Juan Cobos Wilkins

Juan Cobos Wilkins

Un poeta no debe en primavera
cruzar solo la tarde de los parques.

Bajo las ramas se abrazan las parejas
y la yerba humedece.

No debe pasear
en primavera solo por los parques.

Hay nubes lanceoladas, vuelos, restos
de amor usado ya en la tierra, y las lilas,
tan suaves las lilas, cómo hieren.

En primavera es peligroso el mundo.

Juan Cobos Wilkins, Biografía impura

   Últimamente, por motivos de trabajo, me he puesto en la tesitura de tener que conocer algo de la obra del escritor onubense Juan Cobos Wilkins. Como novelista, con su obra más conocida, El corazón de la tierra, no llega a convencer del todo, dando la sensación de ser una obra estéticamente preciosista pero poco profunda y algo artificial. Como poeta me he puesto manos a la obra con su Biografía impura. La idea general del libro me pareció tremendamente original: hacer un repaso por los momentos más significativos de la vida de un poeta, dividiéndola en etapas ―niñez, adolescencia, juventud, madurez―. Cada uno de esos fragmentos de vida, dignos del recuerdo, son materia para un poema, recordándonos aquella frase tan borgiana de Mallarmé de que todo ocurre para acabar en un libro.

   Salvando un par de aciertos ―¡qué más se le puede pedir a un libro!―, Biografía impura no es una obra especialmente destacable dentro del panorama poético actual. Sin embargo, sí he querido rescatar uno de esos aciertos, precisamente el que está impreso en la contraportada del libro, como indicando, con un buen criterio de selección, que se trata de uno de los más hermosos del conjunto. Bien podría justificar este poema todo Biografía impura.

   Juan Cobos Wilkins parte de una situación muy concreta: el paseo del poeta por un parque en primavera. A partir de este hecho cotidiano desarrolla toda una teoría estética que bien parece partir y basarse en el conocido síndrome Sthendal, con la diferencia de que el autor francés ―extasiado con la contemplación de la Basílica de Santa Cruz de Florencia― lo padece al admirar la Belleza de una obra de arte, mientras que el poeta de Juan Cobos Wilkins lo siente, o literalmente se arroba, con la contemplación directa de la naturaleza.

   La cuestión nunca ha sido baladí, y he tenido la ocasión de plantearla en numerosas ocasiones anteriormente. No puedo dejar de recordar las últimas palabras de Sócrates antes de ingerir la cicuta, recogidas en el Fedón, palabras platónicas que defienden la imposibilidad de alcanzar la Belleza a través de los sentidos. Pero tampoco puedo olvidar Muerte en Venecia, a ese profesor Aschenbach fatigando los callejones de Venecia en busca del joven y bello Tadzio, ese rotundo sí de Thomas Mann, esa grandiosa afirmación de que efectivamente es posible llegar a la Belleza a través de los sentidos, es posible conectar lo material con lo espiritual, lo mortal con lo inmortal. No podría ser de otra forma: las herramientas del artista son entidades físicas ―notas, colores, palabras…― que se combinan dando como resultado esa Belleza que inmortaliza el alma, ese síndrome Sthendal. Y, como no podía ser de otra forma, ese pedazo caliente de divinidad está también en la naturaleza, en lo que para Platón es copia en primer grado.

   Ahora bien, aceptando que sea posible ese vínculo con la Belleza a través de la contemplación del mundo, todavía quedarían por analizar las consecuencias de ese enlace. En ese estado de exaltación sthendaliano hay sitio para una sensación que tiene mucho de dolor y de sufrimiento. Que la Belleza cause sufrimiento no es una idea original de Juan Cobos, aunque lo loable es la forma tan sencilla con que ha conseguido expresar una idea tan compleja. Ya desde el Antiguo Testamento la contemplación directa de Dios conlleva la muerte, algo a lo que el poeta alemán Karl August von Platen daría una expresión mundana: «quien ha contemplado con sus ojos la belleza está ya consagrado a la muerte». Es el mismo tema que se repite en algunos cuentos de Borges ―en La máscara y el espejo, por ejemplo―, o en la Primera Elegía de Duino de Rainer María Rilke.

   Pero no es el poeta ―el Poeta, con mayúsculo horaciano― el individuo que tiene una especial sensibilidad para captar y dolerse por la Belleza del mundo. Antes bien sería aquel que es capaz de captar esa belleza dentro de sus versos. Es algo que se ve perfectamente en los poemas sublimes: en la Elegía a Ramón Sijé sentimos un simulacro del dolor que sintió el poeta originalmente, reproducimos ese dolor, tal y como si se hubiera muerto un ser querido. Es por eso que Juan Cobos no puede limitarse a hablar del dolor del poeta, sin dar una mínima descripción espacial que permita al lector comprender el motivo de ese dolor. Que permita, en definidita, sentir el mismo dolor que el poeta (entiéndase como simulacro, algo que va más allá del pueril concepto de sinceridad). Cuanto más se acerque el poeta a la Belleza mejor será el poema, aunque por supuesto la Belleza total está vedada, algo así como lo que le ocurrió a Apolo, que no pudo llegar a poseer a Dafne y se tuvo que conformar con besar la piedra sobre su carne.

   Sin embargo, el punto de vista que Juan Cobos toma ante ese posible dolor que nace en la raíz de la Belleza es la ironía. Por eso aconseja al poeta no pasear solo por los parques, no detenerse a admirar mucho el paisaje, no mirar al cielo ―con sus nubes lanceoladas― ni a la tierra ―con sus lilas y sus restos de amor usado―, no quedarse embobado con las parejas de enamorados ni tumbarse en la hierba húmeda. Ironía, por supuesto, porque de eso se nutre precisamente la poesía: de la Belleza y del dolor. Detrás del «no pasearás» se esconde el «pasearás para ser poeta».

   El gran acierto de Juan Cobos en este poema es su carácter totalizador. De un plumazo, con versos tremendamente sencillos, monta toda una teoría poética sustentada en una determinada visión del mundo. Un cosmos levantado sobre diez versos que recuerdan la máxima de Huidobro sobre la poesía y sus relaciones con el mundo físico: «No cantes a la rosa, poeta: hazla florecer en el poema».

Comentarios

comentarios