El último encuentro de Sándor Márai

El último encuentro de Sándor Márai

   Que Sándor Márai sea un maestro en la contención narrativa se demuestra a la postre en la estructura dosificada de obras como El último encuentro. La información se va demorando a lo largo de toda la trama, que no se revela al lector si no es con cuentagotas, en pequeñas cantidades que van incrementando la tensión narrativa hasta alcanzar el momento climático casi al final, donde todo se desvela y cada pieza del puzzle ocupa el lugar que le corresponde dentro del tejido narrativo. Para conseguirlo la sugerencia es fundamental: el lector intuye una venganza apenas esbozada al principio, la necesidad por parte del protagonista de conocer una verdad que no se desvela hasta el último momento. Se sospecha que hay algo más detrás de la solemnidad del ritual de preparación para un encuentro que parece ser decisivo.

   Antes de producirse el encuentro Márai da un salto al pasado, remontándose a un tiempo anterior a su nacimiento, para referirse a sus padres. En una lectura superficial esta información puede parecer baladí, pero en realidad ayuda a comprender la relación del general con su esposa, ya que, dentro del tiempo circular, el carácter del general se identifica plenamente con el de su padre y el carácter de su esposa se identifica con el de su madre: hay una repetición implícita, como si el matrimonio de sus padres se repitiera en él mismo.

   Posteriormente se describe la forma en que conoció a Konrád en la Academia Militar y cómo se estrechó de forma indescriptible la amistad entre ambos: «La amistad de Konrád y Henrik brillaba en este caos humano como la luz suave de una ceremonia votiva medieval. No hay nada más singular entre dos muchachos que ese tipo de afecto sin egoísmos, sin intereses, un afecto donde no se desea nada del otro, donde no se pide nada, ninguna ayuda, ningún sacrificio». A pesar de su pureza, se trataba de una amistad que no estaba libre de los celos y del egoísmo, sobre todo por parte del general, que «quería presentárselo a todo el mundo, enseñarlo como si fuera una obra de arte, y también quería encerrarlo, aislarlo de los demás, como si temiera que se lo fuesen a quitar». Pero esa amistad iniciada con diez años se fue enfriando con el paso del tiempo, a medida que cada uno desarrollaba su propia personalidad, completamente distintas e incluso opuestas. En ello influyó la pobreza y el origen miserable de Konrád y la riqueza y buen nombre de la familia del general. Esas diferencias, empero, no consiguió distanciarles en un primer momento y se perdonaron mutuamente su pecado: «Konrád perdonaba la fortuna de su amigo y el hijo del guardia imperial perdonaba la pobreza de Konrád».

   Una vez se ha planteado la naturaleza de la amistad entre los dos personajes que se van a encontrar después de cuarenta y un años sin verse, la tensión del ambiente reafirma la sensación de existe una cuenta pendiente que saldar entre los dos personajes, de que hay una venganza apenas esbozada y una verdad ansiada que no tomarán forma hasta el final del encuentro. Un nombre aparece, Krisztina, como un personaje misterioso del que apenas se ofrece información pero que finalmente se descubre como la esposa del general. Con gran morosidad se adivina una infidelidad en la amistad y más adelante que la verdad es en realidad el motivo que llevó a Konrád a huir abandonando la amistad. La venganza se perfila como una especie de proceso judicial, en el que Konrád figura como el acusado: «La venganza se resume en esto: en que hayas venido a mi casa; a través de un mundo que está en guerra, a través de unos mares llenos de minas has venido hasta aquí, al escenario del crimen, para que me respondas, para los dos conozcamos la verdad». Tanto es así que el general llega a decir a Konrád: «No te he estado esperando como el hermano espera al hermano infiel, como el amigo espera al amigo fugitivo, no; te he esperado como el juez y como la víctima, reunidos en una sola persona esperan al acusado». Finalmente, se descubre que tras esa infidelidad, por encima del odio o de la envidia se esconden otro tipo de motivaciones que hacen que Krisztina entre en juego y les lleva a los tres a separarse irremediablemente para siempre.

   El último personaje cuya presencia física y real se manifiesta en la obra más allá del recuerdo es la vieja nodriza Nini, una anciana de más de noventa años, cuya vida ha quedado fatalmente enlazada con la mansión y con el general desde que entrara a trabajar para su familia a los diecisiete años. Es un personaje por el que apenas se pasa de puntillas, sin hacer ruido, quedando perfilado con un halo fantasmagórico que le hace aparecer de forma inmediata allí donde se necesita, siempre con la misma ropa y con el mismo aspecto, tanto que en cierto momento es descrita como «ese árbol que hay delante de la ventana, plantado por mi bisabuelo». De ella poco más se dice, ni siquiera si sabe o intuye de alguna manera la esencia de ese vital encuentro, a pesar de que su comunión con el general es absoluta: «Lo sabían todo el uno del otro, más de lo que una madre puede saber de su hijo, más de lo que un marido puede saber de su mujer. La comunión de sus cuerpos los unía con más fuerza que ningún otro lazo […] La vida había mezclado sus días y sus noches, lo sabían todo del cuerpo del otro, de los sueños del otro».

