Rayuela de Julio Cortázar

Rayuela de Julio Cortázar

   –A lo mejor la vi y no la contesté, pero era por el calor y porque en el fondo yo hubiera tenido que lavar los platos antes de venir a acostarme.

   –Primero los platos– dijo –. Un buen lema. Detrás de cuántas puñaladas hay esa razón que ningún juez aceptaría. Preferís pasar la lengua por los platos sucios antes que lamerme el pecho como un caracolito industrioso. Dejando una huella en forma de cuatro o de ocho. Mejor de siete, número empapado de sacralidad. Pero no, primero lameremos los platos como decía la reina Victoria. Primero lameremos los platos.

   –Pero es que están tan sucios, –dijo –. Hace quince días que no lavamos nada en la cocina. Ya te fijaste que hoy almorzamos con platos sucios, no se puede seguir así.

   –Estás perturbando las hebras– dijo.

   –Y si ahora me hicieras la seña, si ahora mismo vos…

   –Ahora no hace falta– dijo –. Tengo derecho a lo que me dé la gana. Al fin y al cabo no sos más que una mosca.

   Se oyó un silbido en forma de S. Entró por la ventana que daba a la calle.

   –Es –dijo –. Me llama.

   –Vestite un poco antes de asomarte– dijo –. Siempre te olvidás que estás desnudo.

   –Es que siempre estoy desnudo. Sos vos la que te olvidás de eso.

   –Está bien– dijo –. Pero por lo menos ponete el pantalón de piyama. ¿Y yo hasta cuándo tengo que quedarme así?

   –No sé– dijo –. Primero hay que ver lo que quiere –.

   –Alguna manga, seguro. Un cigarrillo o los fósforos, esas cosas.

   –Es un vicioso, realmente.

   –Pero vos lo protegés.

   –Si te vas a poner a proteger a la gente normal…

   –Es cierto– dijo –. En el fondo es un buen muchacho. Oílo como silba. Es increíble la forma en que puede silbar. A mí se me haría pedazos la boca.

   – es un alquimista– dijo –. Transforma el aire en una cinta de mercurio. Qué jodido, carajo.

   –¿Por qué no te asomás a ver lo que quiere? Fijate que yo no estoy muy cómoda con estos hilos.

   se quedó estudiando en silencio las palabras de .

   –Ya sé– dijo–. Lo que vos querés es que yo te suelte para irte a lavar los platos sucios.

   –Te juro que no. Me quedo aquí con vos. Si me hacés la seña, te juro que…

   –Puta, reputa, recontraputa–dijo –. Si te hago la seña, eh. Ahora vení a comprarme con la seña. ¿Qué me importa la seña, si te he poseído como me dio la gana mientras dormías? Ahora mismo no tengo más que resbalar veinte centímetros, abriéndome paso como una gaviota entre este maravilloso cordaje negro, esta arboladura de galeón empavesado, y penetrarte de un solo golpe para que grites, porque siempre gritás si te tomo de sorpresa. Y lo estás deseando, hace cinco minutos que te huelo y sé que lo estás deseando, podría entrar en vos como una mano en un guante usado, tenés el perfecto grado de humedad que aconsejan los especialistas en cuestiones copulares, especie de holoturia caliente.

   –¿Realmente lo hiciste mientras yo dormía?–dijo.

   –Lo hice de la manera más perfecta, pero eso no lo comprenderás nunca– dijo mirando las hebras con un orgullo profundo–. Más allá de la seña, más allá de tu sucia cocina, y sobre todo más allá de tu bajo deseo. Quedate quieta, estás alterando las hebras.

   –Por favor– dijo –. Andá a ver qué quiere , y después cerrás las persianas y venís conmigo. Te juro que no me voy a mover, pero apurate.

   Volvió a estudiar en silencio las palabras de.

   –A lo mejor sí– dijo. Vos no te muevas. ¿Querés que te seque un poco con una toalla? Estás sudando como una marmota.

   –Las marmotas no sudan– dijo.

