Hace algunos días, cuando septiembre aún se disfrazaba de pleno agosto, regresaba a casa de madrugada por un camino empedrado a orillas del mar, después de haber pasado la noche entre gintonics y buena compañía. El escenario era de un idílico sosiego: apenas transitado por algún ciclista, el sendero por el que caminaba se mostraba a todas luces olvidado, ahora que se había construido la carretera nueva y los coches ya no circulaban por allí; las olas rompían contra las grandes rocas que separaban la tierra del agua, y mientras, a lo lejos, un sol granadino de una timidez exquisita proseguía con su discreta ascensión dominical. Me entraron ganas de no regresar a casa, de alargar un poco más la noche, de recostarme sobre una de esas grandes rocas importunadas por las olas que contra ellas se abalanzaban, de leer mecido por aquel vaivén sonoro hasta que el cansancio me cerrara indefectiblemente los ojos. De pronto, me vinieron a la cabeza dos escritores, dos maestros de la palabra calma, del sosiego entre letras, propicios para acompañarme en aquel momento, en aquel lugar: Richard Ford y James Salter. Esa misma tarde, ya descansado y recuperado, me dispuse a releerlos.

Domingo cualquiera. Iván Canet.

Domingo cualquiera. Iván Canet.

   He de reconocer que siempre me he considerado un hombre de acción, al menos en lo que al terreno literario se refiere. Me gustan las novelas en las que la trama engendra subtramas, y éstas engendran subtramas a su vez, en las que los personajes se ven abocados a una existencia contrarreloj, en las que los diálogos se pisan y se maltratan unos a otros, en las que se establece un juego de ironías y chispas con el lector, en las que cada vez hay más preguntas y no puedes dejar de leer porque, como diría Sheldon Cooper: «no necesito dormir, necesito respuestas». Sin embargo, en ocasiones me ocurre que me encuentro con algún autor que me rompe los esquemas y me ofrece, justamente, todo lo contrario: calma, paciencia, sosiego. Fue el caso de Canadá, de Richard Ford (Anagrama, 2013). El inicio de esta novela es bastante pintoresco, porque se trata de un spoiler que el propio escritor regala a sus lectores.

«Primero contaré lo del atraco que cometieron nuestros padres. Y luego lo de los asesinatos, que vinieron después. El atraco es la parte más importante, ya que nos puso a mi hermana y a mí en las sendas que acabarían tomando nuestras vidas. Nada tendría sentido si no contase esto antes que nada».

Más de quinientas páginas en las que el Premio Princesa de Asturias desarrolla, como bien avisa en el párrafo inicial, primero el tema del atraco, y luego el de los asesinatos. A simple vista no hay más. Sí, por supuesto, habrá descripciones preciosas de la localidad ficticia de Great Falls, Montana, también las habrá de la estancia del protagonista en la provincia canadiense de Saskatchewan, personajes que entrarán y saldrán de la vida del joven Dell, el protagonista, cada uno con sus luces, sus sombras y sus secretos, y un sinfín de anécdotas y recortes de periódico; pero la trama está servida y descubierta: los padres de Dell cometen un atraco que perturba su vida y la de su hermana, que los empuja a una huída hacia delante y que acabarán, de alguna forma, involucrados en unos asesinatos. Por supuesto, esa huída hacia delante tendrá como destino Canadá, título de la novela. ¿Qué tiene de especial, entonces?

«De pronto se metió la pieza en la boca, la masticó y la engulló con un gran gesto teatral, y luego se aclaró la garganta y tosió exageradamente.
–Chico –dijo–. Está sabrosa. Me gustan más estas piezas de rompecabezas que los centavos o los botones.
[…]
–¿Dónde está la pieza? –dije.
Se señaló el estómago con el dedo.
–Aquí abajo –dijo, y se dio con la punta del dedo en el vientre mientras miraba hacia abajo–. No siempre es un truco. Ése es el secreto del mago. Buenas noches».

