Uno se espera de los encuentros entre grandes escritores que sean momentos de una intensa creatividad, que que salten chispas, como en la velada que reunió a Lord Byron, a Polidori y al matrimonio Shelley y que dio como resultado Frankenstein y El vampiro. Aunque no siempre es así: del encuentro entre Proust y Joyce no solo no nació ninguna obra sino que fue un fracaso. Sin embargo, el 30 de agosto de 1889 volvió a repetirse una de esas fructíferas reuniones en el mundialmente famoso Hotel Langham de Londres. La entrevista, entre Arthur Conan Doyle y Oscar Wilde, dio lugar a dos de las novelas más importantes de finales del siglo XIX.
En agosto de 1889, Joseph Marshall Stoddart, editor de la revista mensual Lippincott con sede en Filadelfia, llegó a Londres para organizar una edición británica de la revista e invitó a una cena a Conan Doyle y a Oscar Wilde, con cuyas habilidades literarias esperaba contar en el siguiente número. Nunca se habían visto antes y, a pesar de que los dos escritores no podían tener caracteres más distintos ‒Doyle era como una especie de morsa en traje de domingo y Wilde tenía el aspecto de un dandy lánguido‒ la conversación entre ambos fue bastante fluida. Wilde había leído Micah Clarke y le comentó a Doyle que le había gustado bastante. En su autobiografía Memorias y aventuras Doyle recordó aquella velada como una «noche dorada» y parece que Wilde le dejó una huella imborrable. Doyle llegó a escribir: «Debo añadir que nunca en la conversación con Wilde observé un rastro de tosquedad de pensamiento».
Al final de la cena Stoddart logró el compromiso de ambos autores de escribir una novela corta para Lippincott. Wilde escribió El retrato de Dorian Gray, su única novela, mientras que Doyle compuso El signo de los cuatro, la segunda historia de Sherlock Holmes. Según Samuel Rosenberg, experto en Holmes, uno de los personajes de la novela de Doyle, Thaddeus Sholto, es una evidente caricatura de Wilde. No por casualidad Sholto era afeminado y decadente, descrito por Doyle como «el campeón del escepticismo», indentificable incluso por varios rasgos físicos. Pero Rosenberg va más allá y señala la influencia en el mismísimo Holmes, que progresivamente se va volviendo más epigramático.
La relación entre ambos escritores fue cordial, e incluso amistosa, pero siempre se mantuvieron a cierta distancia. A medida que la reputación de Wilde se iba haciendo cada vez más cuestionable Doyle iba haciéndose más distante.
En la década de 1920, cuando Wilde llevaba ya 20 años muerto, se produjo una nueva anécdota entre ambos escritores. En 1923 la médium irlandesa Hester Dowden reveló que había tenido una serie de conversaciones con el espíritu de Wilde. En ellas el autor había llegado a componer una obra de teatro entera o había hecho algunas de sus típicas declaraciones jocosas, como que estar muerto es lo más aburrido que puede ocurrir, con excepción de casarse o cenar con un maestro de escuela. Cuando se enteró Doyle, que en esa época estaba muy interesado por los fenómenos espiritistas, envió una carta a la señora Dowden pidiéndole que le diera recuerdos a Wilde de su parte. Además le hizo la siguiente petición: «dígale que me honraría al venir mi casa a través de mi esposa, que es una excelente escritora automática, hay algunas cosas que me gustaría comentarle».
No hay comentarios