   –Sudan muchísimo– dijo.

   Siempre hablaban de marmotas en el momento en que se reconciliaban.

   –Ahora la cuestión es saber cómo voy a salir de aquí– dijo –. Hay tantas hebras que puedo tropezar con una, y cuando se retrocede no se tiene la misma clarividencia que cuando se avanza. Es increíble cómo el hombre ha nacido para la frontalidad. De espaldas no somos nada, che. Como la marcha atrás en auto, el más pintado se traga un buzón en la primera de cambio. Vos guiame. Primero saco esta pierna y pongo la rodilla en el borde de la cama.

   –Un poco más a la derecha– dijo.

   –Me parece que toco una hebra con el pie– dijo , mirando atrás y corrigiendo su movimiento.

   -Apenas la rozaste. Ahora poné la otra rodilla, pero despacio. Estás hermoso, tan sudado. Y la luz de la ventana te hace como un baño verde. Parecés podrido, te juro. Nunca te vi tan lindo.

   –Dejate de elogios y guiame– dijo furioso–. ¿Te parece que pongo el pie en el suelo, o mejor voy resbalando? Lo malo es que me voy a despellejar las canillas, esta cama tiene un filo terrible.

   –Poné primero el pie derecho– dijo –. Lo malo es que no alcanzo a ver el piso, cómo querés que te guíe si tengo que quedarme quieta.

   –Ya está– dijo –. Ahora me voy agachando despacio y retrocedo centímetro a centímetro, como en las novelas de.

   –No nombres a ese pájaro maléfico– dijo,.

   Reptando cual el caimán de las marismas, pasó poco a poco bajo las hebras que iban hasta el marco de la ventana. No volvió a mirar a , absorto en el estudio de la cornucopia de la cómoda y el problema de sortear las hebras que iban de la cornucopia a un dedo del pie y al pelo y las cejas de . Así pasó bajo la mayoría de las hebras, pero la última la salvó de un salto. Recién entonces, con la mano en el pestillo de la puerta, miró a que parecía dormida. Se daba cuenta de que en vez de haber ido a la ventana estaba al lado de la puerta, y que desde ahí era fácil llegar a la cabecera de la cama sin perturbar las hebras. Acercándose en puntas de pie, empezó a soplarle el pelo. Las hebras se agitaron, y se oyó el entrechocar de los caireles de la araña.

   –Vení–dijo en voz muy baja.

   –Oh no– dijo , alejándose–. Yo te hice la seña y vos no me contestaste.

   –Vení, vení en seguida.

   Miró hacia la puerta. respiraba penosamente, como si las hebras negras le estuvieran succionando la sangre. Se oyó todavía la nota cristalina de un cairel, y después el silencio de la siesta. Desde la casa de enfrente vino un silbido terrible, y desde abajo le contestaron con algo muy parecido a una ventosidad rectal.

   –Le han rajado un pedo espléndido– dijo –. En realidad se lo merece.

   –Por favor vení– pidió –. Me hace mal estar así esperándote, siento que me voy a morir, esta noche ¿quién te hace el asado?

   Abrió los brazos, tomó impulso y saltó sobre la cama, barriendo las hebras con aletazo fabuloso. El estrépito de los caireles coincidió con el golpe de sus pies al tocar el suelo del otro lado de la cama y con el alarido de que se apretaba el vientre con las dos manos. gritaba todavía de dolor cuando le cayó encima apretándola, hundiéndola, mordiéndola y éndola. “Me duele muchísimo el ombligo”, alcanzó a decir , pero no la oía, completamente del otro lado de las palabras. El aire olía cada vez más a Secotine, y la mosca verde planeaba en torno a la sacudida araña. Pedazos de hebras negras se retorcían como patas por todas partes, caían por los bordes de la cama, se entrecruzaban y rompían con menudos chasquidos.

   Tenía hebras en la boca, debajo de la nariz, otra se la enroscaba en el cuello, y movía casi inconscientemente las manos, mezclando caricias con manotazos para desprender las hebras que le salían por todos lados. Y todo eso duraba interminablemente, y la cornucopia estaba en el suelo rota en tres pedazos, uno más grande y dos casi iguales, como manda la divina proporción.

