Signatura 400 de Sophie Divry

Signatura 400 de Sophie Divry

    Una de cal y otra de arena. Creo que esta expresión describe Signatura 400. No es que tenga altibajos, ni mucho menos. El éxito del libro ‒que no deja de ser moderado‒ se basa fundamentalmente en utilizar un tema que tiene un sector de lectores que, aunque limitado, es tremendamente fiel, el de los amantes de los libros. Con un cierto planteamiento novelístico como punto de partida, el de una bibliotecaria que se encuentra por la mañana con un lector que parece haber pasado toda la noche en el sótano de la biblioteca, Divry construye una especie de diálogo ficticio que es en realidad un monólogo que, lejos de ser una novela al uso, es un ensayo, quizá en una posible doble acepción del término, entendiendo por ensayo no sólo un tipo específico de género textual sino el intento de una suerte de estructura según la vieja técnica del libre fluir de la conciencia. El resultado final es un texto con un cierto caos organizado ‒dije «suerte de»‒, con numerosas idas y venidas, en ocasiones complementarias y en ocasiones contradictorias. Porque esas ideas que se van dejando y retomando a veces son blancas y a veces negras, a veces se ofrece un punto de vista y pocas páginas después otro completamente opuesto. Aunque ameno y fácil de digerir, no es fácil sacar unas conclusiones finales una vez leídas las últimas páginas. El lector cierra el libro con la sensación de no saber bien qué nos ha querido decir Divry sobre las bibliotecas, los libros, la lectura y la cultura en general.

    El personaje de la bibliotecaria es una más de las contradicciones más fuertes latentes en la obra. Por una parte da una de cal, demuestra un sentimiento aristocrático de la cultura, se siente parte de una especie de élite que se alza por encima de todos aquellos mediocres que diariamente van «a trabajar o de compras al centro comercial, como todos esos parásitos que se empeñan en vender, producir o comprar tantas mercancías inútiles para la edificación del conocimiento». Pero lo cierto es que, desde su torre de marfil, pronto se muestra como un personajillo ridículo, parodia de ser humano absurdo, lleno de manías y de carencias, un ser que dice no soportar viajar ‒¡cómo puede pretender amar la lectura y detestar viajar!‒, porque afirma que todo aquello que pudiera conocer a través de la propia vida puede conocerlo a través de los libros, en las antípodas del vitalista Neruda, que diría aquello de «libro, cuando te cierro abro la vida». Así, sus ínfulas intelectuales la llevan a defender a Robespierre y a declararse «de vuelta del pueblo y de los socialistas», a descreer del concepto de Estado a pesar de su condición de funcionaria pública.

    Y por otra parte da una de arena. Porque aunque descree del Estado, comulga con esa injusta jerarquía que organiza la biblioteca en una especie de oficina de burócratas tan ineficaz, tan poco operativa, como el Registro Civil que Saramago describe en Todos los nombres. Una jerarquía donde «las mujeres que se relacionan con hombres [lectores] en una biblioteca son las que tienen los puestos más bajos». De ahí parte de la insatisfacción de Divry, recluida en los sótanos, a modo de infierno dantesco, condenada a manejar libros de segunda fila ‒de ciencias, geografía, informática, ocio, diccionarios y guías de viaje‒, por debajo de las bibliotecarias tituladas, que desde las alturas dominan lo más selecto de la cultura universal, la literatura francesa o la historia.

    Se puede decir que no hay excesos pasionales ni defensas soñadoras de ese microcosmos que es la biblioteca; no hay magia en el trabajo de bibliotecario, como si los libros permanecieran tras un muro infranqueable que no entra en contacto con aquellos que los ordenan y clasifican. La óptica de Divry es desmitificadora: más que un oficio quijotesco ‒acaso alguna vez lo fuera‒ en los tiempos pragmáticos que corren, los tiempos del taylorismo y de la producción en cadena, es el rutinario trabajo de un funcionario, o en sus propias palabras una «obrera especializada, colocadora de libros». Así describe Divry su trabajo: «Clasificar, colocar, no molestar, ésa es toda mi vida, ya ve. Meter libros en las estanterías y sacarlos, el cuento de nunca acabar. No parece divertido, ¿eh? Pero es lo que hay […] Ser bibliotecario no es nada gratificante, se lo digo yo: se acerca a la condición de obrero. Yo soy una taylorizadora de la cultura. Sepa usted que para ser un bibliotecario hay que apreciar el concepto de clasificación y ser una persona obediente. Sin iniciativa». Lo cual es decir mucho no sólo del bibliotecario, que es lo de menos, sino del concepto actual de la cultura. No hay que olvidar que, como dice la propia Divry, «saber orientarse en una biblioteca es dominar la cultura en su conjunto y, por tanto, el mundo».

