Las vueltas de tuerca en torno a la Segunda Guerra Mundial siguen sorprendiendo en una época en la que parece que todo está ya dicho. Si Maus representa un enfoque bastante original, porque ofrece el punto de vista de un género tradicionalmente considerado como más liviano ─algo que está demostrado que no es cierto─, El niño con el pijama de rayas es un nuevo acercamiento que tiene fundamentalmente dos virtudes. La primera es la más palpable: despertar el interés masivo por un tema que debe estar siempre presente en la memoria colectiva; la segunda, otorgar voz a uno de los protagonistas históricamente silenciados: los niños del bando alemán. Desde el rotundo éxito del Diario de Anna Frank, los niños parecían haberse convertido en narradores idóneos de los horrores del pueblo judío: la inocencia perdida, arrancada, pisoteada, derrumbándose bajo el yugo de la barbarie nazi. Niños obligados a crecer de la noche a la mañana, en cuestión de horas, a golpe de bota, tras ver morir a sus padres, a sus amigos, a sus seres queridos, como el Gyórgy de Sin destino de Irme Kertész. Pero una vez explotado no deja de ser el camino fácil. John Boyne decide transitar otro sendero, con fortuna desigual.
El secreto que se esconde tras El niño con el pijama de rayas, que el editor se encarga de guardar celosamente en unas misteriosas palabras que invitan a la lectura en la contraportada de la edición, es que el narrador se sitúa tras la mirada de un niño alemán de nueve años llamado Bruno, cuyo padre resulta ser un comandante de las SS destinado a dirigir el campo de concentración de Auschwitz. Sí, he dicho que es el narrador quien se sitúa tras el niño, no que el propio niño sea el narrador, porque ese es precisamente uno de los aspectos que más se le ha criticado al libro de Boyne.
El escritor irlandés ha desaprovechado en cierto modo una buena idea con sus dotes de mal novelista, porque al narrador se le ven los hilos que planean sobre los personajes, como si se vieran los tablones que soportan los decorados de cartón-piedra en una representación teatral. Entre estas técnicas narrativas rudimentarias hay que citar el no mencionar nunca el nombre de Adolf Hitler sino a través de el pseudónimo «el Furias» o el de mencionar Auschwitz siempre como «Auchviz», independientemente de que quien hable sea niño o adulto. Aunque el problema planteado a nivel narrativo resultaba arduo de resolver ─el punto de vista debía ser el del niño pero al mismo tiempo había que justificar de forma coherente la permanencia del narrador después de su muerte─, el camino elegido es el de la tercera persona, en forma de narrador omnisciente, pero con un conocimiento de la información dosificado a los conocimientos del protagonista.
El otro problema que se ha planteado a la novela de Boyne se deriva del anterior: su falta de verosimilitud. No cabe duda de que los esfuerzos del narrador por ajustarse a la visión de un niño de nueve años sean titánicos, pero en muchas ocasiones desentona por un extremo o por otro. O bien el niño parece pensar como un adulto o bien cae en una ingenuidad que a veces roza la estupidez. Y es que lo que ciega el entendimiento y el razonamiento de Bruno no es inocencia sino una ignorancia grosera y tozuda que hace que el niño se empeñe en cerrar los ojos al mundo y en interpretar la realidad a su manera. Se dice que Bruno mantiene horas de conversación durante días con Shmael, el niño judío, y resulta inverosímil que nunca hablaran de la situación del pequeño preso en el campo de exterminio o que cada vez que Shmael dijera algo que rompía los esquemas de Bruno rápidamente lo reinterpretara desde su esquema mental.
Algo que perdemos de vista los adultos es que una cosa es ser un niño de nueve años y otra muy distinta es ser tonto. Si es cierto que el conocimiento sobre el mundo de un niño de nueve años es bastante limitado, pero no es menos cierto que a esa edad se es una esponja que asimila rápidamente cualquier información y que es capaz de adaptarse a cualquier circunstancia. Bruno parece ser ambas cosas: un niño de nueve años tonto. O probablemente algo más, porque no resulta creíble que nunca antes de llegar a Auschwitz Bruno haya escuchado la palabra «judío» ni sepa qué son. Tampoco parece haber visto nunca los brazaletes con la estrella de David que identificaba a los judíos. ¿Es que cuando paseaba por las calles de Berlín Bruno miraba hacia el suelo o tal vez vivía permanentemente en una burbuja que le aislaba del mundo? Aunque se sea un niño de nueve años hay informaciones a las que es imposible escapar.
Esta inocencia rayana en la ignorancia permite ofrecer a Boyne situaciones que de otro modo no serían posibles, como por ejemplo el momento en que Bruno considera la posibilidad de intercambiar con Shmael la esvástica nazi por la cruz de David. En otras ocasiones esa inocencia está llena de un humor infantil que recuerda a La vida es bella de Roberto Benigni, como en la interpretación que Bruno hace del «Heil, Hitler» como una despedida que significa «hasta luego, que tengas un buen día» Pero entre El niño con el pijama de rayas y La vida es bella hay una diferencia fundamental: en el film de Benigni Guido Orefice hace de ángel de la guarda dispuesto a proteger a su hijo de la violencia y de la barbarie. Hay un intermediario que transforma, a través del juego, todo lo horroroso en diversión. En el caso de Bruno no hay nadie de por medio, es su propia imaginación la que realiza el cambio. Encuentra a Shmael a mediante un juego, y a continuación lo incorpora a su juego. La escena final del libro sólo puede ser explicada como una forma de juego, además de cómo una gran negativa a aceptar la realidad.