   Comentario:

   Antes de que se produjera la muerte de Julio Cortázar en el año 84 a causa de leucemia, el escritor argentino, en su testamento, cedió todos sus textos inéditos a su amigo, el poeta y ensayista, Saúl Yurkievich. Cortázar le dejaba la siguiente indicación: “publícalos o destrúyelos, haz lo que creas oportuno”. Por supuesto Yurkievich conservó todos aquellos preciosos documentos. Muchos de estos textos inéditos han aparecido en las Obras Completas de Cortázar, pero una buena parte del material disperso cortaziano todavía permanece en poder de Yurkievich.

   Uno de estos textos, que habían permanecido inédito, consiste en un capítulo que Cortázar eliminó completo antes de finalizar Rayuela, el capítulo número 126. El capítulo perdido se publicó en la Revista Iberoamericana de la Universidad de Pittsburgh en 1973. Yurkievich y Julio Ortega -a quien tuve el placer de escuchar hablando sobre Pablo Neruda y César Vallejo recientemente- lo recuperaron en su inencontrable edición de Rayuela (Ayacucho, 1980) sin las palabras preliminares de Cortázar, así como en el volumen 16 de la colección Archivos del CSIC (1991).

   Inserto aquí un texto sobradamente aclarador:

   «Rayuela partió de estas páginas; partió como novela, como voluntad de novela, puesto que existían ya diversos textos breves (como los que dieron luego los capítulos 8 y 132) que estaban buscando aglutinarse en torno a un relato. Sé que escribí de un tirón este capítulo, al que siguió inmediatamente y con la misma violencia el que luego se daría en llamar «Del tablón» (41 en el libro). Hubo así como un primer núcleo en el que se definían las imágenes de Oliveira, de Talita y de Traveler; bruscamente el envión se cortó, hubo una penosa pausa, hasta que con la misma violencia inicial comprendí que debía dejar todo eso en suspenso, volver atrás en una acción de la que poca idea tenía, y escribir, partiendo de los breves textos mencionados, toda la parte de París.

   De ese «lado de allá» salté sin esfuerzo al de «acá», porque Traveler y Talita se habían quedado como esperando y Oliveira se reunió llanamente con ellos, tal como se cuenta en el libro; un día terminé de escribir, releí la montaña de papeles, agregué los múltiples elementos que debían figurar en la segunda manera de lecturas, y empecé a pasar todo en limpio; fue entonces, creo, y no en el momento de la revisión, cuando descubrí que este capítulo inicial, verdadera puesta en marcha de la novela como tal, sobraba.

   La razón era simple sin dejar de ser misteriosa: yo no me había dado cuenta, a casi dos años de trabajo, que el final del libro, la noche de Horacio en el manicomio, se cumplía dentro de un simulacro equivalente al de este primer capítulo; también allí alguien tendía hilos de mueble a mueble, de cosa a cosa, en una ceremonia tan inexplicable como obvia para Oliveira y para mí. De golpe ya el viejo primer capítulo se volvía reiterativo, aunque de hecho fuese lo contrario; comprendí que debía eliminarlo, sobreponiéndome al amargo trago de retirar la base de todo el edificio. Había como un sentimiento de culpa en esa necesidad, algo como una ingratitud; por eso empecé buscando una posible solución, y al pasar en limpio el borrador suprimí los nombres de Talita y de Traveler, que eran los protagonistas del episodio, pensando que el relativo enigma que así lo rodearía iba a amortiguar el flagrante paralelismo con el capítulo del loquero. Me bastó una relectura honesta para comprender que los hilos no se habían movido de su sitio, que la ceremonia era análoga y recurrente; sin pensarlo más saqué la piedra fundamental, y por lo que he sabido después la casita no se vino al suelo.

