En la mente de muchos de nosotros existe una separación entre ‘locura’ y ‘excentricidad’. La locura aparece cuando una persona realiza algo fuera de las convenciones sociales. La excentricidad, cuando esta necesita ser respaldada por cantidades económicas de dimensiones considerables.

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Así, cuando alguien bebe agua cruda está loco, pero si lo hace un rico se trata de una excentricidad que puede llegar a ser moda. Peligrosa, por cierto. Como si el número de monedas que asoman de nuestros bolsillos rebajasen la pena de ser imbécil a ser simplemente una persona atrevida.

¿Por qué a los pudientes, incluso los formados, les da por hacer estupideces que incluso ponen en riesgo sus vidas? Los ricos son más propensos a ser captados por sectas, a realizar excentricidades locuras, a perder dinero y salud. En 2017 se popularizó el peligroso agua cruda. Ahora les ha dado por el mindful eating.

Es como si ser rico y poseer mucho capital les lanzase de lleno al reino de la estupidez, pero no están locos. Están aburridos, que es mucho peor, y necesitan chutes cada vez más altos de algo que no sea una vida fácil. Necesitan problemas, volver al fango en el que todos los demás nos arrastramos.

Una dosis de dopamina más, por favor

¿A alguno de los lectores les gusta los deportes de riesgo? Si es así conocerán la sensación de éxtasis que supone el arrojarse desde un acantilado protegido únicamente con una fina tela que frenará nuestra caída, colgados del techo del mundo por hebras milimétricas que sostienen un corazón agitado.

Esa agitación es fruto de la dopamina y otras sustancias que hacen divertido el riesgo. Quienes disfrutan de este tipo de ocio pueden incluso resultar adictos a dosis cada vez más elevadas. A quien ha saltado varias veces desde un precipicio pronto esta actividad le resultará sosa, y necesitará un riesgo mayor.

En su último ensayo, ‘Irresistible ¿Quién nos ha convertido en yonquis tecnológicos?’, Adam Alter habla sobre lo complejo que es desengancharse del riesgo. Las sustancias químicas que produce en nuestro cerebro funcionan como una droga, y por tanto una adicción. Somos adictos a jugarnos a la vida.

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También nos volvemos adictos a perder el dinero y la salud, a jugarnos el prestigio social, a columpiarnos en el límite de las posiciones éticas y morales de nuestra sociedad, a bailar en el límite de la cortesía solo para chinchar al adversario. Cualquier situación que nos arranque de la monotonía.

Este es el motivo por el que Alexander Polli, el saltador base italo-noruego, se dejó la vida al impactar a cientos de kilómetros por hora contra un árbol en Brévent. Cuando se ha volado a 20 metros de distancia del suelo, uno busca hacerlo a la mitad de altura. De lo contrario, no hay ‘chute’.

Resulta evidente que la adicción al riesgo no supone solo una aventura para los más pudientes, pero sí se da más a menudo entre quienes tienden a aburrirse de la vida. Y a aburrirse ganan los ricos. ¿Alguno de los lectores ha tratado de pasarse un videojuego con trucos? Este pierde rápidamente nuestro interés.

Todos somos jugadores de videojuegos

Muchos de nosotros éramos jugadores de videojuegos mucho antes de que los smartphones hiciesen fácil el descargarlos en masa. Hoy, pocas personas pueden decir que no juegan a nada. Los markets de Android e iOS rebosan de minijuegos que ocupan los 30 segundos que tarda un ascensor en subir.

En lugar de preparar nuestro elevator pitch, reunimos tres tipos de bombones del mismo color para generar una reacción en cadena y ganar puntos con los que acceder al siguiente nivel. La pantalla se ilumina y se oyen explosiones y sonidos de monedas virtuales después de cada turno. Nos animan a seguir.

Nos sentimos exultantes cuando conseguimos reunir varias hileras de cuatro bollos iguales y realizar combos. ¡Puntos, puntos! Hablo del Candy Crush de los móviles, pero podría mencionar el Farmville de Facebook o el Ogame para navegador. ¡Puntos, más puntos, más rápido!

Tetris, Super Mario Land, Angry Birds… que el lector elija el minijuego de éxito que quiera porque todos tienen el mismo patrón: la dificultad creciente está medida con cariño en un crescendo de pequeñas metas. Actualmente estoy investigando en el móvil el juego ‘Dungeon Cards’, que podéis ver abajo:

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La mecánica es extraordinariamente sencilla, y el avance muy lineal. Lento, pero constante. En cada partida se gana oro, siempre, dando al jugador la sensación constante de avance. Con el oro ganado en cada ronda podremos desbloquear héroes y habilidades con los que llegar más lejos.

