Entre febrero y abril de 1899 Joseph Conrad publica por entregas la novela que, a partir de 1902 pasará a ser, en forma de libro, El corazón de las tinieblas, la obra quizá más conocido de este escritor aventurero, polaco de nacimiento aunque de nacionalidad británica. Y digo aventurero no sólo porque desde su nacimiento en 1857 pasara por lugares tan dispares como Siberia, Ucrania o Marsella, hasta que finalmente se instala de forma definitiva en Inglaterra en 1896, sino porque las vivencias que se relatan en El corazón de las tinieblas se basan de alguna forma en experiencias personales del autor, que fue oficial de la marina mercante británica, que recorrió los mares en nombre de su país, y que finalmente pasó seis meses en el Congo, colonia belga de Lepoldo II.
Y si es posible afirmar que hay una correspondencia entre la vida y la obra de Conrad, con más razón será necesario pensar que ese protagonista de vuelta de todo, el viejo marino Charlie Marlow, es en realidad un alter ego de Conrad. Su insaciable sed de aventuras le hace embarcarse en un viaje al centro de África que bien puede considerarse, casi al pie de la letra, como un descenso a los infiernos. Se trata de un vieja al horror, pero también de un viaje psicológico hacia el autoconocimiento y hacia la síntesis de la esencia humana en su estado más animalizado. Cuando Marlow firma el contrato para trabajar en pleno corazón de África parece que haya firmado un pacto con el propio Mefistófeles por valor de su alma: el edificio se compara con una casa «en el reino de la muerte», las secretarias con «viejas hilanderas de lana negra», el marinero, al firmar, siente que «había algo fatídico en esa atmósfera».
Y ese descenso a los infiernos se confirma en palabras del propio Marlow, que al llegar a su destino afirma que tuvo «la sensación de haber puesto el pie en algún tenebroso círculo del infierno». Y es que la descripción que se hace en varias páginas de la situación de los nativos negros no puede ser más penosa, muy similar a la que muchos años después haría sobre Auschwitz Imre Kertész en Sin destino: más que seres humanos son «sombras negras de enfermedad y agotamiento, que yacían confusamente en la tiniebla verdosa». Y si los negros adoptan el rol de almas en penas, qué duda cabe el papel que puedan desempeñar los blancos en esta grotesca representación. Sólo un demonio podría ser autor de semejante barbarie, y sólo un demonio podría tolerarla ―de hecho, uno de los personajes se describe como Mefistófeles―. El director de la compañía advierte a Marlow que cualquiera que emprenda este viaje debería carecer de entrañas, debería estar desposeído de cualquier aliento humano. De otra forma, el cambio psicológico es inevitable: al final uno acaba perdiendo la humanidad y se acaba convirtiendo en un interesante experimento científico.
Aunque lo lógico es pensar que Conrad hace en esta obra una crítica feroz al colonialismo su postura es bastante más compleja. Nos situamos en un contexto histórico en el que aún está muy reciente el reparto europeo del continente africano, que se formalizó en 1884 en la Conferencia de Berlín. Europa hizo este reparto enmascarando sus intereses económicos con un aura de misión redentora. Oficialmente se debía liberar al atrasado continente de sus costumbres bárbaras, con una actitud civilizadora que pronto se reveló como más bárbara que la de los propios nativos. Gran parte de los colonos sometió a los pueblos nativos a situaciones de auténtica esclavitud, cuya consecuencia se deja ver casi hasta nuestros días. Sólo muy poco a poco los europeos van abriendo los ojos ante tales desmanes, una actitud que culminará con obras como La decadencia de occidente de Spengler y con acercamientos por parte de la intelectualidad europea al primitivismo y a la inocencia de las culturas africanas. Sin embargo, la visión de Conrad todavía no tiene la suficiente amplitud como para dejar a un lado una perspectiva que hoy en día se podría calificar, sin ambages, de racismo puro y duro. Si bien es cierto que todo el género humano sale malparado como balance general de El corazón de las tinieblas ―no es que los blancos hagan un mejor papel―, los negros aparecen animalizados hasta un extremo aberrante. La existencia de un componente racista en la obra de Conrad ha sido sin duda un punto que ha originado interesantes estudios y fructíferos debates, pero no se puede perder de vista que Conrad es hijo de su tiempo.
