Las intermitencias de la muerte de José Saramago

Las intermitencias de la muerte de José Saramago

   La muerte es el gran tema, aún por encima del amor, que ha preocupado a la Humanidad desde el principio de los tiempos. Parece que a estas alturas, después de que haya llovido tanto, decir algo nuevo sobre un tema tan viejo es casi imposible; y aún así, los grandes escritores todavía siguen encontrando vueltas de tuerca que no pueden dejar de sorprender y fascinar. Por ese motivo es encomiable la revisión que Saramago hace del tema, aún cuando resulte imperfecta y poco profunda. La inmortalidad es un antiguo anhelo humano que tiene un reverso grotesco, un viejo sueño que puede volverse fácilmente contra uno mismo. Saramago pasa por encima de cuestionamientos éticos como los recogidos, de forma impecable, en la visión de inmortalidad de Borges en su relato «El inmortal» ―y de alguna manera también en el tiempo cíclico de «Las ruinas circulares»―. Lo que de verdad interesa a Saramago son las repercusiones sociales y organizativas de esa inmortalidad, contemplada bajo una mirada que es más tragicómica ―en muchas ocasiones cínica― que puramente trágica.

   El libro se divide en dos partes, tan distintas que podría hablarse de dos libros, cuyo eje central es la muerte. En la línea de Ensayo sobre la ceguera, Saramago comienza contando el drama de un país entero abriendo el relato con una frase corta y rotunda: «Al día siguiente no murió nadie». La primera es una historia con un protagonista colectivo ―todo un país―, sin que ningún personaje destaque por encima de otro; la segunda, una historia individual, con dos protagonistas claramente definidos. Cada parte, además, está escrita con un estilo completamente diferente: aún manteniendo el tono novelístico la primera tiende más a la exposición y a lo ensayístico mientras que la segunda es casi una novela al uso. El narrador, por supuesto, introduce sus disquisiciones a lo largo de todo el libro, muy al estilo de Saramago, pero su voz es mucho más habitual en la primera parte que en la segunda, donde los personajes toman la palabra con mayor frecuencia.

   En un primer momento la inmortalidad se recibe con alegría, pero los problemas que plantea tal condición no tardan en aparecer. En primer lugar, que haya desaparecido la muerte no significa la juventud eterna ni tampoco exactamente la vida eterna, sino un nuevo estado que es mezcla de ambos pero al mismo tiempo no es ninguno y que se describe como «un vivo que está muerto, un muerto que parece vivo». El resultado es una población condenada a envejecer con «una masa gigantesca de viejos en la parte de arriba, siempre creciendo, engullendo como una serpiente pitón a las nuevas generaciones», tal y como ocurre a los struldbruggs que habitan la isla de Luggnagg en Los viajes de Gulliver. Ante esta perspectiva el país se sume en el caos más absoluto: el poder se tambalea, se produce una inversión de los valores morales ―pérdida del respeto hacia los ancianos o hacia los enfermos terminales―, surgen facciones ocultas que se dedican al tráfico de la muerte.

   Porque efectivamente se encuentra la manera de engañar a la muerte: como en los países limítrofes continúa funcionando ―con el lógico sentimiento de alivio― basta con pasar la frontera para morir. Y puesto que las leyes no han cambiado para adaptarse a la nueva situación, cruzar uno mismo la frontera por su propio pie se considera suicidio y ayudar a hacerlo homicidio. Saramago aprovecha para introducir una crítica a la hipocresía imperante en los gobiernos: oficialmente los mandatarios se oponen a la muerte pero extraoficialmente comprenden la necesidad de descargar a un país que cada vez tiene mayor densidad de población y que exponencialmente será imposible de gobernar en poco tiempo. Pronto aparecen las mafias que se dedican a comerciar, ilegalmente pero amparadas por el propio gobierno, con la muerte. Lo que comienza como un conflicto interno pronto acaba convirtiéndose en un asunto internacional, cuando las fronteras de los otros países comienzan a llenarse de cadáveres.

   Es evidente que Saramago no podía dejar al margen de un acontecimiento tan importante como la desaparición de la muerte a las religiones. Su punto de vista es quizá menos espectacular que en Ensayo sobre la ceguera ―con toda esa imaginería con los ojos vendados―, pero en esencia es el mismo. El papel que desempeña la Iglesia en este asunto está claro: «sin muerte no hay resurrección, y sin resurrección no hay iglesia». El espíritu anticatólico de Saramago se deja entrever en las palabras del cínico cardenal, que no duda en afirmar que todo el sistema religioso no ha hecho más que contradecir la realidad desde siempre o que el objetivo de las religiones es neutralizar al espíritu curioso. La culminación de este cinismo se produce en la contestación que un católico da a un filósofo pesimista: «justo para eso existimos, para que las personas se pasen toda la vida con el miedo colgado al cuello y, cuando les llegue su hora, acojan la muerte como una liberación, El paraíso, Paraíso o infierno, o cosa ninguna, lo que pase después de la muerte nos importa mucho menos de lo que generalmente se cree, la religión, señor filósofo, es un asunto de la tierra, no tiene nada que ver con el cielo».