Lo realmente censurable en el personaje de Bruno, por encima de esa ignorancia, es su simpleza en cuanto a personaje. Su evolución parece seguir un camino inusitado, contrario al de su hermana Gretel. Después de meses viviendo en Auschwitz Gretel, que en un principio se mostraba tan ignorante como su hermano, conoce y asume la realidad. Bruno, a pesar de tener información de primera mano ─Shmael─, sigue sin ser consciente de la razón de ser de la alambrada, de la existencia de aquellas personas tristes con pijamas de rayas. Y cuando parece haber un mínimo atisbo de curiosidad nadie alcanza a responderle, aunque de haberlo hecho, él no habría estado preparado para asimilarlo. Lo que en un principio era un lugar inhóspito y hostil, un escenario alejado del agradable bullicio de Berlín, acaba por transformarse en su hogar. Shmael sustituye a esos tres amigos para toda la vida de los que ya no recuerda ni su nombre. Lo sorprendente es que ni siquiera su relación con el niño judío logre hacer madurar al personaje.
Su amistad no es al uso. Bruno no había visto «a un niño más flaco ni más triste en toda su vida» No lo sabe a ciencia cierta, pero intuye que es una amistad que puede traerle problemas, por lo que decide mantenerla en secreto. Aún después de haberla negado, comido por los remordimientos, sigue sin querer buscar una explicación a la tristeza de Shmael, a la existencia de la alambrada, al maltrato por parte de los soldados hacia los hombres con pijamas de rayas. Esta amistad se basa en el diálogo, no en los juegos, como las amistades que Bruno había conocido en Berlín. Pero más que amistad es necesidad, la búsqueda de dos seres solitarios que desean la compañía el uno del otro. No verdadera amistad.
Sólo así se explica que Shmael pidiera a Bruno que atravesara la alambrada, a pesar de que él sabía que tras ella nada agradable esperaba a Bruno. Es difícil saber lo que pasa por la cabeza de Shmael, un personaje casi mudo, casi fantasmagórico, cuyas apariciones presagian el peor de los destinos para Bruno. Si inverosímil resulta la inocencia de Bruno, inimaginable es a de Shmael, condenado a los horrores de Auschwitz. Aunque Bruno había prometido buscar al padre de Shmael, resulta impensable que el niño judío no fuera consciente del paradero de su padre, así como el de miles de compañeros de penurias. Sugerir que en Auschwitz pueda mantenerse la inocencia intacta es casi un insulto al entendimiento. Shmael, conocedor de toda la dureza del mundo, invita a Bruno a entrar en su propio mundo, posiblemente porque se sentía incapaz de convencer con palabras al tozudo niño alemán, empeñado en transformar el mundo. Pero Bruno, incluso en sus últimos momentos, se obstina en interpretar el mundo desde la óptica del juego. De Bruno cabría pensar lo mismo que García Márquez dijo sobre ese quimérico personaje que es Remedios la Bella: no parece un ser de este mundo.
Pese a todo, y sin ser un libro extraordinario, recomiendo su lectura, sobre todo entre los más jóvenes. El que sea un libro rápido y sencillo, que es uno de los secretos de su gran éxito, hace que sea un título ideal para fomentar la lectura y el interés por la historia ─concretamente la Segunda Guerra Mundial─ Tal vez dentro de unos años haya caído en el más absoluto olvido pasto de una moda pasajera, como ocurre con otros tantos libros de lectura fácil y prefabricada. La Historia, que es más sabia que los hombres, juzgará. Mientras tanto, yo invito a su lectura.
No entiendo que lo recomiendes si es tan malo. ¿No hay miles de obras mejores? ¿Para qué hacer pensar a los jóvenes que eso es literatura? Por tu descripción parece ser un mal escritor, uno más, que se aprovecha de un tema vendible por su carga de tragedia extrema.
Lo recomiendo a pesar de ser malo por una razón principalmente. Es bastante discutible: se leen y difunden obras infinitamente peores entre los jóvenes; dentro de la media de la literatura juvenil actual no queda en un lugar demasiado mal. Y no lo digo porque su estilo o su construcción de personajes sea especialmente brillante; pero se aleja bastante de lo común con lo que se suele trabajar en institutos y da pie a abrir la reflexión y el debate sobre un momento histórico bastante peliagudo. Aunque si creo que trata a los lectores infantiles como tontos (un fallo muy habitual en esta literatura), por lo menos no tiende a la idealización.
Creo que no es una novela especialmente mala, a pesar de tópicos manidos que deambulan en sus páginas, como bien apunta esta resñea. Fue un éxito de ventas cuando apareció, quizá porque era lo más original en la narrativa de entonces, enmedio de las mediocridades del mercado.
Ha sido un gusto leer tu análisis en tu espacio que frecuento.
Saludos…
PD Mi comentario anterior se refiere a la novela de Laura Esquivel. Disculpas por haberla pueso equivocadamente bajo este libro de Boyne