Con esta novela José María Merino cierra las Crónicas mestizas, una trilogía que se compone además de El oro de los sueños y de La tierra del tiempo perdido. Las lágrimas del sol es una obra que consigue dar coherencia y unidad a todo el conjunto, a través de una progresión temática que gravita permanentemente en torno a la implacable avaricia y a sus distintas variantes. E invariablemente el resultado de esa avaricia es una concepción hobbesiana del hombre, como lobo para el propio hombre. El contexto histórico de la novela, del ciclo completo, es la conquista y colonización de las Américas, y sin embargo no puede ser más actual, de universal que es la maldad humana nacida de la codicia.
A lo largo del libro Miguel, su joven protagonista, tiene que enfrentarse a ese paisaje devastado por la codicia del oro. Esta es la descripción que hace un fraile del Perú del momento: «Por encontrar esos tesoros escondidos que decís se torturó sin piedad a centenares de pobres indios y se quemó a muchos vivos. Esas pesquisas llevan siempre consigo muerte de personas, profanación de tumbas y destrucción de viviendas». Más adelante Miguel tendrá la oportunidad de ver con sus propios ojos que las palabras del fraile quedaron escasas para tanta crueldad humana. No es simplemente el deseo del oro lo que hace que soldados cristianos torturen y asesinen a mujeres o a niños indefensos. Es como si hubieran entrado en una espiral de violencia que no tuviera salida: matar por matar, con placer de ver el sufrimiento, que es algo que también se había visto en algún capitán cristiano de La tierra del tiempo perdido.
La violencia ha ido evolucionando a lo largo de la trilogía. En El oro de los sueños el enfrentamiento se producía entre unos soldados cristianos sedientos de oro y unas tribus de indios ya no tan inocentes, de vuelta de la “civilización” europea. La tierra del tiempo perdido sirvió a Merino para centrar la violencia en los ejércitos cristianos. En Las lágrimas del sol los indios casi pasan a un segundo plano, su tiempo ya ha pasado y son masacrados. Es decir, la batalla, curiosamente, no se produce entre cristianos e indios, sino entre cristianos y cristianos ―los indios incluso puede llegar a aliarse con cristianos contra otros cristianos―. La primera parte de Las lágrimas del sol, titulada «La guerra entre hermanos», está precisamente elaborada para mostrar la barbarie de la supuesta civilización cristiana. Es imposible dejar de hacer la referencia cainita a un pasado desgraciadamente nada lejano.
Tal vez sea la contemplación de toda esa barbarie, pero lo cierto es que todas aquellas ansias de aventuras que tenía Miguel, todo el entusiasmo que mostraba al comenzar los dos libros anteriores, se ha tornado en apatía y en cierto desengaño. Nada más empezar Las lágrimas del sol Miguel está tratando de volver definitivamente a su tierra para despedirse para siempre de las aventuras. En sus deseos de volver llega incluso a soñar que está de vuelta y el sentimiento que le produce este sueño es absolutamente contradictorio: «¡y qué profundo alivio sentía de verme allí, y a la vez una gran decepción al pensar que aquella era la realidad, y mis viajes y aventuras sólo el producto de un sueño!». Es precisamente nostalgia de aventuras lo que siente cuando ve aparecer el barco en que llegan doña Ana de Valera y Gil. Las aventuras que doña Ana propone a Miguel son una especie de fatalidad a la que se ve casi arrojado a causa de su sangre española, a causa de ser hijo del sol.
Este contradictorio deseo de permanecer y de viajar, que no es sino una confirmación de su mestizaje, y al cabo, una derivación lógica de su maduración. Al empezar El oro de los sueños Miguel era un niño, pero en el final de Las lágrimas del sol Miguel ha entrado por derecho propio en el mundo de los adultos. No podía ser de otra manera después de tanto dolor y tanto sufrimiento, visto y vivido en sus propias carnes. El punto de inflexión que hace que Miguel abandone definitivamente la infancia es sin duda la muerte de su padrino. A pesar de lo cerca que Miguel había estado de la muerte en todas sus aventuras anteriores, no es hasta la muerte del padrino que experimenta la ausencia como dolor palpable: «no se trataba solamente de un sentimiento, sino de una sutil modificación en mi modo de entender las cosas del mundo, como la sustancia del tiempo, y una conciencia antes desconocida de que la vida se desarrolla entre una sucesión de pérdidas irreparables». Un poco más adelante se dará cuenta de haber perdido el consuelo de la inocencia y verá ese paso a la edad adulta como la cura de una herida dolorosa.
Ya en el territorio de los adultos Miguel tendrá que admitir que de alguna manera también ha gravitado en torno a la avaricia del oro. La búsqueda del tesoro de los Incas es una especie de entrega a esa avaricia, como finalmente reconoce a Lucía. Porque, al fin y al cabo, la sangre española también corre por las venas de Miguel. Su naturaleza india se manifiesta haciéndole repudiar las riquezas, mostrándole claramente que detrás del oro se encuentran lágrimas del sol, pero existe una fatalidad, hija de la sangre cristiana, que le lleva irremediablemente al oro, muy a su pesar ―«estábamos condenados a encontrar la gruta y el tesoro que contenía, con la fuerza irresistible que determina el cumplimiento de los destinos»―.
El acto de escribir, como en los dos libros anteriores, tiene un valor fundamental dentro del libro. Al hablar de La tierra del tiempo perdido ya hice referencia a la escritura salvadora, puesta de manifiesto por Luis Landero en Entrelíneas: El cuento o la vida al hablar de Las mil y una noches. En este caso no es un pirata el que decide salvar la vida de Miguel, pero igualmente se ve obligado a escribir su testimonio de los hechos vividos para demostrar su inocencia. De esta manera, Las lágrimas del sol se plantea como una especie de confesión o declaración exculpatoria, un evidente guiño al Lazarillo de Tormes. La importancia de la escritura reside en su carácter de fijar para siempre la contingencia de los hechos que pasan y se olvidan, como si todo muriera menos lo que queda por escrito.
La escritura es necesaria, no sólo para que el propio Miguel viva, congelado como personaje eternamente en las páginas de Merino, sino para que el testimonio de su época, que en el fondo lo es de todas las épocas, se mantenga siempre vivo en la memoria de los hombres, quizá con la esperanza de que en un futuro el hombre haga las cosas mejor. En palabras de Miguel, «los sucesos se van perdiendo conforme los hombres los viven, pero cuando se conservan por escrito su memoria veraz, adquieren un vigor nuevo y, carentes ya de sangre y de pasiones, se hacen, sin embargo, imperedeceros».
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