El mundo de Sofía

El mundo de Sofía

   En la «Epístola a los Pisones», más conocida como Arte poética, Horacio escribía aquello de: miscere utile dulci. Lo que Horacio quería decir es que cualquier gran obra debe ser amena y entretenida y edificante al mismo tiempo. Este precepto horaciano, llevado a extremos impertinentes en algunas épocas, resume una de las grandes aspiraciones de la literatura de todos los tiempos, hasta la llegada de la Crítica del juicio de Kant, que considera la literatura bajo el principio de la “satisfacción desinteresada”. Estas consideraciones sobre el arte se confirman en el Romanticismo y culminan en Oscar Wilde, Théophile Gautier y compañía. En la actualidad se sigue practicando, ni más ni menos, tanto como siempre, aunque los escritores tienen terminantemente prohibido hablar de ellos, sino quieres ser tachados de moralistas y conservadores. Pero es precisamente el miscere utile dulci lo que se pone en práctica en las gruesas novelas históricas, cuyos escritores se han documentado concienzudamente, para ofrecernos un pedazo de historia con la mayor exactitud posible. Yo, por mi parte, nunca me he mostrado en contra de Horacio en este sentido, siempre y cuando no se lleguen a extremos insoportables, y aún cuando eso ocurre, hay novelas que merecen la pena, como el Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán. Precisamente, una unión perfectamente equilibrada –y de ahí viene en parte su gran éxito–, es lo que consiguió Jostein Gaarder con El mundo de Sofía.

   «¿Quién eres?», es la pregunta de la que parte este maravilloso libro que no es sino una búsqueda de uno mismo a través del pensamiento de los grandes sabios de la Humanidad. ¿Quién eres?, una pregunta imprescindible y universal a cualquier ser humano. El mundo de Sofía trata de ser una respuesta a esta pregunta. Pero para contestar a ella se formula una nueva pregunta previa: «¿de dónde venimos?». Es posible que esta segunda pregunta sea más sencilla de explicar –en comparación con la primera–, y para dar una respuesta aproximada se formula el curso de filosofía que es la espina dorsal de esta obra. Pero es necesario entender esta segunda pregunta no como una búsqueda del origen de la existencia, sino como una historia del pensamiento humano desde su nacimiento hasta nuestros días; lo cual puede llevarnos a comprender mejor nuestro propio pensamiento –aunque sobre los orígenes ya dará cuenta Darwin–.

   A punto de cumplir catorce años Sofía recibe una serie de misteriosas notas anónimas en las que se le plantean las grandes preguntas de la Humanidad. Detrás de estas preguntas está el filósofo Alberto, que impartirá a Sofía un extraño curso de filosofía, al principio por correspondencia, y más tarde él mismo, utilizando en ocasiones el diálogo socrático. Las consecuencias de este curso de filosofía, completamente imprevisibles, cambiarán de raíz la vida de la pequeña Sofía, y le darán una conciencia clara de sí misma. Al mismo tiempo que Sofía va descubriéndose a sí misma, el curso ofrece al lector herramientas imprescindibles para llevar a cabo un proceso de descubrimiento análogo. El descubrimiento de Sofía, tendrá sin embargo, tintes algo dramáticos.

   A pesar de que El mundo de Sofía se ha convertido en una obra de culto entre adultos, es fácil percibir su enfoque didáctico destinado a un lector adolescente. El pensamiento de los grandes filósofos de la Humanidad se desarrolla y explica con una sencillez y una claridad diáfana, a veces simplificando demasiado, pero con simplificaciones por otra parte necesarias. La historia de la filosofía, que es el núcleo central de la obra, es simplemente una excusa para que el lector se plantee la ansiada pregunta de quiénes somos. Esta pregunta es imprescindible, porque El mundo de Sofía pretende más despertar la curiosidad por la filosofía que enseñar sistemas filosóficos de forma sistemática. No es un manual de filosofía, como podría ser en cierto modo la monumental Historia de la filosofía occidental de Bertrand Russell, sino una novela de entretenimiento, que cumple a la perfección con el postulado horaciano. En este sentido Gaarder sabe acertar con una trama que engancha al lector desde el primer momento mediante una intriga que va aumentando a medida que avanzamos la lectura.

