Le escucho en “Night and Day”.
Su música de oro
llega a esta tarde desde el otro lado
del mundo, el tiempo y
el muro de la muerte (“Recorded in New York,
March 25, 1952”)
Y con alas de ensueño me transporta
a una extraña alegría, serena sin embargo,
de la que todas las palabras quedan
demasiado lejos. (Fray Luis
tuvo que conformarse con llamarla
“mar de dulzura”).
Ahora
mientras van apagándose los últimos aplausos
–el disco ha conservado un difuso rumor
de copas, movimientos de abrigos y sombreros
de gente que ya salen, impregnadas de humo–
pienso en todas las cosas
que esa Belleza tiene tras el telón de fondo:
pienso en aquellas noches despedazadas, pienso
en aquel hombre póstumo –sólo treinta y un años–,
en sus dientes de perra rabiosa en Camarillo
State Hospital, pienso
en las albas podridas de alcoholes y heroína
en que regresaría del Infierno
al Infierno por torvos callejones de gatos
–la lluvia gris desafinando sobre
los cubos de basura–.
Y me pregunto
Por el enigma que une esos extremos
–“Night and Day”–, su existencia, que escruto con los ojos
de la memoria: tallo que enlaza el indecible
esplendor de la rosa
y el estiércol.
Miguel D´ors, La imagen de su cara, 1994.
La simbología clásica, así en Homero o en Hesíodo, nos presenta al artista presa de un estado febril de ensoñación, arrebatado por las Musas, poseso y poseído. Platón, en la misma línea, concibe en el Fedro la creación poética como un estado de locura divina –la opinión que merecen los artistas a Platón oscila, porque en la República los había despreciado–. Cuando Platón habla de locura no se refiere ciertamente a una patología, sino a una bendición, a un don, que comunica al poeta con lo trascendental. A lo largo de la Edad Media y del Renacimiento se mantienen de alguna forma las teorías platónicas sobre el artista, más o menos cristianizadas, como ocurre con Marsilio Ficino en el siglo XV, autor neoplatónico que sustituye a las musas por el Dios cristiano.
El siglo XVIII no desdeña completamente el origen irracional del arte. Uno de los defensores más importantes del genio, en parte irracional, es Diderot, que dedica un artículo completo a estas cuestiones en su Enciclopedia. Tampoco se puede olvidar en Inglaterra a Hogarth, con su Análisis de la belleza, de 1753, que defiende la libertad creadora del genio. A medida que el Romanticismo vaya cobrando fuerza la teoría del genio irá adquiriendo importancia. Hacia 1770 es reivindicada en Alemania por el Sturm und Drang, movimiento que sirve de germen del Romanticismo. Autores como Shelley, Schelling o Schlegel comienzan ha hablar de imaginación, de inconsciente, de sueños o de libertad total. Uno de sus máximos defensores en Inglaterra es Coleridge. Con Coleridge se comienza a introducir un elemento, que probablemente siempre estuvo presente en el arte, pero del que no se suele hablar: las drogas. Coleridge reconoce que escribió su largo poema inconcluso Kubla Khan bajo la influencia del opio, en un estado de soñolencia. Uno de los autores más interesados en explorar este aspecto artístico es Baudelaire con sus Paraísos artificiales, expresión tomada de Thomas de Quincey, otro opiómano y amigo de Coleridge. La búsqueda artística en las drogas alcanzará su mayor expresión a finales del siglo XIX y principios del XX, pero es una práctica que llega hasta nuestros días.
Así es como empieza la oscuridad del genio poético y sus relaciones con la autodestrucción. Otra teoría que participa en esta consideración oscura y marcada del artista es la de Sigmund Freud. Para Freud el artista no es más que un neurótico, y la obra de arte es la manifestación material de un complejo de tipo sexual que permanece en el subconsciente y que tiene su origen en la infancia del artista. Este es el análisis que hace Emilio Valdivielso en El drama oculto, autor psicoanalista que trata de estudiar las patologías de grandes genios como Buñuel, Lorca, Dalí, Falla y Sánchez Mejías. Efectivamente en todos estos autores existen diversos traumas infantiles, pero el punto débil de la teoría psicoanalítica es que no explica por qué algunos son capaces de convertir esos complejos en materia artística y otros no. Carl Jung habla, por su parte, del inconsciente colectivo, y Jean-Paul Weber, con su teoría del análisis temático, trata de perfilar el complejo freudiano, que ya no reside únicamente en el subconsciente, sino que también puede permanecer en la parte consciente. Más prudente es Charles Mauron con su método psicocrítico, que estudia el complejo freudiano, pero teniendo en cuenta que en el acto creador siempre hay algo más.
Pero lo cierto es que todos estos intentos de estudiar la naturaleza del genio artístico nunca conseguirán explicar qué es lo que hace, como dice Miguel D´ors, que se enlacen la rosa y el estiércol. En el caso de autores como Lautreamont o Gerard de Nerval es evidente; algo en su interior los impulsaba hacia la autodestrucción. A Charlie Parker también le impulsaba esa misma fuerza destructora. Las drogas acabaron con su vida a la edad de 34 años, y su amigo inseparable Dizzy Gillespie no pudo hacer nada por salvarle. Ciertamente no es la misma fuerza autodestructora que dirige a Dalí, gran gallina de los huevos de oro; pero no deja de ser curioso cómo de las manos de un cretino, un neurótico o un drogadicto –o de un ser humano decadente, como reflexiona Thomas Mann en Muerte en Venecia pueden salir las obras de arte más grandes de toda la Humanidad. Es necesario leer “El perseguidor” –en Las armas secretas– de Julio Cortázar para darse cuenta del estado en que se encontraba Charlie Parker –o Johnny Carter, como Cortázar le llama –, completamente inepto e inútil para todo lo que no fuera tocar su saxo, y a veces incluso para eso. Y sin embargo, a pesar de su vida fracasada en todos los sentidos, es un genio que ha pasado a la historia del arte, como uno de los grandes. Así ocurre con otros tantos.
A pesar de todos los intentos de explicar el misterio, nadie podrá saber nunca por qué se unen los dos polos opuestos, por qué la grandeza artística y la decadencia vital de genios como Charlie Parker o Dalí. Es algo que nos seguiremos preguntando siempre.
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