José Saramago

José Saramago

   El reciente fallecimiento de Saramago me llena de pesar, no sólo porque se haya muerto uno de los más grandes intelectuales del mundo, sino porque, ante todo, se muere uno de los escritores que más me ha marcado y que más admiro.

   A Saramago lo leí tarde, lo que no impidió que se convirtiera en uno de mis escritores fetiches. Uno de sus primeros textos que cayó en mis manos fue un artículo de opinión titulado «De las piedras de David a los tanques de Goliat», publicado en El País en abril de 2002. Aquí, como representante del Parlamento Internacional de Escritores, de visita en Palestina, hace una radiografía irónica del conflicto con Israel bajo la perspectiva del antiguo mito de David y Goliat. Toda la monstruosidad y la bestialidad de Goliat, toda la astucia de David, están ahora del bando judío; las hondas y las piedras quedan al otro lado, enfrentadas a tanques y bombarderos. Menciono este artículo porque, independientemente de las filias y fobias políticas, es muy significativo de la trayectoria de Saramago. El compromiso social y político ha ido siempre por delante de una persona que ha sido descrito por quienes le conocen como austero y sencillo. De hecho, su última aparición pública fue en un acto de apoyo a la activista saharaui Aminatu Haidar.

   Fue su visión crítica de la realidad, especialmente punzante en lo que a religiones se refiere, lo que le granjeó la figura casi de disidente político. En todas sus novelas aparece de alguna u otra manera ese ataque a la religiosidad, sobre todo al cristianismo y al judaísmo, pero fue El evangelio según Jesucristo el libro más abiertamente anticatólico, aquel que le valió el enfrentamiento con el gobierno de su país y le llevó a salir por la puerta de atrás para instalarse casi definitivamente en Lanzarote, donde ahora ha muerto. Cruel e inevitable destino el de algunos escritores, el de Oscar Wilde por ejemplo, repudiados en vida y reivindicados en muerte.

   Las lecturas de Saramago, desde hace algunos años, las voy alargando en el tiempo con una deleitosa morosidad, temeroso de que alguna vez termine de leer todo lo escrito por el autor portugués. Sus libros, por un capricho prácticamente autoimpuesto, llegan a mis manos en unas circunstancias muy concretas, convertidos en compañeros infatigables de cuantos viajes hago. Así, El hombre duplicado me trae a la memoria una navidad en Barcelona, El ensayo sobre la ceguera unos luminosos y brillantes días de descanso malagueño, El evangelio según Jesucristo un paseo por Lisboa, El viaje del elefante una incansable semana en Londres ―y próximamente Caín en Marruecos―. Saramago no puede más que traerme buenos recuerdos, porque sus libros permanecen unidos a fuego con experiencias vitales llenas de belleza e intensidad.

   Ahora que ha muerto seguiré leyéndolo, con el temor de que algún día agote todos sus escritos, con la esperanza de la relectura, con el temor de que algún día agote todos los lugares, con la esperanza de los reviajes. Muchísimo más podría decir sobre su estilo inconfundible, sobre la profundidad de su visión. Queden estas pocas palabras como un pobre tributo, que otros sabrán decir mucho más y mejor en estos días inciertos.

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