   Poco a poco se va construyendo un espacio denso y agobiante, lleno de lujosa decadencia, las ruinas de lo que antaño fuera una época dorada, lo que queda de un  fastuoso mausoleo. En todo momento se acentúa la oposición entre el ala vieja, donde el personaje hace su vida, y el ala nueva, en donde sólo la nodriza Nini está autorizada a entrar para hacer la limpieza cada cierto tiempo. Frente al ala nueva, que deja entrever la existencia de un pasado feliz, el general opta por la vieja, en la que todo aparece desmoronado y derrumbado, incluyendo al anciano y cansado general. La mansión se llega a describir como «una enorme tumba de piedra tallada donde se desmoronan los restos de varias generaciones y se deshacen las vestimentas de seda gris y paño negro de las mujeres y de los hombres de antaño». El paralelismo entre espacio y personaje es absoluto.

   En correspondencia con la duplicidad del espacio, el tiempo también aparece desdoblado, como una época de esplendor ─el pasado─ y una época de decadencia ─el presente─. Konrád parece consciente de la certeza de ese doble tiempo, se reconoce como un superviviente de tiempos mejores cuyo mundo ya ha desaparecido. De esta forma puede afirmar al general: «Lo que juramos ya no existe. Todos han muerto, todos han partido, todos han traicionado lo que juramos. Hubo un mundo por el cual valió la pena vivir y morir. Aquel mundo murió. Yo no tengo nada que ver con el nuevo». El general, sin embargo, no acepta que su tiempo haya pasado y contesta a Konrád con estas palabras: «Para mí, aquel mundo sigue vivo, aunque en realidad haya dejado de existir. Sigue vivo por el juramento que hice». Es ese rechazo hacia el paso del tiempo lo que le lleva a construir con milimétrica precisión un tiempo circular. Su memoria, que recuerda a la perfección cada minúsculo detalle del pasado, es capaz de reconstruir la escena en la que se produjo el último encuentro con la única excepción de la presencia de Krisztina, ya fallecida. Por lo demás, todo coincide: cada uno ocupa su lugar, cada objeto está en su sitio, los criados visten de la misma forma, la cena se compone exactamente de los mismos platos y del mismo vino, e incluso la conversación, referida inicialmente al Trópico, coincide. El general expresa su creencia en un tiempo circular: «Las palabras vuelven. Todo vuelve, las cosas y las palabras avanzan en círculo, y luego se vuelven a encontrar, se tocan y cierran algo». Y, efectivamente, esa noche se cierra un ciclo, después de la cual nada será verdaderamente importante y estarán preparados para morir.

   En definitiva, si hubiera que definir El último encuentro con una única palabra ésa sería sin duda «amistad». La amistad es el eje central que da sentido a todo el libro, por encima de cualquier otra pasión humana, y no es extraño que en torno a este concepto se hagan algunas de las disquisiciones más interesantes del libro. La concepción de la amistad que aparece no está exenta de platonismo, en el mismo sentido en que el amor se puede mostrar en obras como El banquete: tiene algo de erótico, pero va más allá del cuerpo, es la atracción de las almas que se sienten conectadas en una misma sintonía. Como relación entre dos seres humanos se llega a considerar la más noble, por encima del amor, puesto que, en los rarísimos casos en los que se encuentra, se considera incondicional y eterna por encima de las circunstancias puntuales. Una amistad verdadera es la que lo da todo sin esperar nada a cambio: «¿Qué valor tiene la amistad si sólo amamos en la otra persona sus virtudes, su fidelidad, su firmeza? ¿Qué valor tiene cualquier amor que busca una recompensa? ¿No sería obligatorio aceptar al amigo desleal de la misma manera que aceptamos al abnegado y fiel? ¿No sería justamente la abnegación la verdadera esencia de cada relación humana, una abnegación que no pretende nada, que no espera nada del otro? ¿Una abnegación que cuanto más da, menos espera a cambio?». De esta manera, la amistad es un estado que no tiene fin, porque el vínculo que une a dos amigos como dos gemelos los ata a un mismo destino, independientemente de que uno se vuelva contra el otro. Es por eso que el general acaba admitiendo que a pesar de todo «tú y yo seguimos siendo amigos».

   Este es un libro viajero

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