Blue Star de Joan Miró, 1927

Blue Star de Joan Miró, 1927

   No deja de ser sorprendente que una de las definiciones y descripciones más certeras y completas que se han hecho sobre el arte contemporáneo permanezca vigente ochenta y tres años después de que fuera formulada en 1925. Por supuesto me refiero a La deshumanización del arte de Ortega y Gasset. Lo verdaderamente curioso es que se pueda aplicar el adjetivo moderno a algo que es tanto de principios del siglo pasado como de anteayer. Curioso y absurdo, porque destapa una situación de anquilosamiento en un concepto del arte que se enmascara en la excusa pueril de la originalidad y del todo vale. Afortunadamente no todo el monte es orégano, y existen artistas que han elegido derroteros muy distintos.

   En La deshumanización del arte Ortega se refería a ese arte apolíneo dirigido a una selecta minoría especializada, una noción alejada de la inmediatez de lo figurativo que requería la intercesión del intelecto para su comprensión y posterior admiración. De ahí que el arte de las vanguardias venga refrendado por un fuerte aparato teórico, que en muchos casos es incluso superior a su puesta en práctica ─como podría ocurrir con el creacionismo de Vicente Huidobro─. La relación entre el espectador y la obra y su carácter minoritario es muy coherente en la sistematización de Ortega: un espectador que no esté preparado y que no entienda la obra tiende a rechazarla por miedo a que la comprensión de la obra esté por encima de él; por el contrario, si ese mismo espectador logra aprehender el sentido de la obra a través de un arduo proceso intelectual, sólo al alcance de unos pocos, se sentirá satisfecho consigo mismo, tanto más cuanto más difícil sea acceder a la obra y más se demuestre su capacidad intelectual, en un puro acto de onanismo mental.

   En este sentido se podría decir que las obras de arte más complejas son al mismo tiempo las que reportan una mayor satisfacción en la posesión de su significado. Sin embargo, opino que cuando la explicación entorpece a la obra en sí misma, al simple acto de contemplación, que por supuesto tiene mucho de intuitivo, el proceso de recepción de la obra pierde eficacia. El arte, al fin y al cabo, debe producir sensaciones, y no es recomendable reducirlo siempre a estímulos intelectuales. Las dos caras de la moneda se pueden ejemplificar en una misma obra: en Marcel Duchamp o el castillo de la pureza Octavio Paz logra poner en pie una justificación convincente para los ready-mades ─desde luego a mí me lo parece─ pero cuando se refiere al gran protagonista del libro, el Gran Vidrio, la explicación se carga de una densa erudición metafísica ─y a ratos sospechosamente vacía─ que hacen que su lectura sea insoportable, algo que por desgracia abunda en los suplementos culturales.

   Otro ejemplo, mucho más práctico y cercano, para explicar lo que quiero decir es la situación ocurrida en ARCO el año pasado, cuando un programa de televisión consiguió introducir y exponer un cuadro hecho por niños en la feria, ante un asombrado público que hacía las más profundas ─y ridículas─ disquisiciones en torno a la gestación y a la simbología de la obra, que por supuesto no tenía otro sentido sino el meramente lúdico. Ya entonces escribí un artículo titulado «El traje nuevo del emperador» en el que denunciaba las tropelías que se llevan a cabo entre una pléyade crítica endogámica y un pueblo llano vanidoso y cateto que se deja llevar por unas ínfulas que le conducen a la más absoluta estulticia.

   Pero volvamos a los felices años veinte, o más concretamente a 1927, cuando se fraguó la obra de arte a la que hoy quiero referirme. Hace no mucho tiempo leía una noticia en El País sobre la venta de un cuadro de Joan Miró llamado Blue Star por 11,6 millones de euros, cifra que supone todo un record y que supera ampliamente las expectativas depositadas por la casa de subastas en el cuadro. No voy a entrar a enjuiciar la transacción económica, ni tampoco el valor o el sentido de la obra, que para algo están los expertos, que seguramente sabrán infinitamente más que el común de los mortales. Lo que me ha llamado la atención ha sido el fragmento de la noticia donde se trata de dar cuenta de la importancia de este lienzo dentro del conjunto de la producción de Miró, un texto que transcribo a continuación:

   «La tela de Miró tiene algo de resumen o apunte de todo lo que el artista catalán va a realizar en esa época, con todos los elementos clásicos de su vocabulario. Es un momento mágico, en que estrellas y pies se encuentran alegremente con pequeños trazos que simbolizan el apetito y la curiosidad sexual del pintor. “Ahí están reunidas, excepcionalmente, la representación de la figura humana y los signos cósmicos. Y todo en una sola imagen”, había dicho él mismo de la obra.

   »Alberto Giacometti resumía lo que significa el trabajo de Miró en estos años diciendo que “es el símbolo de la libertad. Nunca había viso nada tan aéreo, tan suelto, tan ligero. En cierta manera, podía decirse que era perfecto. Miró no podía poner un punto sin que éste aterrizara en el lugar preciso. Era tan auténticamente pintor que le bastaba con distribuir tres manchas de color sobre una tela para que ésta existiera y fuera cuadro”.»

   Leo varias veces el fragmento y contemplo atónito el lienzo. Entiendo las palabras, pues están escritas en español, pero no logro crear un vínculo entre ellas y el cuadro que miro, con la consabida pregunta de «¿seré tonto que no comprendo tan sesuda interpretación?». Lo único que me resulta evidente es que un crítico no debería explicar una obra de arte utilizando símbolos, porque en ese caso habría que echar mano de otro crítico que nos explique lo que quiso decir el primero. Ahora entiendo mejor que nunca a Ortega: es la frustración intelectual lo que nos lleva a rechazar una obra de arte que no comprendemos. O eso o la intuición de que la explicación es un añadido a posteriori por los críticos de turno ─y el propio artista en el caso de Miró─, un postizo corroborado por un público y un mercado complacientes. Juzguen ustedes.

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