Graduación

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   Gaudeamus igitur – Versión coral

   Me han dado por fin la última nota de la carrera, y ya puedo afirmar sin miedo a equivocarme que soy licenciado. Durante cinco años tuve la sensación de ser Aquiles, atrapado para siempre en su carrera infinita tras la tortuga, en la aporía de Zenón de Elea. Me he llegado a desesperar por momentos, pero como dice Antonio Machado, “todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar”. Ahora que llegué a la meta, como cuando uno acaba una importante etapa en la vida, toca hacer balance, para saber qué he podido sacar de positivo de la universidad, escuchando, no puede ser de otro modo, el Gaudeamus igitur. Hay quienes desprecian este canto viejo goliardesco de aproximadamente el siglo XIII porque es un símbolo del academicismo más rancio y oficial. Tal vez sea así, pero con todo, no hay que olvidar que la canción nos habla de la brevedad de la vida –inicialmente se titulada De brevitate vitae– y que nos invita a gozar del mundo desde la primera estrofa, aunque siempre con ese trasfondo barroco del carpe diem, combinado a una vez con el memento mori. Aunque algunos de sus versos pueden ser censurables, me quedo con ese magnífico “Vivant studiosi! / Crescat una veritas, / floreat fraternitas”.

   Pero más me vale centrarme de una vez. El mundo universitario me ha reportado muchos desengaños. Cuando entras por primera vez esperas encontrarte precisamente con el ambiente del Gaudeamus igitur, esperas encontrarte tal vez con algún Fray Luis de León o con algún don Miguel de Unamuno. Desde luego, nada más lejos de la realidad. El ambiente universitario que he vivido, desgraciadamente, se movía más en pos de criterios personales que en busca del conocimiento. Posiblemente, lo peor que puede ocurrir, es que determinado profesor sea experto en una materia muy específica, y pretenda que sus alumnos también lo sean, obviando así parcelas del conocimiento más generales e importantes. La especialización ha llegado hasta límites risibles; pero lo grave no es la especialización en sí, que es algo imprescindible, sino la imposición a la que el alumnado se ve sometido. Así, he tenido que estudiar materias inútiles, por las que jamás me he interesado y que sin duda he olvidado lo antes posible, como por ejemplo los nombres de todos los corrales de comedias sevillanos del siglo XVII, o un centenar de nombres de lenguas del mundo y su número de hablantes. Este es el gran fallo universitario: el alumno debería ingresar lleno de ansias de conocimientos, y él mismo debería decidir, después de un aprendizaje básico, aquello en lo que quiere profundizar. Este sistema pedagógico no pasa de ser una mera utopía, porque no es posible que haya tantas asignaturas como alumnos, pero desde luego, el profesorado debería atender más a las necesidades de los alumnos y menos a sus egoísmos ególatras.

   Otro de los grandes fallos del sistema pedagógico universitario está sin duda en la vocación didáctica de los profesores. Normalmente se tiende a pensar erróneamente que aquellos que más conocimiento tienen son los más aptos para enseñar. Nunca he dudado que cualquier profesor universitario tenga una gran cantidad de conocimientos –dentro de su especialidad, claro está–, pero no todos ellos están igualmente capacitados para dedicarse a la enseñanza. Dámado Alonso puso muy certeramente el dedo en la llaga con su apreciación de que lo verdaderamente importante para un crítico es saber transmitir, además de esa intuición que en la mayor parte de los casos falla. Pocos han sido los profesores con esa capacidad que se cruzaron por mi camino. De hecho, en mis cinco años universitarios, sólo una profesora me ha estimulado académicamente para alcanzar un nivel cultural alto, y sólo ella me ha enseñado el placer del conocimiento. Justo es que diga su nombre, Ana Pérez Vega, porque me enseñó una dinámica de trabajo y le debo mucho. Del resto de profesores puedo prescindir perfectamente, y de hecho, ya los he olvidado.

   A pesar de todo no quiero que mi balance se centre en los aspectos negativos. Lo mejor de la carrera son, ya lo dijeron muchos profesores, los libros. Muchos han sido los que he leído, y no pocos los que me han marcado de por vida. Otros libros hubiese preferido no leerlos, y los hay que, a pesar del esfuerzo que han exigido, han merecido la pena. Es difícil que alguien lea por propia iniciativa a Juan de Mena, o al marqués de Santillana. En casos como el de Facundo, de Sarmiento, opino que es uno de las peores torturas que he tenido que leer, a pesar de lo que Borges pudiera estimar esta obra, y de su importancia dentro de la historia argentina, en defensa de la civilización. De todos modos, se puede decir a grandes rasgos que cualquier libro escrito en Hispanoamérica anterior al modernismo es detestable –a excepción por supuesto de Sor Juana Inés de la Cruz o de las crónicas de Indias–. Otro defecto en el que se ha incurrido es el de intentar profundizar textualmente en las vanguardias, movimientos que deben verse principalmente en un plano teórico, que es donde más frutos dieron.