Un videojuego con trucos pronto se vuelve aburrido

El sistema de logros nos incitan a seguir jugando, y la dificultad creciente actúa como freno. Ese punto intermedio de dificultad es la clave. No queremos juegos fáciles. Este juego con oro infinito sería aburrido porque jugar no es una experiencia gratificante per sé. Mover cartas no es divertido.

Conseguir oro lo es, y de esto se dieron cuenta los creadores de Wario, el rival codicioso de Mario. Cuando en Nintendo diseñaron a este personaje de la franquicia lo hicieron de tal modo que nos pudiésemos sentir identificados con él. ¿Quién no quiere más monedas de oro, más plátanos, más vidas?

Pero conseguirlas fácilmente nos aburre. Hacer trampas destroza la experiencia de usuario. En ‘Irresistible’, de Alter, se estudia este fenómeno. Los juegos, actividades o vidas que lo tienen todo fácil acaban siendo las que menos sentido tienen. Los videojuegos se abandonan cuando se vuelven fáciles.

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Trágico, pero este tipo de conductas puede visualizarse cuando nos desplazamos a un zoológico. Allí, los animales no necesitan competir para conseguir alimento, ya que sus amables cuidadores se lo dan todos los días a horas regulares. Existen pocos ejemplos más precisos de la depresión generada por aburrimiento profundo que el de esta visión animal.

Quien tiene motivos para vivir encuentra un ‘cómo’

Emilio Duró, coach que usa el humor para transmitir conceptos relativamente complejos a audiencias adormiladas, comentó en el VI Congreso del Comercio Gallego que “cualquier persona que tenga un porque vivir encuentra siempre un cómo”. Hablaba de los campos de refugiados nazis y la supervivencia.

La conclusión no es suya, sino del neurólogo Viktor Emil Frankl, superviviente de los campos de Auschwitz y Dachau. En su libro ‘El hombre en busca de sentido’ relata cómo aquellas personas que tenían un motivo (un por qué) en los campos conseguían sobrevivir a estos. Aquellos que no lo tenían, se dejaban caer. Muchos de ellos se abandonaban a la muerte.

Con duras palabras planteó un dilema que ha ganado más y más tracción a lo largo de los años. Las personas nos aburrimos más y más rápido. Los ricos a velocidades de vértigo. ¿El motivo? La falta de significado vital dado por varios factores: el que todo sea muy fácil, muy difícil, o el que nada importe demasiado.

El tercer factor es resultado de cualquiera de los dos primeros. Volvamos a los videojuegos, o a los campos de refugiados. Si en cualquiera de estos dos escenarios nuestras acciones no cambian el curso de la narrativa, ¿qué estamos aportando? ¿Merece la pena seguir adelante?

Riesgo, significado y máquinas tragaperras

Cuando los ricos se encuentran en un entorno en el que nada ofrece resistencia y sus acciones resultan inocuas para el entorno, se sitúan en paralelo con aquellas personas con pocos recursos que pican víctimas de las máquinas tragaperras. Ricos y pobres comparten su amor por las líneas combinadas. ¿Por qué?

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Porque su interacción con el entorno se ha vuelto aburrida. Los pobres carecen de recursos para generar un impacto visible, y los ricos tienen tantas monedas que se han vuelto adictos a cambios cada vez más significativos, traspasando la barrera de la locura para hacer reales manifestaciones cada vez más raras.

Algunos pudientes lo muestran de forma grotesca sobre rostros líquidos repletos de operaciones. Caras repletas de botox y cortes que despiertan asco en quienes no entendemos cómo se prestan a algo así. Necesitan estímulos cada vez más llamativos. ¡Puntos, más puntos, más rápido!

Para los ricos, vivir resulta demasiado fácil. Es como jugar a un videojuego con demasiadas monedas en el bolsillo. Chetado. ¿Tiene sentido seguir avanzando en la mazmorra si sabes que ningún monstruo ofrecerá resistencia? ¿De qué sirve seguir combinando pasteles si avanzar es tan fácil?

No queremos una vida fácil, es el motivo por el que los ricos se aburren. Tampoco queremos una vida tan difícil como para abrazarnos a un motivo que nos mantenga vivos. Surfear entre estos dos estados requiere de una habilidad que algunos filósofos y neurocientíficos tildan de “felicidad”.

Imágenes | Andrew Spencer, Leio McLaren, Joshua Newton, Carl Raw

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