Los abismos de Iban Petit

Hay muchas maneras de amar a un libro. A veces es la satisfacción de haber escalado el Everest, de coronar su cima entre sangre, sudor y lágrimas, de clavar la bandera, esa que pone «leído», al pie de la última página; otras es un flechazo, amor a primera línea podría llamarse, apasionado como un tórrido amor de verano. Esta última forma de lectura es la mejor manera de describir mi encuentro con  de Iban Petit. No exagero si digo que tuve la necesidad de compartir el comienzo del libro con la persona que estaba a mi lado, como aquel que ha hecho un hallazgo vital y no quiere quedárselo solo para sí mismo.

Para no andarme por las ramas, de la misma manera que lo hice en su momento, me tomo la libertad de compartir de nuevo mi asombro inicial. Así arranca Los abismos de Iban Petit ‒y así se enamora a un lector‒: «A sus seis años, cuatro meses y dos días, Marie Fontán no comprende lo que ocurre, pero sabe que es presa de algo que su imaginación no termina de abarcar. Pese a sus conjeturas y a las fábulas que construye, Marie Fontán no es consciente de que ella es el epicentro de una historia que ya ha comenzado. Una historia que al día siguiente, el 31 de enero de 1958, dará un giro inesperado. Una historia que no se escribirá hasta más de cincuenta años después.» Decir que esas primeras cuatro líneas, en las que la la historia de Marie Fontán se hermana con la del coronel Aureliano Buendía frente al pelotón de fusilamiento, ponen el listón muy alto es quedarse corto. Sin embargo, Iban Petit consigue mantener el tirón en sus poco más de 250 páginas y las expectativas iniciales no solo se cumplen sino que se superan.

Adentrándonos en la trama, Los abismos narra la historia de tres mujeres diferentes, tres generaciones distintas, con vidas muy dispares, en un principio aparentemente inconexas y que poco a poco, a medida que se avanza la lectura, cada vez parecen más conectadas entre sí. Desde la dedicatoria inicial, «A ellas, a las heroínas», queda muy claro que el protagonismo del libro recaerá en mujeres, mientras que los personajes masculinos estarán menos definidos y tendrán un papel mucho más secundario, casi siempre mera comparsa. El punto de partida, ese 31 de enero de 1958 que cambiará para siempre la vida de Marie Fontán, una de esas tres mujeres. A partir de ahí, vemos cómo las mujeres han luchado por encajar en una sociedad de hombres, cómo se las ha marginado y despreciado, y aún así han salido adelante. Son esos, en gran parte, los abismos a los que hace referencia el título. Es evidente que las dificultades a las que se tiene que enfrentar, por poner el caso, una madre soltera en la España de la década de los cincuenta no tienen nada que ver con las que viven hoy en día, pero aunque se hayan dado muchos pasos hacia delante eso no significa que el camino haya terminado. Y no es solo que intuyamos que exista una conexión vital entre esas tres mujeres, es que se acaban identificando en una sola, porque su lucha es, en potencia, la de todo el género femenino. Al igual que en Molloy de Samuel Beckett, encontramos un juego de espejos en el que los tres personajes se van mezclando y confundiendo hasta confluir en uno solo.

Esa identificación será progresiva, ya que en un primer momento las tres historias se presentan por separado, de una forma un tanto enmarañada, como cuando se abre la caja de un puzle de mil piezas y se esparcen sobre la mesa. No es gratuito el paralelismo con las piezas de un puzle: la narración está formada por pequeños fragmentos, a veces de un solo párrafo, otras de varias páginas, nunca demasiado extensos, alternándose las historias de las tres mujeres. Una vez identificados los puntos de referencia ‒porque los hay‒ el relato se va ensartando pieza sobre pieza, completándose a medida que avanza, con continuos saltos temporales hacia delante y hacia atrás, añadiendo información de la que al principio carecíamos. Una estructura compleja que se resuelve con bastante acierto.

La referencia a Beckett tampoco es gratuita. Si Los abismos me ha arrebatado el corazón no es solo por su arranque insuperable o por su estilo terriblemente poético, es que Iban Petit utiliza exactamente la misma estrategia que muchos de los libros de Enrique Vila-Matas: poner a la literatura como eje central de la historia y, en consecuencia, utilizar a escritores como personajes y al proceso de escritura como uno de los núcleos temáticos. Entremedias de la narración, la novela está llena de puntos brillantes, de destellos de crítica literaria, abigarrados pero sutiles ‒la verdad es que no sabría decir si el autor abusa de esta técnica porque personalmente encuentro que nunca es suficiente‒. La impresión es, a ratos, de morellianas de la cortaziana Rayuela. Y, hablando de Cortázar, Iban Petit hace otro de esos juegos sucios a los que es imposible resistirse: incluye escritores consagrados como personajes. Por las páginas de Los abismos desfilan autores como Silvina Ocampo, Bioy Casares, Borges, Mario Vargas Llosa o el propio Cortázar. No es que la radiografía que se hace del París latino, el del boom, pretenda ser un París era una fiesta tercera parte ‒lo de la segunda lo digo por Vila-Matas‒, pero ofrece un buen panorama de la situación de la mujer dentro de un grupo de escritores que estaba formado mayoritariamente por hombres.

Por otra parte, la elección de la voz narrativa no podría ser más coherente. Lo que produce la alternancia entre la primera y la tercera persona es evidente. Dos de las tres mujeres aspiran a convertirse en escritoras, y eso explica que narren en primera persona, mientras que la historia de la tercera mujer, a la mitad, a modo de bisagra, aparece en tercera persona, como si fuera contada por un narrador que en realidad también está dentro de la trama. Así, podremos descubrir qué significaba para una mujer convertirse en escritora en el París de los cincuenta y compararlo con la misma búsqueda en un contexto más actual. Hay que decir que a muchos de esos titubeos iniciales en esa lucha por escribir no les falta verdad ‒recordemos que esta es la segunda novela de Iban Petit, así que habla con conocimiento de causa‒.

Y, por cierto, ¿cómo desaprovechar esa referencia a la literatura sin hacer un último ‒y más brutal‒ juego de espejos? A Los abismos hay que amarla por lo que tiene de cervantino. ¿Qué pasaría si a uno de los personajes se le ocurriera, al final, escribir una novela titulada Los abismos? No es solo que todo adquiera una nueva dimensión, es que la ocurrencia tiene un punto de humor que me ha encantado. «Puesta en abismo» se llama, traducido del francés «mise en abyme». ¿Es casualidad o ese último abismo, metaliterario y metacrítico, está también contenido en los abismos del título? No puede ser casualidad. ¿Acaso no tiene la escritura mucho de vértigo y de vacío frente al precipicio? En ese sentido Los abismos tiene mucho de terapéutico, porque nos hace ver que el escritor no está tan solo en su soledad, que es una soledad compartida con la soledad de muchos otros escritores. Yo, al menos, siento que esta novela me ha sanado un poquito el alma.

Este libro es uno de los nominados al Premio Guillermo Baskerville organizado por Libros Prohibidos.

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