblo de al lado en busca de su vecino Ananías, herido como rebelde del pueblo judío contra los romanos, para traerlo de vuelta a casa. Allí cree encontrar esa redención inexistente, pero una vez más pierde la oportunidad de salvar a un joven herido cuando descubre que le han robado el burro y que no es posible volver a casa. La muerte de José es como una especie de ironía dramática que pone de manifiesto la relación paterno-filial entre José y Jesús y señala el tiempo cíclico que romperá Jesús con su linealidad. José muere crucificado, a los treinta y tres años, acusado de ser un rebelde judío que lucha contra el pueblo romano sin que esta acusación sea cierta. Años más tarde Jesús morirá en las mismas circunstancias.

   Hay otro elemento que puede llevar a pensar en la relación de José y Jesús como en la de un padre y un hijo. El ángel había dicho a María que los hijos heredan las culpas y los pecados de los padres, algo que se cumple a la muerte de José. Jesús comienza a tener violentas pesadillas en las que su padre viene a Belén con soldados romanos para asesinarle. Después de que María confiese a Jesús el verdadero origen de esas pesadillas y de que el niño sea conocedor de la culpa de su padre decide marcharse de casa, dando comienzo a la peregrinación que convertirá a Jesús en el Hijo de Dios.

   Después de visitar Belén, lugar donde dio comienzo la tragedia, Jesús pasa a trabajar en el rebaño de un extraño pastor, un ser que parece en un primer momento un ángel y que más tarde se muestra como el Diablo. Este individuo, conocido como Pastor, después de haber pedido a Jesús que lleve el rebaño a pastar diciéndole que es lo más importante que hará en su vida, pone el dedo en la llaga sobre la que quizá sea la cuestión fundamental del libro. Pastor dice a Jesús: «no me gustaría verme en la piel de un dios que al mismo tiempo guía la mano del puñal asesino y ofrece el cuello que va a ser cortado». Pastor introduce la duda en Jesús en lo que respecta al precepto judío de sacrificar un cordero para la Pascua. Para Jesús resulta inexplicable que «Dios se sienta feliz en esta carnicería, siendo, como dicen que es, padre común de los hombres y de las bestias». Más adelante, cuando Jesús se encuentre con Dios por primera vez, se verá obligado a sacrificar ese mismo cordero que años atrás había salvado, y será con la sangre de ese sacrificio con lo que se firme la alianza entre Padre e Hijo. El pago que exige Dios sólo puede sellarse con sangre.

   En su revelación final Jesús mantiene durante cuarenta días una conversación con Dios y con el Diablo. Es en ese momento cuando le será descubierto cuál es el propósito de su vida y qué se espera de él como Hijo de Dios. Lo que Dios pretende es ampliar su campo de influencia, que no sea sólo una raza, la judía, la que crea en Él, sino el mundo entero. Razones poco claras le llevan a declarar que él mismo no puede llevar a cabo esa misión, a pesar de su poder ilimitado, sino que necesita una ayuda en la tierra. El papel que va a jugar Jesús en los planes divinos es el mártir, sacrificado brutalmente por la causa divina. Jesús, atónito, pide explicaciones a Dios sobre el futuro y durante varias páginas, la divinidad hace una enumeración de los mártires más importantes de la Iglesia cristiana y su violenta aniquilación. Jesús se da por fin cuenta que las muertes de los niños de Belén fueron, no porque José no hizo nada, y ni siquiera porque Dios no hiciera nada, sino porque así lo quiso el Padre. El sacrificio humano que exigía el plan divino era desorbitado, sobre todo para que cayera sobre los hombros de su sola persona, ya que Dios demuestra no tener el menor atisbo de culpabilidad. Jesús trata de romper su alianza con Dios, trata de elegir a José como padre, de vivir como un hombre cualquiera; sin embargo, ya se ha convertido en el cordero de Dios y los designios divinos son inapelables. El sacrificio exigido por Dios va más allá de la vida de su Hijo: «se edificará la asamblea de que te he hablado, pero sus cimientos, para quedar bien firmes, tendrán que ser excavados en la carne, y estar compuestos de un cemento de renuncias, lágrimas, dolores, torturas, de todas las muertes imaginables hoy y otras que sólo en el futuro serán conocidas».