    Sobre la cultura trata una buena parte del libro. Para Divry la cultura no debe ser algo lúdico, no produce placer, sino que se construye con el esfuerzo permanente del ser humano que pretende escapar de su condición de primate subcivilizado. Critica la contrucción de la cultura moderna desde sus cimientos, opone dos modelos de escritura y de creación, el de Maupassant y el de Balzac, para atacar un tipo de literatura frívola, ligera, de circunstancias. Es así como habla Divry: «Cuando veo, al empezar el curso, todos esos libros necios que invaden las librerías y que al cabo de unos meses solo sirven para venderse al peso… De todos esos libros que te asaltan a centenares, el noventa por ciento solo sirve para envolver sardinas. Para las bibliotecas son una calamidad. Los peores son los libros exprés, los libros de actualidad: se encargan, se escriben, se imprimen, se televisan, se compran, se retiran, se destruyen. Los editores deberían poner la fecha de caducidad al lado del precio, ya que son productos de consumo». Pero por otra parte, también desconfía de los conceptos de canon y de clásicos. Estos últimos son un monumento aplastante, alzado por las bibliotecarias tituladas y las autoridades culturales pertinentes, que consiguen dar la imagen de la cultura como un mundo inaccesible para los vulgares lectores.

    Y es que la visión que se ofrece del lector, de ese profano que intenta acceder al microcosmos bibliotecario, no deja de ser menos paradigmática que la de la bibliotecaria. Por una parte se ven como entidades ajenas, amenazantes, como enemigos que ponen en peligro el orden, que «roban, molestan, desordenan los libros, doblan las puntas de las páginas», e incluso las arrancan. Muchos son lo que van a la biblioteca no por alimentar el alma sino movidos por impulsos tan mundanos como el de buscar pareja. Pero más adelante declarará que al lector primerizo, al lector que se siente insignificante ante la vastedad de la biblioteca, hay que ampararlo, mimarlo, apoyarlo. Que lea lo que sea, que a través de esa literatura de consumo tal vez pudiera acabar topándose con los clásicos. Lo importante es no asustarlo, no abrumarlo, para que vuelva. Propiciar un amoroso encuentro con el mundo de los libros.

    La signatura 400 que da título al libro simboliza de una u otra manera el vertiginoso vacío dentro de la cultura y del conocimiento humano, que es como bañarse en alta mar. Precisamente la biblioteca aparece como un laberinto borgiano que responde al adagio latino de ars longa vita brevis, un universo inconmensurable que jamás se entregará a ningún individuo finito. Así lo expresa maravillosamente Divry: «¿cuántos de esos malditos libros crees que podrás conocer? Pongamos que tienes una capacidad extraordinaria, que lees dos libros a la semana durante cincuenta años. Pues bien, al final de tu vida, ¿cuántos habrás leído? ¿Cinco mil? Eso no es nada. Una ridiculez en comparación con los que tenemos aquí: doscientos cincuenta mil setecientos libros». Esta situación provoca la que tal vez sea la paradoja más grande de todo el ensayo. Los libros no hacen nada por nosotros, pero al mismo tiempo la biblioteca tiene la virtud de anestesiar parte de esas angustias, de aliviar todas las patologías humanas. Es un espacio solidario y gratuito donde la cultura está al alcance de cualquiera. Pero a pesar del amor y del consuelo que los libros ofrecen «cuando tu familia te ha abandonado, tus amigos te rehúyen, cuanto tú mismo te consideras un fracasado, un impotente, un parásito», hay en Divry algo de Firmin, de ratón de biblioteca de vuelta de todo, lejos de cualquier idealización del mundo del libro, la bibliotecaria demuestra que su vida misma es una signatura 400, un hueco que no es capaz de llenar ni siquiera trabajando entre libros.

    Y parece que al final, por encima del consuelo de todos los libros del mundo, la vida se sigue alzando triunfante. La única conclusión posible que puede sacarse de Signatura 400 es el amor, quizá demasiado platónico, de la bibliotecaria hacia ese casi desconocido chico que la frecuenta regularmente en busca de información para su tesis. Poco importa la seguridad que ofrezca la biblioteca, que en un lamento final la bibliotecaria no dudará en expresar su elección, una elección que deja un sabor de boca amargo: «¿Por qué Martin me deja sola con estos puñeteros libros?»

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