Hace unos días mi abuela me contaba, con la pausa de sus noventa y muchos años, sobre los tiempos en que la familia decidió venirse a Madrid desde un pequeño pueblo de Burgos. Cuando recuerda esos años en voz alta, o los anteriores de la primera posguerra, o los más lejanos de la guerra, o los posteriores de la modesta vida en el Madrid de los sesenta, la dejo hablar y escucho con veneración. Hay episodios y anécdotas geniales en esos relatos. Pero sobre todo hay algo que resulta aún sorprendente para alguien ya talludo como un servidor: el esfuerzo, el sudor y las privaciones con que construyeron la España que hoy conocemos. Nos cuesta verlo y entenderlo, porque llevamos las gafas empañadas de comodidad y egoísmo, pero todo lo que hoy somos, todo lo que disfrutamos cada día tiene su origen im-pa-ga-ble en esas gentes llanas, honestas, que extendieron el perímetro de las grandes ciudades a base de trabajo, trabajo y más trabajo.
De esas gentes, y de esos extrarradios, entre otras cosas, habla la cuarta y más redonda novela de Luis Quiñones: Crónica del último invierno. De esa gente y del barro que pisaron en calles sin asfaltar para ir a trabajar, a hacer la compra o a llevar a los hijos al colegio. De esas gentes sencillas que son, ojalá no lo olvidemos nunca, nuestra posesión más valiosa. Porque los pobres -sí, seguimos siendo pobres- no tenemos otro patrimonio, y porque la lucha de clases no es solo pretender -legítimamente- alcanzar lo que es nuestro por derecho natural, sino tener claro de dónde venimos para saber a lo que nos enfrentamos.
Esa es la parte más lírica de una novela magistralmente construida a modo de tríptico en la que cada panel nos descubre una época y un modelo narrativo distinto. Si fuese El jardín de las delicias, de El Bosco, en esta tabla de la izquierda se mostraría nuestro pecado original, si se le puede llamar así: la pertenencia a una clase que nunca ha estado en la parte alta de la rueda. Está dibujada a base de pinceladas casi fotográficas de lo que un día fue Madrid o los pueblos de nuestros padres y abuelos y por ella desfilan seres reales o imaginados, con su trabajo y honradez a cuestas, que nunca protagonizarán una novela por el hecho mismo de que pertenecen a nuestra cotidianeidad más profunda. Demasiado auténticos. Demasiado imprescindibles para habitar en un papel.
En el panel central se nos muestra la trama policíaca que da cuerpo a la historia. Un viejo periodista investiga dos desapariciones conectadas a pesar de haber ocurrido con varias décadas de diferencia. El fantasma de Quito Muñoz, joven estudiante misteriosamente borrado del mapa en el primer postfranquismo, resucita en una fotografía que lleva al investigador hasta la desaparición de un profesor en nuestros días. En ese viaje al pasado descubre la forma en que las autoridades de finales de los setenta lograron callar a los hijos de esos obreros, cómo los silenciaron de la manera más canalla que podamos imaginar y cómo, de paso, se cargaron buena parte de esa generación que estaba llamada a cambiar las cosas. Los monstruos de El Bosco aparecen aquí vestidos de policías, de matones o incluso de directora de instituto, y el pulso narrativo de Luis Quiñones, ya probado en sus anteriores novelas, los conduce a todos, víctimas y verdugos, a un final inesperado y absolutamente sublime.
En la última tabla cambia radicalmente el registro para ofrecernos una crónica periodística en bruto que hará las delicias de los amantes de las novelas totales, de las historias contadas desde varios puntos de vista. Es un retrato aséptico y descarnado del infierno que han sido, son y serán las cloacas de estado, tan de moda ellas en estos tiempos, certificando con un golpe de realidad todo lo ocurrido. Un cuadro oscuro que nos pone los pelos de punta y hace que nos preguntemos sobre dónde están los límites de la maldad humana.
Lírica, narración y crónica. Tres géneros radicalmente distintos que el autor maneja con solvencia y que nos pone delante alternativamente con pequeñas dosis en forma de breves capítulos que se complementan unos a otros y se leen con tanto interés como angustia.
Cuando terminé Crónica del último invierno y cerré el libro tuve la sensación a partes iguales de haber disfrutado de una magnífica historia y de haber asistido a una retrospectiva histórica sobre la transición española más real que la que nos venden los medios. Además del placer que nos proporciona la lectura de esta obra, hay que agradecerle sinceramente a Luis Quiñones que nos haya puesto delante toda esta realidad, tanto la más íntima de nuestros abuelos, para reivindicarlos como merecen, como la más áspera de los infames que nos pisotean. Porque en un tiempo de patrias y de banderas, esta lectura es imprescindible para desnudar a esos patriotas que bajo el traje del amor a España llevan una muda sucia y rancia de odio a los españoles que no piensan como ellos. Y porque sobre todo, nos devuelve la imagen, que a veces disfrazamos, de quiénes somos y a la certidumbre, que a veces olvidamos, de que los de arriba, de una manera o de otra, nunca van a dejar que levantemos la cabeza.
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