   El Diablo está presente en esta conversación, junto a Dios, como dos viejos amigos conocidos. Lo cierto es que la postura que toma el Diablo en toda la novela es bastante ambigua. Uno junto a otro, en la barca, frente a Jesús, parecían casi gemelos, salvo por las barbas de Dios y porque el Diablo parecía más joven. Este parecido casi idéntico nos lleva a pensar en las dos caras de una misma moneda, en el Bien y en el Mal, en la necesidad de que exista uno para que el otro pueda existir. Al Diablo también le interesa que Jesús sacrifique su vida por Dios porque al propagar la religión también estará propagando al mismo tiempo su poder. Pero un giro sorprendente ilumina el personaje diabólico: se muestra arrepentido ante Dios y le pide que le perdone para evitar el sacrificio de Jesús, de todos los mártires y, en definitiva, para que se acabe el Mal en el mundo. No queda del todo claro si este arrepentimiento es sincero o si es una jugarreta para acabar con Dios, que se niega a volver a aceptar al ángel caído con las siguientes palabras: «este Bien que yo soy no existiría sin ese Mal que tú eres, un Bien que tuviese que existir sin ti sería inconcebible […] si tú acabas, yo acabo, para que yo sea el Bien, es necesario que tú sigas siendo el Mal, si el Diablo no vive como Diablo, Dios no vive como Dios, la muerte del uno sería la muerte del otro». Esta sorprendente respuesta lleva necesariamente al lector a colocar a Dios y al Diablo en el mismo plano, y plantea el silogismo de una existencia previa a la presente en la que el Diablo fuese uno de los ángeles favoritos de Dios.

   Sea como fuere, Jesús no tiene otra opción más que seguir al pie de la letra el mandato divino. Aunque en principio acaba aceptando las órdenes del Padre, porque es evidente que no le queda más remedio, tras la muerte de Lázaro ―a quien no resucita por expreso deseo de María Magdalena― se da cuenta de lo vano que son sus milagros, un simple aplazamiento de la decadencia inevitable, del dolor irremediable. Aunque todavía más pesa en su conciencia la muerte de Juan el Bautista, el primero de todos los que habrán de morir por su causa. Después de explicar a los doce cuáles son los designios divinos y el final atroz que espera a cada uno de ellos decide hacer un último intento de oponerse a Dios. Con la ayuda de Judas Iscariote, el único discípulo que se ofrece a entregarlo ―como ocurre en «Tres versiones de Judas» de Borges el apostol es también un mártir―, Jesús se presenta ante los romanos no como el Hijo de Dios sino como el Hijo del Hombre y como Rey de los Judíos. Y como tal es crucificado.

   Sin embargo, al intentar oponerse a Dios lo que está haciendo es en realidad cumplir su proyecto. La trágica muerte de Jesús, crucificado como Rey de los Judíos, es precisamente el detonante que Dios quería para que el cristianismo se extendiera por el mundo entero. Jesús, antes de morir, se da cuenta de lo inútil que han sido sus esfuerzos: «entonces comprendió Jesús que vino traído al engaño como se lleva al cordero al sacrificio, que su vida fue trazada desde los principios para morir así». A la vista de esta nueva interpretación de la vida de Jesús Saramago se permite alterar las conocidas últimas palabras del mártir, que en este caso gritará al cielo: «Hombres, perdonadle, porque él no sabe lo que hizo».

   Mención aparte merece la relación de Jesús con María Magdalena. Él llega a la casa de ella como un joven confuso y desamparado que no tiene dónde ir. Dios se le ha aparecido y le ha revelado que tiene designios reservados para su persona. Nadie cree al joven Jesús, su familia le ha dado la espalda, y sólo encuentra refugio en esa antigua prostituta que le ha jurado amor eterno, que le ha garantizado que le seguirá al fin del mundo y vaya donde vaya, que le ha afirmado que cree en su palabra, que sabe que realmente ha visto a Dios. Jesús conoce con María Magdalena los placeres de la carne, y es justo que así sea, porque al fin y al cabo el nazareno, por mucho Hijo de Dios que sea, es un hombre, y como tal debe estar sometido al pecado y a la carne. María renuncia a su condición de prostituta y se entrega completamente a Jesús, a partir de ese momento vivirán como marido y mujer, sin llegar a serlo nunca. María Magdalena es la única persona a la que Jesús le cuenta absolutamente todo, tanto que le conoce mejor de lo que él se conoce a sí mismo.

   La visión de Saramago, polémica por lo que tiene de desmitificadora ―no faltará quien la tache de sacrílega o de blasfema―, es independiente de la fe que cada uno tenga. Es un complemento necesario a los Evangelios canónicos, porque es difícil concebir la fe sin ningún atisbo de duda. Si incluso Jesús manifiesta duda en el Nuevo Testamento, si antes de morir dijo aquella frase de «¡Dios mío!, ¡Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?», ¿qué derecho tiene el creyente a demostrar una fe inquebrantable? Que sirva el libro de Saramago como fisura necesaria para el que cree y como documento que demuestra la humanidad y la bondad de Jesús para el que no cree.

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