A cuenta de los acampados en la Puerta del Sol, mal llamados «indignados» no con poco desprecio moral, no faltan voces que se levanten en armas clamando el boicot a la democracia, desde el inmovilismo social y político más rotundo. La fórmula es pensar que hemos llegado al mejor de los sistemas políticos posibles, a la más perfecta forma de gobierno, más que el pensamiento de “para qué cambiar si todo nos va bien” es la negación absoluta, la prohibición irracional al cambio. A pesar, incluso, de que el sistema ha demostrado importantes fallos, no sólo en la práctica, que podría ser una deformación perniciosa del concepto puro de democracia, sino incluso en la teoría, porque está claro que desde la misma el sistema permite inferencias que lo pervierten.
Mucho se ha dicho en este sentido acerca del tan traído y llevado poder judicial. Parece que cuestionar la decisión de un juez es sinónimo de cuestionar la justicia y por extensión la democracia. Pero los jueces no son máquinas objetivas de distribuir recompensar o penalizaciones, ni son entidades superiores con un concepto más elevado de la justicia, sólo con un conocimiento más profundo. Los jueces son seres humanos, falibles como todos, ni más ni menos: la infalibilidad mejor que la dejemos para el Papa. Y si un juez se equivoca eso no significa que se ponga en peligro todo el sistema judicial, incluso aunque prevarique. Ahora bien, el sistema tampoco es necesariamente sagrado. Sagradas serán en todo caso las Sagradas Escrituras. La Constitución, a diferencia de la Biblia, no se la dictó ningún dios a un puñado de hombres. No convirtamos, pues, la Constitución en una especie de texto bíblico intocable. La hicieron hombres, como tú y como yo, que amaban y odiaban, que a veces acertaban y a veces fallaban, hijos, al cabo, de unas circunstancias históricas concretas. Es por eso que no se puede creer en ella ciegamente, como si fuera dogma de fe, sin que haya un mínimo de reflexión. Las leyes existen por cuestiones organizativas y pragmáticas, por eso hay que cumplirlas, pero no pueden agradar a todos. Nadie puede obligar a los ciudadanos a comulgar con ellas.
Cualquier sistema político, el más justo de ellos, incluyendo nuestro maravilloso sistema democrático, falla desde el momento en que no se permite la autocrítica, desde el momento en que esto es así porque alguien lo dijo, porque ese mismo alguien pensó que eso era lo mejor para todos, porque siempre se ha hecho así y así se debe seguir haciendo. El boicot democrático, como ejercicio de autocrítica, no sólo debería ser legítimo sino incluso necesario. Basta ya de demagogia sensiblera, de decir que mucha gente ha muerto luchando por la democracia, porque, si el sistema no funciona o se pervierte, esas muertes son más inútiles tratando de perpetuarlo que intentando buscar nuevos cauces, aunque eso suponga destruir los cimientos de todo lo que se ha levantado y volver a construirlo desde nuevos planteamientos.
Cuanta razón, se ha sembrado en parte que este sistema es el mejor de los que se pueden alcanzar y que hay cosas que mejor no tocar «porque así destrozaríamos los tratos y pactos que tanto nos ha costado alcanzar». Falso, todo se va construyendo y renovando constantemente… porque todo va cambiando y renovándose, lo que valía hace 30-40 años… hoy no vale.