Una de las cuestiones que más preocupaba a físicos, geólogos y biólogos del siglo XIX es la relativa a la datación de la Tierra. Desde finales del siglo XVII la versión de una Tierra fechada a partir de las informaciones ofrecidas por el relato bíblico se fue haciendo cada vez más insostenible. Una de las hipótesis más singulares al respecto fue la formulada por Philip Henry Gosse en un libro cuyo título, Omphalos, hace referencia al debate sobre si Adán tenía o no ombligo, ya que la existencia del mismo implicaría su inexistente nacimiento de una madre inexistente. La propuesta de Gosse trata de conciliar religión y ciencia afirmando que Dios creó el mundo hace relativamente poco ‒en los últimos diez mil años‒ dejando señales en él de una historia anterior ficticia, como por ejemplo, el ombligo de Adán ‒o los anillos de los árboles o los fósiles‒.
Aunque la hipótesis de Gosse no convenció a ninguna de las partes del debate, la idea fue retomada en el siglo XX por algunos sectores creacionistas. Sin embargo, no es esa la formulación sobre la que me gustaría llamar la atención, sino sobre la vuelta de tuerca que le da el filósofo escéptico Bertrand Russell. Según Russell no existe ninguna imposibilidad lógica en la idea de que el mundo haya aparecido hace cinco minutos, exactamente tal y como está y que los recuerdos de la gente, aparecidos al mismo tiempo, hagan referencia a un pasado falso que nunca ha existido.
Lo que pretende Russell con este argumento es exactamente lo contrario que Gosse: plantear un escepticismo extremo, aparentemente imposible pero al mismo tiempo irrefutable desde un punto de vista lógico, al igual que haría con su hipótesis de la tetera cósmica.
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