   Hoy que Rayuela acaba de cumplir un decenio, y que Alfredo Roggiano y su admirable revista nos hacen a ella y a mí un tan generoso regalo de cumpleaños, me ha parecido justo agradecer con estas páginas, que nada pueden agregar (ni quitar, espero) a un libro que me contiene tal como fui en ese tiempo de ruptura, de búsqueda, de pájaros.»

   JULIO CORTÁZAR

   Saignon, 1973.

   A pesar de poder ser en un principio el primer capítulo en la enumeración cortaziana, correspondía en un principio al capítulo 126. Está por lo tanto del lado de los capítulos prescindibles, en ese curioso juego que establece Cortázar, en donde los capítulos prescindibles son los más imprescindibles para poder comprender Rayuela. Hay que observar una tendencia general en la obra a concentrar la acción en los capítulos imprescindibles, y reservar para los capítulos prescindibles desarrollos de tipo teórico o abstracto. Esta disposición de capítulo permite las dos lecturas que la obra ofrece en un primer momento -el número de lecturas es infinito, prácticamente-, y posibilita que se puedan leer los capítulos imprescindibles sin llegar a leer los prescindibles, porque los primeros concentran toda la acción. Aunque son precisamente los capítulos prescindibles los que desarrollan la teoría de la anti-novela, y por lo tanto constituyen el núcleo teórico de la obra.

   Efectivamente, este capítulo 126 coincide en desarrollo con el final de Rayuela, cuando Horacio practica el mismo tipo de juego, aunque con diferente objetivo -como es el de protegerse de Traveler-. El hecho de que la novela empiece y acabe con el mismo capítulo no puede ser un detalle circunstancial, sino que demuestra que Cortázar pensó en Rayuela como en una esfera, que el tiempo de la obra es circular, y que al final se acaba cerrando el ciclo. Aparentemente el final de Rayuela es por completo abierto, pero este principio habría hecho que la obra se cerrara en sí misma. Cortázar rechazó este capítulo debido a las similitudes, y porque prefería dejar el final más abierto, muy en su línea de la insinuación. Hay que admitir que la repetición del episodio quizá no hubiera sido admisible estéticamente, pero en una obra tan desordenada como Rayuela esto seguramente no habría supuesto ningún problema.

   Hay que tener en cuenta que Rayuela se construye como una anti-novela; no al margen de la novela, sino en contra de la novela -de ahí los constantes ataques de Horacio hacia Pérez Galdós y hacia la novelística galdosiana-. Esta tendencia se inserta dentro de la tendencia general del arte del siglo XX, que trata de atacar los moldes artísticos anteriores. Y lo propio de una anti-novela son anti-personajes, que es lo que aparece en Rayuela. Desde luego la psicología de los personajes de Rayuela es muy difusa, apenas importa, porque lo realmente importante es el juego en sí, la ironía, y la metacreación.

   Es interesante observar cómo esas reglas que sirven para Horacio se extienden a lo largo del libro y contagian a otros personajes, en este caso a Traveler. Ese halo irreal está impregnando todo el libro -sería mejor decir anti-real-, y no es exclusivo de Horacio, sino que el resto de personajes tampoco se salvan. Así se anula también el concepto de personajes, porque todos formarían parte de lo mismo, en todos habría esa cierta tendencia a ir en contra de la realidad, que es uno de los puntos más acertados del libro y que hacen que sea una obra genial.

   De todos modos, sea como fuese, Cortázar fue el autor, y él decidió los capítulos que debían entrar oficialmente dentro de su obra. Me parece adecuada la idea de eliminar este capítulo, si así lo decidió él. Éste no fue el único capítulo que Cortázar eliminó, sino que hay una serie de textos, algunos de ellos inéditos, que permanecen fuera de la Rayuela oficial. Por suerte, últimamente se está abriendo el acceso a estos textos, que ofrecen un conocimiento de la obra más profundo. Una obra que no podía terminar al cerrar el libro, sino que además exige una búsqueda fuera, al más puro estilo cortaziano, de aquellos textos que, aunque no aparecen recogidos en el volumen, son también Rayuela.

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