   Canadá es un trampantojo. Se pretende hacer creer al lector que la novela trata de un atraco y unos asesinatos, desde el propio autor de la misma hasta la editorial, que prepara una sinopsis que bien acaba de alumbrar los pocos recovecos que aún quedaban en penumbra; pero lo cierto es que no, Canadá no trata de un atraco y unos asesinatos. En palabras de Colm Tóibin, Canadá es «un brillante y cautivador retrato de una frágil familia americana y de la frágil conciencia de un adolescente». Ahí reside el truco, ahí está la razón por la cual el señor Ford se permite empezar su novela de la forma en que lo hace: porque lo que de verdad importa en Canadá no es lo que sucede sino a quiénes les sucede y qué implicaciones y consecuencias se derivan de lo sucedido; es esa fotografía familiar, es esa terrible calma de los personajes estáticos mirando hacia el objetivo, contenidos, sonriendo, pero llenos de historias, miedos y contradicciones.

Richard Ford. Fuente: The New Yorker.

Richard Ford. Fuente: The New Yorker.

   También Viri y Nedra miran al objetivo, pero esta vez la cámara es de vídeo, y ellos caminan y construyen su vida entre silencios y tropiezos. A diferencia de Ford, James Salter no nos regala en Años luz, (Salamandra, 2013) ninguna pista sobre la trama de su obra, y tampoco la editorial desvela nada en la sinopsis de la misma. ¿Cómo podría? Años luz es el lento devenir de una pareja, sin mayor ni menor pretensión, tan sencillo o complejo como el paso del tiempo que percibimos cualquiera de nosotros.

«El padre de Mónica estaba todavía en el trabajo. La madre estaba sentada en una mecedora y su hija dejó de respirar. Se fue en un soplo. De repente pesaba menos, mucho menos, yacía en su lecho con una especie de aterradora insignificancia. Todas las cosas la habían abandonado: la inocencia, el llanto, las diligentes excursiones con su padre, la vida que no había vivido. Todo eso pesa algo. Pasa, se disuelve, se esparce como polvo».

   Si en Canadá Richard Ford nos abría la puerta a una familia que empieza a resquebrajarse porque un día los progenitores deciden atracar un banco, en Años luz James Salter nos presenta una familia que se muestra feliz, aunque la sonrisa sea forzada, una familia que no precisa de un atraco ni de asesinatos para enfrentarse al precipicio, al vacío, al derrumbe, una familia que mira su entorno y se mira a sí misma y se pregunta y se responde. No hay un obstáculo que superar, no hay un destino al que acudir, no hay un pretexto sobre el que construir el castillo de naipes. En Canadá, el pretexto, el truco, estaba en hacer creer al lector que le iban a contar una historia de atracos y asesinatos, pero en Años luz el mago desaparece, sólo están Viri y Nedra, y sus amigos, y sus idas y venidas al trabajo, y su casa, su perro, sus hijas, sus vacaciones en la playa, sus noches, sus lecturas, sus fiestas, sus sueños, el amor y la soledad.

«Su cara tenía la resignación huraña de chicas que examinan objetos en los que no ven utilidad, chicas traicionadas por las circunstancias, obligadas a trabajar los domingos, chicas en burdeles extranjeros. Era una cara adorable».
James Salter. Fuente: The Star.

James Salter. Fuente: The Star.

   De James Salter, precisamente de Años luz, Antonio Muñoz Molina escribió en El País: «Cada comparación, cada metáfora, iluminan la conciencia de los personajes y los pormenores del mundo visible con el chasquido exacto de un disparo fotográfico. El estilo deslumbra y sin embargo es sigiloso, como una lente poderosa y limpísima». También en el El Mundo, a raíz de su muerte, lo reivindicaron como «el maestro de la prosa sofisticada». Richard Ford, quien consideraba a James Salter como un referente, es a menudo identificado como el hombre pausado, el orfebre de la palabra, el que cuida cada párrafo como si fuera el más importante. Dos autores que consiguen cautivar al lector con sus palabras, con su apacible manera de narrar las costuras, los rincones, los intersticios, el silencio; dos autores a quienes quise acudir aquel domingo de sosiego que ahora, mientras escribo estas líneas, queda ya algo lejano.

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