Bartleby, © Marc Daniau

Bartleby, © Marc Daniau

    «Preferiría no hacerlo», contesta el escribiente Barlteby después de cada orden. La misma frase que todo escritor ‒que tiene mucho de escribiente‒ ha pronunciado alguna vez en su vida frente a ese abismo que es la hoja blanca, en estos casos, de blanco melvilliano. El problema no es el bloqueo eventual, sino el bartlebysmo como actitud literaria, que no necesariamente vital. Vila-Matas, que evidentemente nunca ha tenido ese problema, escribió un interesante ensayo sobre el tema en 2001 titulado Bartleby y compañía, donde denominó a este mal del escritor como síndrome Bartleby. Escritores que se ponen la máscara de Bartleby definitivamente y a ver pasar los días, como si escribir no fuera lo más necesario del mundo para un escritor.

    Recientemente hemos tenido la ocasión de verlo una vez más. Philip Roth aprovechó una entrevista con la francesa Les Inrockuptibles para anunciar que Némesis será su última novela. En palabras de Roth, «lo hice lo mejor que pude con lo que tenía», parafraseando al boxeador Joe Luis. Y anuncia esta retirada literaria como doble, porque deja de escribir pero también de leer, que no de releer. Días después el que se retiraba era Imre Kertész. El autor de Sin destino considera agotada su aportación a su tema central, el Holocausto nazi, y apostilla su obra con un «ya no quisiera escribir más». Por cierto, y hablando del triángulo Vila-Matas-Roth-Kertész, que el barcelonés consideró en una entrevista que se perdía más con el silencio de Kertész, menos endiosado, que con el de Roth.

    De entre todas las retiradas la más célebre sin duda es la de Arthur Rimbaud. Cansado del malditismo juvenil, el enfant terrible dijo adiós a la literatura a los veinte años para buscar una vida más estable. Así, recorrió toda Europa y acabó en Harar ‒Etiopía‒ trabajando como traficante de armas, con no poca fortuna. Con Una temporada en el infierno, escrito a los diecinueve, y sus Iluminaciones, tenía más que suficiente para convertirse en padre literario reconocido de autores como André Breton, Henry Miller o William Burroughs. Otro escritor maldito, Oscar Wilde, dejó dicho que «cuando no conocía la vida escribía, ahora que conozco su significado no tengo nada más que escribir». Así justificó su silencio final.

    No es nada despreciable el peligro de las obras maestras. Además del club Bartleby, algunos escritores forman parte de esa misteriosa raza de literatos ermitaños. Le ocurrió, por ejemplo, a Juan Rulfo. Según el escritor mexicano abandonó la escritura porque se le murió el tío Celerino, que era el que le contaba las historias; aunque otros sospechan que no se veía capaz de superar Pedro Páramo. El misterio rodea también a la desaparecida Harper Lee y habrá quien afirme que Capote escribió algunas partes de Matar un ruiseñor. O, por supuesto, el caso de Salinger, aunque es cierto que Salinger no estuvo precisamente abrumado por el éxito de El guardián entre el centeno, y en la correspondencia con su amigo Michael Mithcell se confirma que en realidad no dejó de escribir ni un solo día de su vida. Dicen que quería escribir el nuevo Gatsby de su admirado Fitzgerald y nunca lo consiguió.

    El reconocimiento es un factor que puede resultar decisivo. No es necesario llegar al extremo de John Kennedy Toole, que se suicidó tras el fracaso editorial de La conjura de los necios. Sin ir más lejos, el propio padre del bartlebysmo lo sufrió en sus carnes. Al ver que Moby Dick no tenía el éxito esperado Melville decidió retirarse de la literatura. Ironías literarias, oiga usted.

    El síndrome de Bartleby no es tampoco ajeno a las letras patrias. El reconocimiento no es precisamente un problema para Caballero Bonald, y sin embargo, parece ser que Entreguerras es su despedida literaria. El escritor jerezano ha declarado que está exhausto de la escritura, que a partir de ahora se dedicará a la lectura, la jardinería y a la vida contemplativa. Por lo menos, de momento.

    En fin, y volviendo a Vila-Matas, un escritor al que le dedica parte de su ensayo es el desconocido Robert Walser. Walser, un bartlebyano de corazón, escribió que «saber que no se puede escribir es una forma de escribir». Matas añade una cita versionada a partir de otra de Margarite Duras, que es como un hermoso juego de espejos parecido a un trabalenguas: «Escribir es intentar saber qué escribiríamos si escribiéramos». Una reflexión que bien mirada es capaz de dejar sin palabras a cualquier escritor.

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