Estoy leyendo estos días por primera vez mi libro, un año después de terminar de escribirlo. Así aprovecharé a corregir los errores para una futura segunda edición, y de alguna manera, quiero despedirme de él por un tiempo, viviendo la historia por tercera vez. La primera fue cuando pasaron aquellas semanas que después decidí convertir en mi primera novela; después los meses dándole a la tecla; y ahora leyendo el resultado final en papel.

Voy por la página 146, y he pensado compartirla con vosotros.

Previamente tengo que explicar la situación: un amigo necesitaba ayuda, o quizás le ayudé sin que me lo pidiera, y ese fue mi error… Hice todo lo que pude por echarle una mano, pero después, hubo un desagradable malentendido que me hizo aprender mucho sobre aquella situación aparentemente contradictoria, en la que a veces pasa que das cosas buenas sin esperar nada a cambio, y solo recibes ruido, confusión y desprecios.

La llave del laberinto, página 146.

Dice así:

«Me fui de allí, sin entender lo que había pasado. Por eso caminé unos minutos, hasta la terraza de un bar que me gustaba. Pedí un botellín grande de cerveza, encendí un cigarro y re­flexioné sobre lo sucedido después de dos hondas caladas, que deja­ron mis nervios más templados.

Pensé. Repasé todos los acontecimientos cercanos y las circunstancias de los protagonistas. Reflexioné. Bebí un gran trago de cerveza, terminé el cigarro y llegué a esta conclusión:

Imaginemos un espejo. Yo pasé varios años sin mirarme al es­pejo. Me dolía. En aquella época pesaba más de 140kg. Estaba gordo como un cerdo. Trabajaba en el mismo sitio que ahora, de informático. Tenía la novia que después se convirtió en mi esposa, y después en ex mujer. No me gustaba mi vida, no me gustaba yo. Por eso tenía miedo de mirarme a los ojos, y ver lo que quería ignorar.

Pero eso era hacía mucho tiempo, cuando prefería convencerme de que mi vida no era tan mala. O simplemente era la que me tocaba.

Ahora yo era de otra manera, e intentaba gobernar mi vida, ti­rando por la borda lo que no me dejaba volar. Y eso a la gente que no quiere ver cómo está eligiendo una vida que cada día les hace más infelices y les hunde un poquito más; a esos, no les gusta tener en­frente a gente como la que representaba yo en aquel entonces. Prefie­ren rodearse de fracasados y conformistas que han decidido seguir viviendo una vida que no les satisface. Hay mucha gente que ha ele­gido no ser feliz por miedo a cambiar lo que tienen, y que el resultado sea aún peor.

Yo pienso que cuando todo va mal, no hay mucho que perder. En mi caso, cuando me miraba al espejo del alma, sentía que es­taba encantado de haberme conocido y orgulloso de lo que había al­canzado. Tenía la impresión de estar más cerquita de llegar a donde hay que llegar, que no es otro sitio más que a uno mismo.

Eso no gusta a quien no se gusta. No era mi problema.

A la vez, me había servido de aprendizaje: cada persona debe tropezarse con sus propias piedras, y cometemos un gran error si, con el afán de ayudar a nuestros amigos o seres queridos, allana­mos sus caminos apartando la piedra que nosotros vemos y ellos no. La piedra está ahí para que nos tropecemos con ella y aprendamos, o para que nos tropecemos con ella y no aprendamos, con lo que más adelante volverá a cruzarse en nuestro destino.

Si cometemos el error de quitarle a alguien su piedra, aunque sea complicado porque apreciamos a esa persona, puede que la recoja del suelo y nos la tire a la cabeza.

También aprendí que a la gente infeliz no le gusta la gente feliz; por eso no conviene demostrar de forma demasiado explícita lo bien que nos va. Estos prefieren compararse con personas que consideran inferiores en algún aspecto, para ganar en la comparación. Creo que es inteligente, desde un punto de vista evolucionista; seguro que a los lémures de Madagascar les va muy bien así.

Menos mal que lo único que di fue todo.»

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