   Frente a estos textos de más que dudosa calidad literaria, quedaron lagunas de importantes momentos que he tenido que ir solventando por propia cuenta, como la mística del siglo XVI, el novecentismo, la generación del 27, la generación perdida, la generación de los 50, o la literatura más actual. Por otra parte, he adquirido conocimientos de la edad media –que tengo que repasar, porque de eso ya hace algunos años–, y especialmente del siglo XV, en menor medida del renacimiento, con más profundidad en el caso del barroco, y sin olvidar por completo romanticismo, realismo, modernismo y vanguardias. Claro está, que a unos autores los conozco mejor que a otros. Hay autores a los que no pude evitar acercarme con prejuicios, debido a la desconfianza en los profesores que los impartían, como ocurre con Alejandra Pizarnik, Nicanor Parra, o José Lezama Lima. Otros autores me han decepcionado en todo caso, como Juan Rulfo, y en menor medida Horacio Quiroga y Roberto Arlt. Por otros autores me sentí atraído o no, dependiendo de la obra; así ocurrió con Heraldos negros de César Vallejo, pero no con Trilce, con el Espantapájaros de Oliverio Girondo, pero no son Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, con la obra teórica de Vicente Huidobro –y con su poema “Arte poética”–, pero no con el resto de su producción. El hecho de profundizar, además, en un libro como Residencia en la tierra me ha dado todas las claves para comprender a Neruda, por ser uno de sus libros más difíciles. Los autores que más me marcaron en poesía, San Juan de la Cruz, Pedro Salinas y Luis Alberto de Cuenca, ni siquiera los he estudiado en la carrera. En la prosa me he sentido deslumbrado por tres de los grandes genios de la palabra castellana: Cervantes, Miguel Ángel Asturias y Gabriel García Márquez –no en su vertiente periodística, sino en la del realismo mágico–. Dos autores hay que seguramente no merece la pena ni mencionarlos, por lo obvio –sólo hay que leer alguno de mis artículos anteriores–, me parecen los más importantes del siglo XX: Jorge Luis Borges y Julio Cortázar –al segundo de ellos ni siquiera lo estudié en la carrera–. Es posible, y en contra de lo que cabría esperar, mi base de literatura hispanoamericana es superior a la de literatura hispánica, porque la materia está organizada de forma más sistemática y didáctica en el primer caso.

   También he adquirido, por supuesto, conocimientos en lengua española, en historia de la lengua y en lingüística universal. En todo caso siempre me ha interesado menos la lengua, aunque no por ello mi base es menos sólida. A veces tengo la impresión de que estudié mucha más lengua que literatura. Pero de nada sirve que me ponga a hablar de etimologías, de yodes, de epéntesis, de inflexiones, de variantes diatópicas o diafásicas, de pragmática, de implicaturas, o de archifonemas. Todas las parcelas que estudian la lengua pretenden alcanzar la consideración de ciencia, y siendo esto así, la lengua es un tema del que sólo hablan los especialistas, aunque todo el mundo se cree siempre son derecho a opinar. Simplemente tengo que decir que en los cinco años de carrera no recuerdo haber tenido ni una sola conversación o tertulia sobre lengua, y sí muchas sobre literatura. Otra cosa es que en el último año haya descubierto un interés particular por el español coloquial, que es una de las parcelas que más me interesan de la lengua. Las asignaturas de lingüística fueron inútiles, por la pésima calidad de los profesores que las impartían.

   El caso es que ya terminó esta etapa de mi vida y comienza una nueva. Aún me quedan por estudiar y por prepararme las oposiciones –lo más duro está por venir–, que me ayudarán a sistematizar y a ordenar conocimientos, y a rellenar huecos y lagunas. Una vez haya superado esta última etapa habré entrado en el mundo laboral, y lo que decida estudiar será por cuenta propia, aunque en ningún caso dejaré de estudiar. Lo que sí necesitaría es acabar con algo que probablemente me haya hecho bastante daño, la presión de los exámenes, pero eso de momento aún tendrá que esperar un poco más. Puedo decir, en vista de lo escrito, que algo aprendí, después de todo, durante estos cinco años de carrera. Pero algo me dice que el verdadero aprendizaje comienza ahora, que estos años han sido una burda preparación para lo que llega. Ahora lo que tengo que hacer es quemar las toneladas de bibliografías que generosamente me proporcionaron los profesores, y empezar a buscar por mi cuenta, a bucear en las maravillosas aguas del conocimiento. Quiero estar esperanzado en lo que está por venir, y no demasiado hastiado por lo que ha sido. Que mi bandera sea el último verso de “De amicitae” de Julio Martínez Mesanza –o de Antonio Machado, tanto da–: “mañana el mar inmenso nos espera”.

   Caminante – Serrat

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