Podría ocurrirnos, a menudo… levantarnos temprano en una mañana de otoño, ir al aseo y lavarnos la cara mientras hay una ventana abierta, porque es el principio del otoño, aún no hace demasiado frío a esa hora, cuando aún no ha amanecido pero el cielo empieza a clarear, y el sonido de los automóviles evoca promesas, recuerdos de niño, aspiraciones, y al fin y al cabo es el sonido de unas máquinas representando algo sentimental para nosotros, nuestro esfuerzo durante la vida, o incluso nuestros deseos más fútiles.
Después caminamos en nuestra casa, recorriendo habitaciones, y en ellas hay objetos viejos y otros que hemos comprado no hace demasiado tiempo, y todos ellos forman parte de nuestra vida, y ni siquiera los hemos construido con nuestras propias manos, así que se trataría de objetos diseñados por otros, fabricados muy a menudo lejos de donde estamos, en otros países, otros continentes, para llegar hasta nosotros y ser algo imprescindible, pero no son esos objetos lo imprescindible, supongo, sino la idea de poseerlos. ¿Estamos entonces ante una situación materialista, o podría tratarse de un rasgo exótico de nuestra forma de pensar?
Todos esos objetos somos nosotros, o son nuestros ascendientes. No debería ser tan fácil, entonces, desprenderse de ellos. Pero lo hacemos, por una cuestión de espacio, o de malestar ante el recuerdo, o porque nuevas generaciones detestan lo viejo y quieren algo recién fabricado, recién diseñado, y a veces esos objetos son reutilizados por otras personas, a veces son reutilizados en masa, y hay regiones, o países, en los que el viajero occidental puede reconocer toda una estética de una época anterior, distintas prendas de vestir, que están al fin y al cabo fuera de lugar, como formando parte de una historia desvirtuada, injusta.
Puede que nuevas generaciones deban enfrentarse al uso continuado, por mucho más tiempo del que quisieran, de sus propias posesiones. ¿Sabrán entonces reconocerse a sí mismas? ¿Les gustará lo que vean? Durante una pandemia, en la que nos viéramos obligados a pasar gran parte de nuestro tiempo en casa, los muebles observados durante tantas horas podrían convertirse en algo molesto. Jane Bowles dijo que las casas pueden romper tu corazón. Yo añadiría que es el status, o la pretensión de cierto status social, lo que se adueña del hogar, lo corrompe, lo despoja del misterio que tanto queríamos admirar cuando viajábamos a otros lugares.
Supongo que es una contradicción hablar de un exotismo occidental. Sin embargo las civilizaciones no son eternas, desaparecen o se suceden unas a otras en su grado de importancia, de influencia sobre las demás.
El exotismo estaría también en esa hipótesis… ¿Cómo seríamos sin nuestras pequeñas o grandes posesiones? En una mañana de principios de otoño, ¿qué escucharíamos? ¿Qué o quién se adueñaría de esos rasgos sentimentales?
Podría ocurrirnos, un día u otro, escuchar el amanecer sobre una autovía a través de la ventana abierta, y contemplar una vida tras otra, vidas paralelas, posibles finales, a una velocidad que hemos sabido construir. Y al final de una de esas vidas quizá podríamos reconocernos, lejos de cualquier objeto, de cualquier ruido. Ni siquiera el sonido del automóvil en alguna carretera cercana.
No hay comentarios