   Se produce un vuelco en la trama con la aparición de un sobre morado, una carta escrita por la propia muerte en la que explica que ha pretendido que el ser humano conozca cómo sería la vida si ella no funcionase y en la que reconoce públicamente que se ha equivocado y que a partir de ese momento anunciará a las personas su muerte con una semana de antelación para que les dé tiempo a poner en orden todos los asuntos de su vida. Para avisar del fallecimiento la muerte utiliza el servicio postal tradicional, a través de cartas de color violeta ―tradicionalmente asociado a la muerte―. Este nuevo experimento conlleva peores resultados, si es que eso es posible, que el anterior. El aviso de una semana sólo sirve para crear un estado de histeria colectiva que lejos está de la aceptación y de la resolución de los asuntos mundanos. El país cae en un nuevo caos: «la semana de espera establecida por la muerte había tomado proporciones de verdadera calamidad colectiva, no sólo para la media de trescientas personas a cuya puerta la triste suerte llamaba diariamente».

   La presencia física de las cartas plantea una incoherencia: la muerte deja de ser una entidad abstracta para convertirse en un ser material, con una serie de rasgos humanizados, la capacidad del lenguaje o la falibilidad, que en ocasiones rozan lo ridículo ―la muerte utilizando el sistema postal tradicional―. Incluso es posible hacer un estudio grafológico, porque las cartas están escritas a mano, con innumerables errores ortográficos, tipográficos o de puntuación, por cierto. La conclusión no podía ser otra más que la afirmada por una gran parte de la tradición, que «la muerte, en todos sus trazos, atributos y características, era, inconfundiblemente, una mujer».

   Una vez planteada la existencia física y real de la muerte comienza la segunda parte de la novela, mucho menos profunda que la primera. Después de haber descrito a la muerte más tradicional, un esqueleto con su capucha negra y su guadaña ―quizá alguien vivo que alguna vez tuvo boca y lengua―, se muestra su lugar de trabajo como una habitación subterránea y su labor como la de un mero funcionario chupatintas que escribe cartas a diestro y siniestro y que pasa gran parte de su tiempo en el más absoluto aburrimiento o que habla con su guadaña, que a veces le contesta: «la muerte es un esqueleto envuelto en una sábana, vive en una sala fría acompañada de una vieja y herrumbrosa guadaña que no responde a preguntas, rodeada de paredes encaladas a lo largo de las cuales se ven, entre telas de arañas, unas cuantas docenas de ficheros con grandes cajones repletos de expedientes».

   Nada de entidades todopoderosas acechando al género humano. Es una visión de la muerte completamente desmitificadora, que en gran parte se explica por la existencia de una jerarquía en la que la muerte, esta muerte en concreto, se sitúa en uno de los últimos eslabones. No es casualidad que las cartas aparezcan firmadas en minúscula y no en mayúscula: se confirma la existencia de varios tipos de muerte, la existencia de una Muerte inimaginable y de una muerte que es en realidad, a escala, una pequeña muerte cotidiana. Sin embargo, la existencia de esta Muerte, denominada «altas instancias», es sólo una mera creencia de la muerte particular, ya que en realidad desconoce por completo la naturaleza y el origen de esa Muerte: «Le habían puesto en este mundo hace tanto tiempo que ya no consigue recordar de quién recibió las instrucciones indispensables para regular el desempeño de la operación que le incumbía». Esta pequeña muerte está dentro de un sistema de muertes sectoriales, en el que cada cosa que muere está parcelado, tiene su propia muerte, independiente de las demás, con conciencia propia y capacidad para decidir si dejar de operar. Su poder es muy limitado: no sólo no puede matar a otros animales que no sean seres humanos sino que incluso no puede actuar fuera de las fronteras del país en que habita.

   Una vez declarada la falibilidad de esta pequeña muerte no es descabellado pensar, como así ocurre, que pueda cometer un error cuyo resultado es que una persona no pueda morir nunca por mucho que ella se lo proponga. Este error, que va en contra de la existencia de un destino fatídico e irrevocable, hace que la muerte quede empequeñecida: «por algún extraño fenómeno real o virtual, la muerte parece ahora más pequeña, como si la osamenta le hubiese encogido». Este proceso de empequeñecimiento de la muerte va acompañado de su humanización. Por una parte decide manipular sus archivos, haciendo trampas para poder actuar, y por otra se cuestiona seriamente su concepto de justicia aplicado a la vida. El propio narrador afirma que esta muerte tiene todavía mucho que aprender. Este proceso de humanización culmina con la transformación de la muerte en un cuerpo humano y con su viaje al mundo de los vivos para encontrarse con ese hombre que no puede morir. Ya con ese nuevo cuerpo la muerte parece haber olvidado su verdadera naturaleza, parece haberse entregado por completo a la imperfección humana. A tal punto llega que aprende a sentir emociones hasta entonces vedadas a su naturaleza anterior y se ve en la tesitura de tener que elegir entre una inmortalidad todopoderosa o la fragilidad e inconstancia del género humano.

   Aunque Las intermitencias de la muerte tiene algunos momentos deslumbrantes, es difícil no pensar que Saramago ha desaprovechado en parte un tema fabuloso, algo así como lo que le pasa con El hombre duplicado. La novela no está a la altura, ni de lejos, de Ensayo sobre la ceguera, aunque como he dicho son varios los puntos en común entre ambas novelas. Sin embargo, la deslumbrante prosa de Saramago, llena de humor y de cinismo, hace que la novela se deje leer con cierta comodidad. Es una pena pensar que Saramago podría haberlo hecho mucho mejor, sobre todo porque es evidente que el escritor portugués ha escrito exactamente lo que quería escribir.

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