Anfiteatro

Anfiteatro

   Lo primero que sintió al despertar, mucho antes de abrir los ojos, fue una sensación abrumadora de cansancio y una absoluta satisfacción. Sí, se sentía cansada, como después de un largo viaje, pero un viaje reconfortante, en compañía de buenos e inquebrantables amigos. Antes incluso de abrir los ojos los últimos días pasaron de forma fugaz ante su mente: sólo unos pocos conocerían el papel que había desempeñado en la salvación del mundo.

   Reconfortada en este pensamiento, que tenía más de sincera alegría que de secreta vanidad, se desperezó y abrió los ojos. Durante unos breves segundos permaneció todavía embriagada por la felicidad, sin poder ─o no querer─ asimilar lo que sus entrecerrados ojos contemplaban. De forma vertiginosa pasó de la confusión al pánico, palpando todo lo que había a su alrededor, con una leve esperanza de que todo fuera producto de su imaginación. Pero no lo era: la hierba fresca y acogedora se había convertido en un duro, roto y sucio colchón, el anfiteatro era ahora una oscura habitación llena de literas, con dos discretas ventanas enrejadas al fondo.  Lo último que recordaba era haberse recostado sobre la hierba con todos sus amigos, después de haber cantado durante horas. De ellos no había ni rastro.

   Trató de pensar que alguien podría haberla llevado hasta aquel lugar, aprovechando su profundo e imperturbable sueño a causa del agotamiento. Trató de imaginar mil formas para sacarla a escondidas de entre sus amigos, para transportarla, mil motivos. No podían ser ellos, evidentemente, porque ya no existían. Pronto recordó, y al hacerlo, se vio a sí misma intentando engañarse, intentando buscar una explicación que justificase que todo lo que había vivido en los últimos días no había sido un sueño. Pero ya era en vano: el anfiteatro nunca había existido, sino sólo aquel infernal hospicio en el que azotaban a los niños a todas horas y del que, en realidad, nunca había conseguido escapar. Tampoco sus amigos, Paolo, Máximo, Blanco, la niña María y su hermanito Dedé, Claudio, los demás niños, Nino el tabernero y Liliana su mujer habían existido nunca. Pero lo más doloroso fue admitir que Gigi Cicerone y Beppo Barrendero eran sólo dos viejos y rotos muñecazos de trapo, que ni siquiera tenían ojos. Allí estaban, sí, a su lado, pero inertes y vacíos de vida.

   Afuera sentía el ruido de la lluvia, y dentro, todavía en la cama, la pequeña lloraba con impotencia, reconociendo que todo había sido un sueño, que nunca había seguido a Casiopea, que no había conocido al Maestro Hora, que las flores horarias eran únicamente un estúpido invento de su imaginación desbordada. Pronto llegaría esa violenta mujer, y habría que levantarse a desayunar un poco de leche mohosa con pan duro, y recibiría su tanda diaria de golpes por cualquier minucia. Y a ella sólo le quedaría seguir fantaseando con que se escapaba, con que conocía a muchos amigos, o con que vivía grandes aventuras; algo, la imaginación, que nadie podría arrebatarle nunca.

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