Metáforas del infinito

Metáforas del infinito

    El infinito es un concepto más fácil de definir que de imaginar. Es sencillamente algo que no tiene fin. Ni siquiera el gúgolplex, uno de los números más grande que se han concebido, se acerca ni de lejos al concepto de infinito. Y por cierto, que sólo para escribir todos los ceros de un gúgolplex  haría falta una hoja de papel continua más grande que el Universo conocido. De hecho, Edward Kásner inventó el gúgol  sólo para ilustrar la diferencia entre lo inimaginablemente grande y el infinito.

    Quizá sea precisamente por su condición de inabarcable, el infinito ha intrigado al ser humano desde los comienzos de la civilización. Sin embargo, precisamente al ser algo inimaginable, filósofos y matemáticos han tenido que echar mano de toda su imaginación para poder estudiarlo, llegando a construir metáforas que, en muchos casos, no tienen nada que envidiar a la literatura fantástica.

    El padre de todos ellos fue el presocrático Zenón de Elea, que utilizó el infinito para elaborar sus célebres paradojas. Según Zenón una flecha lanzada no llegaría nunca a su destino porque ocuparía siempre un espacio determinado y, como tal, estaría siempre quieta, en cualquier instante. Pero la paradoja que le daría fama universal es la de Aquiles y la tortuga. Aquiles, que le había dado una ventaja de un kilómetro a la tortuga, no podría alcanzarla nunca, porque cuando hubiera recorrido ese kilómetro la tortuga habría avanzado un nuevo trecho y así indefinidamente, hasta el infinito. El matemático James Gregory resolvió esta paradoja afirmando que una suma de infinitos puede tener un resultado final de finito.

    Pero demos un salto, grande aunque no infinito, al siglo XX. Dos de las metáforas más cautivadoras sobre el infinito son la de David Hilbert y su hotel infinito y la de Émile Borel y su Teorema de los infinitos monos.

    Hilbert, conocido por sus 23 problemas sobre los que se han basado gran parte de las investigaciones matemáticas del siglo XX, construyó ‒mentalmente‒ un hotel infinito. Ese hotel infinito se acabó llenando al albergar a un número infinito de huéspedes. Sin embargo, tiempo después apareció un nuevo huésped, para el que, por cierto, también se acabó encontrando una habitación disponible. Un nuevo problema se le presentó al hotel infinito cuando llegó un autobús con un número infinito de turistas, pero finalmente pudo encontrarse un arreglo para que nadie se quedara sin habitación. Incluso hubo habitaciones cuando, con el hotel ya lleno, llegó un número infinito de autobuses con un número infinito de turistas. Así, se puede rizar el rizo hasta casi el infinito. En algún lugar he leído que, después de albergar al infinito número de autobuses con infinitos turistas, un empresario vio el filón y abrió un infinito número de hoteles infinitos. Pero debido a la crisis se vio obligado a cerrarlos todos menos el hotel original; lógicamente después hubo que realojar a todos los huéspedes en el único hotel que quedaba. El hotel infinito de Hilbert permite plantear algunas de las características del infinito. Por ejemplo, el resultado de multiplicar infinito por dos sigue siendo infinito ‒aunque si se intenta multiplicar infinito por infinito el resultado que se obtiene es indeterminado‒.

    Otra de las sorprendentes metáforas del infinito es el Teorema de los infinitos monos planteado en 1913 por Émil Borel y curiosamente anticipado por Jonathan Swift en Los viajes de Gulliver. Según Borel un mono pulsando teclas al azar durante un tiempo infinito sería capaz de escribir cualquier libro que estuviera en la Biblioteca Nacional de Francia. De hecho, sería capaz de escribir el mismo libro un infinito número de veces. En una reformulación más popular se dice que ese mono sería capaz de escribir todas las obras de William Shakespeare. Pero hay que pensar, para comprender la magnitud de infinito, que la probabilidad de que esto sucediera en un intervalo de tiempo tan grande como la edad del Universo es prácticamente nula. Esta metáfora ha calado tan hondo en el imaginario colectivo que ha inspirado multitud de reelaboraciones, desde obras literarias como La biblioteca de Babel de Borges o La historia interminable de Michael Ende, pasando por Los Simpsons, hasta un simulador titulado The Monkey Shakespeare Simulator, puesto en marcha desde el 1 de julio de 2003 y que hasta la fecha ha logrado un pequeño fragmento de 24 letras de Enrique VI.

    Estos son sólo algunos de los maravillosos e imaginativos ejemplos a los que el ser humano ha recurrido para referirse a algo que, al fin y al cabo, es tan inalcanzable como indescriptible. Todo lo que el hombre puede llegar a conocer tiene fin. Pero el infinito, en cambio, no.

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