El nuevo proyecto de digitalización de los registros de Shakespeare and Company está revelando una información valiosísima sobre muchos de los hábitos lectores de Hemingway, de Scott Fitzgerald, de James Joyce, de Gertrude Stein, de Simone de Beauvoir y de muchas otras estrellas de la bohemia parisina de los años veinte. Hemos podido descubrir, por ejemplo, que décadas antes de que Hemingway escribiera El viejo y el mar había tomado prestado de la librería Navegando en solitario alrededor del mundo del marino y escritor Joshua Slocum. O que Stein compaginaba sus actividades intelectuales con lecturas más ligeras como Un amor en la antigüedad de T.H. Crosfield o Isla de Igualdad de Andrew Soutar.

Cuando Sylvia Beach abrió Shakespeare and Company en 1919, los libros en inglés eran caros y difíciles de encontrar en París, así que muchos escritores y artistas acudieron en masa a la capital del modernismo literario para inscribirse en el servicio de préstamos que ofrecía la librera. Además de los habituales Hemingway y Stein, otros escritores e intelectuales como Aimé Césaire, Simone de Beauvoir, Jacques Lacan, Walter Benjamin o James Joyce se convirtieron en miembros activos de ese servicio. Beach mantuvo su librería abierta hasta que en 1941 se vio obligada a cerrarla después de negarse a vender su última copia de Finnegans Wake de Joyce a un oficial nazi. George Whitman retomó el proyecto de Sylvia Beach y reabrió Shakespeare and Company en 1951, eso sí, dándole su propio toque personal.

Los papeles de Beach, compuestos por unas 180 cajas llenas con los registros de su archivo, fueron adquiridos por la Universidad de Princeton en 1964 y allí se ha trabajado con ellos desde 2014 para digitarlizarlos y ponerlos al alcance de cualquier interesado. Según Joshua Kotin, profesor en Princenton y director del proyecto de digitalización, Beach estaba obsesionada con anotar en sus registros cuidadosamente cada detalle, por lo que esos archivos tienen un enorme potencial que ahora podría salir a la luz gracias al proceso de digitalización.

Analizando qué es lo que leían los autores podemos entender mejor por qué escribían lo que escribían y por qué es tan genial. En el caso de Hemingway, kos registros revelan que tomó prestados más de noventa libros, entre los que estaba la autobiografía del empresario y político estadounidense P.T. Barnum hasta El amante de Lady Chatterley de D.H. Lawrence. Esta última novela Hemingway la tuvo ocho días en septiembre de 1929, el mismo año en que la novela fue publicada en Francia y treinta años antes de su publicación en Estados Unidos. En 1926 sacó un libro de Tom Jones que sería fundamental para su novela Fiesta y también compró un ejemplar de su propio libro Adiós a las armas.

Son muchas las curiosidades que podemos conocer a partir de esos registros. Walter Benjamin, por ejemplo, tomó prestados dos libros poco antes de suicidarse en septiembre de 1940: un diccionario de inglés-alemán y las obras físicas y metafísicas de Bacon. Jacques Lacan, por su parte, tomó prestado un libro sobre la historia de Irlanda porque está leyendo el Ulises de Joyce. Claude Cahun, bajo el pseudónimo de Lucy Renée Mathilde Schwob, leía a Henry James. Y las novelas de fantasía de Stein. No deja de ser fascinante, además del valor que pueda tener a título de curiosidad el conocer estas prácticas tan privadas y solitarias, el comparar nuestras prácticas de lectura cotidianas con la de esos autores.

El archivo, además, también arroja luz sobre los hábitos lectores de miles de personas anónimas, que también fueron miembros del servicio de préstamos pero que no pasaron a la historia de la literatura por ser escritores. De esta forma, supone una radiografía inigualable de los hábitos lectores del París de los años veinte. Un tesoro que podría haberse perdido, ya que la American Library Association exige que las bibliotecas destruyan los registros de sus usuarios para proteger su privacidad. Sin embargo, Shakespeare and Company no estaba afiliada a esta entidad y Sylvia Beach se quedó con todos sus registros.

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