El ambiente en ese mundo de tinieblas queda desdibujado, como una pesadilla grotesca que carezca de correspondencia con la realidad. Marlow dice no haber visto nunca nada tan irreal, su narración se vuelve incoherente por momentos, como si tratara de relatar un sueño medio olvidado. Una vez allí acude a la búsqueda de un personaje misterioso, un tal Kurtz, del que poco se dice al principio. En estas remonta un río ―cuyo nombre no se indica pero que debe tratarse del río Congo― que parece llevarle al corazón del corazón de la tierra. Se trata de un viaje a los inicios de la creación, tal vez en otra existencia, un recorrido directo hacia el corazón de las tinieblas. Unas tinieblas de selva ante las cuales el individuo solo no puede dejar de sentirse insignificante y perdido. La tierra deja de parecer la tierra, los marinos son incapaces de comprender lo que les rodea, carecen de noción temporal en este mundo cuasi prehistórico. Como se ve, existe una progresión que recuerda rápidamente a los anillos del infierno dantesco, como si cada vez se acercaran más a ese centro de las tinieblas.
Conforme se van acercando al señor Kurtz, este personaje ―al que se le dedica un tercio de la novela― va progresivamente perfilándose y tomando fuerza, hasta adquirir unas proporciones prácticamente monumentales. Antes incluso de que aparezca se le describe con estas palabras: «Había ocupado un alto sitial entre los demonios de la tierra». Esa atracción que sienten todos los personajes hacia Kurtz, que es lo que le ha convertido en un dios entre los nativos, es tan fuerte que Marlow no puede mantenerse al margen. En este sentido no puede dejar de recordar al personaje de Domingo de El hombre que fue jueves de Chesterton. Kurtz ha conseguido doblegar a la selva en todo su salvajismo dominando todas las tribus, haciéndose con el control del país. Pero esa proeza le ha llevado a la más absoluta locura, que es precisamente lo que lleva a dudar de su victoria: es difícil saber si la selva ha quedado llena de su alma o si es su alma la que tiene la selva dentro. Pero lo cierto es que este personaje odia la selva y sin embargo no puede marcharse; se presenta como salvador y al mismo tiempo es la ruina de toda la región.
Si El corazón de las tinieblas es un juego de luces y sombras, un viaje desde la luminosa Londres ―no tan luminosa tras la experiencia― a las tinieblas del centro de África, Kurtz representa el centro vivo de esas tinieblas, «la suya era una oscuridad impenetrable». El personaje adquiere unas dimensiones simbólicas que sin llegar al mesianismo del Domingo chestertoniano ―aunque sí hay en él algo de mesíanico― tiene mucho de mítico y de alegórico sobre lo más oscuro de la condición humana. No otro puede ser su final sino el que se condensa en esas palabras últimas, que son quizá la esencia de toda la obra: «¡Ah, el horror! ¡El horror!».
Si bien es cierto que la obra de Conrad ha sabido envejecer mejor que la de otros autores ―póngase el caso de Chesterton― la visión que ofrece en El corazón de las tinieblas ha perdido hoy parte de su oscuridad original. Se mantiene en gran medida lo demencial, lo grotesco, lo tremendo, pero suavizado por una sensibilidad europea ―y por extensión occidental― que se ha encallecido a fuerza de barbarie. A pesar de ello, como se ha indicado, muchos de sus pasajes mantienen tanta actualidad que podrían insertarse sin problemas en la narrativa de Kertész. Un relato oscuro que todavía puede dar mucho juego, con revisiones oscuras como la de Francis Ford Coppola, que parte del relato de Conrad para aplicar la historia al conflicto de Vietnam en Apocalypse Now. Y es que podrán pasar siglos, o incluso milenios, pero la oscuridad del ser humano se mantendrá intacta, el corazón de las tinieblas inalterable.
Yo no he leído la novela de Conrad, pero sí he visto la película de Coppola, que me pareció sublime. No sé si esto me perjudicará o me beneficiará a la hora de leer el libro. ¿Tú qué opinas, Alex?