   En el juego de espejos que establece Gaarder, típicamente borgiano, toma un papel fundamental la figura de Berkeley. Teniendo en cuenta la principal premisa de Berkeley, es decir, que el mundo en que vivimos es el sueño de Dios y nosotros somos personajes dentro de ese sueño, se establece un paralelismo entre el mayor Albert Kang y Dios, pero al mismo tiempo se baraja con la posibilidad de que Kang sea otro personaje movido por los hilos de otro dios superior –Gaarder–, y así sucesivamente, en un guiño típicamente borgiano que recuerda al famoso verso final de su soneto dedicado al ajedrez: «qué dios detrás de Dios la trama empieza». Hay que tener en cuenta además que Berkeley, como todos los filósofos idealistas, era uno de los preferidos de Borges, que además estudio profundamente el tema del sueño divino en su antología Libro de los sueños. La conclusión que plantea Gaarder es que a través del conocimiento filosófico uno puede liberarse de las cadenas que le atan a esa especie de ensueño divino y decidir qué quiere hacer con su propia vida. Demasiado alto apunta tal vez Gaarder, con un final que puede parecer más de la Disney que de un filósofo serio.

   Gaarder sitúa a sus personajes al mismo nivel que su autor, liberándolos de la tiranía del papel. Esta técnica literaria arranca de los dramas de Pirandello, y es uno de los pilares básicos de la teoría artística de Roberto Arlt o de la teoría crítica de Miguel de Unamuno, como muestra en La vida de don Quijote y Sancho. Además, Unamuno también pudo ponerlo en práctica en otras novelas como Niebla o Cómo se hace una novela. Al igual que sus predecesores, Gaarder plantea la rebeldía de los personajes contra su autor, que maquinan planes en secreto y que finalmente logran llevarlos a la práctica.

   Además del final, hay que señalar algunas deficiencias más en la obra. Se echa en falta un desarrollo más detallado de algunos nombres, como por ejemplo, de Francis Bacon o de Schopenhauer; y otros filósofos no quedan suficientemente explicados, como es el caso de Spinoza o de Berkeley, a pesar de que precisamente Berkeley sea tan importante dentro del desarrollo de la trama. No parece que los constantes juegos del mayor Albert Kang dentro del mundo de Sofía tengan más utilidad que demostrar la omnipotencia de Albert, estableciendo un paralelismo con la figura de Dios. La introducción de personajes como Caperucita Roja o Winnie de Pooh en el ordenado y racional mundo de Sofía rompe el pacto de ficción entre autor y lector, tal y como hace la literatura del absurdo. Este tipo de literatura es la expresión artística de corrientes filosóficas existencialistas, fundamentalmente del existencialismo de Sartre y de Camus. Para Sartre existir es crear tu propia existencia, y esto es precisamente lo que hacen Sofía y Alberto al final de la novela. Sin embargo, este tipo de juegos entra en contradicción con los primeros capítulos. En un primer momento Alberto define al filósofo como aquel que es capaz de asombrarse por lo cotidiano, pero a medida que avanzamos en la novela la capacidad de los personajes de asombrarse de las maravillas del mayor se va atrofiando, hasta llegar a un punto en que ignoran todo lo que se sale de lo cotidiano. En este sentido se puede establecer un vínculo entre El mundo de Sofía y el realismo mágico, que propone maravillarse de lo cotidiano y afrontar lo maravilloso con normalidad.

   En definitiva, es El mundo de Sofía una novela sobre la historia de la filosofía con una interesante trama que atrapa e interesa al lector casi desde el primer momento y que le hace devorar páginas a un ritmo vertiginoso. Consigue Gaarder que el lector entre de lleno en el pensamiento filosófico occidental y aprenda las líneas básicas de cada pensador, sin hacer que el lector, adolescentes y no tan adolescentes, pierda el más mínimo interés en el libro.

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