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   Desde el accidente, era incapaz de entrar en una sala levantando la mirada del suelo. Una vez hubo cerrado la puerta fue consciente de la antigua alfombra que llenaba el suelo de madera. La consulta consistía en un pequeño cuarto. Dos sillas observaban una pesada e inmóvil mesa de madera. Elías contempló las dimensiones de las ventanas y el marco de la puerta y se preguntó cómo era posible que aquél mueble hubiese entrado. Una mueca cortó su cara cuando pensó en que quizá el edificio hubiese crecido alrededor de aquel mueble.

   Tras la mesa, sentado en lo que a todas luces parecía un incómodo sillón de piel sintética, se encontraba su amigo. Le debía su vida a aqual hombre, al menos la poca que le quedaba, y se lo había demostrado poco. A lo largo del último año parecía tener poco tiempo para las personas.

   ―Hola, Elías―la obesa figura hizo el amago de levantarse para al final clavarse aún más en el sillón. Era obvio que se sentía triste por el estado de Elías, y sus ojos lo observaban sin demasiado ánimo.

   Elías miró a su alrededor. Las estanterías mostraban un abasto de conocimientos imposibles en un crisol de marrones y amarillos que ocupaban dos de las paredes de la sala. Muchos de los lomos miraban hacia los muros, mostrando las hojas gastadas y con papeles más jóvenes clavados. Las otras dos paredes se encargaban de sujetar dos pequeñas ventanas y los títulos del profesional sobre el sillón.

   Elías necesitaba de ese tipo de ayuda profesional. Hacía tiempo que se había contagiado en aquel accidente, y su cuerpo mostraba indicios de la infección que lo abrasaba por dentro.

   Había ocurrido hacía ya más de un año. Durante una barbacoa familiar, Elías había estado hablando con aquél hombre tan apacible. Si hubiese sabido de la enfermedad de aquél extraño nunca le hubiese dejado pasar del umbral de su cerebro. Hoy, dando claras muestras de virulencia, él mismo trataba de no exponerse demasiado en público, consciente del dolor que sufría a diario.

   ―¿Cómo te encuentras, Elías? Siéntate, hombre.

   Elías se sentó de manera automática, por costumbre, observando con meticulosidad la mesa desordenada, los bolígrafos y aquellas áreas de papel empapadas en tinta. Ésta chorreaba en textos como cascadas por toda la mesa, desde la montaña de libros más alta hasta los valles que daban a los extremos de la mesa de madera.

   ―Bien. Creo que estoy mejor―contestó Elías, dejando caer los hombros sobre su cuerpo desanimado. El aspecto de Elías después de este último año preocupaba a todo su entorno familiar y a sus amigos. La delgadez se había vuelto un problema que había que resolver mediante pastillas de vitaminas diarias. A los puntos del cinturón se le sumaba la falta de fuerzas, de apetito y de sueño. Los ojos, antes vívidos y despiertos, descansaban sobre dos bolsas moradas y bajo un pelo ralo y descuidado.

   ―¿Estás haciendo los ejercicios que te mandé?―Hugo, al otro lado de la mesa, era consciente de que Elías no estaba ayudando con su tratamiento, y que en rara ocasión seguía las instrucciones de sus colegas. Elías aún trataba de llevar una vida normal, ajena al veneno y al virus que lo devoraba por dentro. Aún se levantaba a diario con el objetivo de trabajar, y se sentaba forzosamente largas horas a descansar.

   ―Claro. Bueno…―hizo una pausa―. Lo intento, aunque a veces se hace complicado.

   ―Elías, al final es coger la rutina. Debes intentarlo a diario y dejar que fluya. Sabes lo que dicen de las rutinas, ¿verdad? Se hacen más fáciles con el tiempo…

   Elías sabía lo de las rutinas. Lo sabía todo acerca de las putas rutinas y los estúpidos ejercicio de aquel idiota creído.

   ―Sí―contestó.

   ―Tu médico me ha dado acceso a tus análisis. Elías, estás empeorando.

   Elías quería tener una vida normal. Quería llegar a casa agotado por su antiguo trabajo, quería tener un aburrido puesto como todos los demás. Quería una jodida familia que lo apoyase en vez de… en vez de todas aquellas tonterías. En lugar de todos aquellos juegos.

   ―Ya.

   ―¿Te han dicho cuánto tiempo podrá aguantar tu cuerpo así?

   Por fin, una pregunta sincera. Elías se tomó su tiempo para contestar. Cogió una bola de cristal de la mesa y miró las palabras escritas en papel a través de su óptica.

   ―Un año, incluso menos si sigo con esta negación. Al menos, “negación” es la palabra que han usado los psicólogos.

   ―La infección está desequilibrando las defensas de tu cuerpo, Elías. Tienes que hacer los ejercicios.

   ―Sí.

   ―No va a desaparecer sin las sangrías. Sin los ejercicios. Lo sabes, ¿verdad?

   El silencio de Elías decía incluso más de lo que salía por sus escuetos labios. Por supuesto que sabía que no iba a desaparecer. Algo así no sale del cuerpo de un modo natural. Había que provocar que saliera, y él se negaba a dejarlo escapar. El mundo contenía demasiada locura como para inundarlo con la tinta de sus venas.

   Hugo miró a los esquivos ojos de su amigo y resolvió de nuevo el mismo análisis que había sacado cada vez que acudía a él. Elías no se iba a rendir, iba a luchar contra la infección con todas sus fuerzas, y ésta iba a matarlo, saturando su débil cuerpo hasta el final. Elías iba a negar la tinta que se extendía por su cuerpo hasta el último de sus días, y por nada del mundo escribiría una línea más de las que saturaban su cerebro. La lucha de Elías era ahora no infectar a nadie más. Algo imposible, por supuesto, considerando los vectores que a diario infectaban los cerebros de los inocentes ahí fuera.

   La tinta se estaba extendiendo por su cerebro y no había nada que hacer salvo escribir. Las palabras que no escribía lo estaban consumiendo por dentro desde que conoció a aquel escritor que desbloqueó su mente, desde aquel accidente. Se está acumulando en su sistema, y necesitaba dejarlo salir mediante sangrías de tinta, algo que él nunca admitiría.

   ―Elías, escúchame atentamente. Nadie elige ser un escritor. Simplemente ocurre, y si no dejas salir las ideas… Bueno. Todos sabemos a lo que eso conduce.

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