“Sin luz; mas sólo la oscuridad visible
Sirvió sólo para descubrir vistas de asombro,
Regiones de pena, tristes sombras, donde la paz
Y el descanso nunca pueden vivir, la esperanza nunca viene”.
-John Milton. “Paraíso perdido”.
Aftersun (Charlotte Wells. 2022) es una historia sublime. Es una película, sí, y es también una potente obra literaria con recursos ágiles y sutiles construidos para conectar rápidamente con un espectador que tenga un alto grado de sensibilidad y agudeza emocional. Aftersun es una historia sobre la depresión, pero ante todo es una historia sobre el amor y la complicidad.
La trama es simple: Calum lleva a su hija Sophie, una niña de once años en el umbral del despertar de la vida, a unas vacaciones de verano en la costa turca para compartir un momento juntos. Las imágenes y ciertos diálogos, sin embargo, nos muestran algo más profundo: Calum sufre una profunda depresión y aunque respira y sonríe junto a su hija, el fin de sus días está cerca.
Quienes entendemos la depresión entramos rápidamente en la complicidad de la historia que Aftersun nos cuenta y podemos reconocer rápidamente las señales del agotamiento en Calum, a través de imágenes muy cuidadas que la directora usa para mostrarnos el vacío que aqueja a su personaje. Y es que hay muchas en toda la película (no las voy a mencionar yo, se lo dejo al lector como tarea). Además, nos permite, a través de diálogos breves, pero bien pensados, conocer lo necesario sobre los personajes. Se expone ese presente, el del viaje, con ligeros guiños al pasado que no estropean la narrativa principal. Aftersun tiene una narrativa magistral. Sabemos que Calum está divorciado, que ha tenido un “accidente” (el yeso en su mano que no es una fractura, como Calum mismo le explica a Sophie). No atraviesa una buena situación económica (se lo dice su hija). Ya no va a regresar a Escocia, donde vive Sophie con su madre. Se embriaga, es errático. Se desentiende de sus responsabilidades y eso lo vemos en las licencias que le da a su hija de once años y la despreocupación constante. Tenía una pareja, Claire, con la que pretendía abrir un café, pero ella lo ha dejado y ha regresado con un antiguo novio. Todo ese fracaso, esas idas y venidas, ese desaliento que carga encima obedece a una sola circunstancia: una depresión que ya no puede controlar.
La historia muestra también pequeñas grabaciones hechas en una videocámara por Sophie, quien ya de adulta encuentra esa cinta y la examina (junto con nosotros los espectadores), dejándonos sacar nuestras propias conclusiones. Entendemos sí, que para cuando estamos viendo el video, Calum ya se ha quitado la vida; Sophie tiene pareja, es madre, y a través de la exploración del recuerdo de ese viaje es que comprende que todo ese desgano y esa enorme pesadumbre de su padre era su último pedido de ayuda para quizá salvarse.
“No me veo a los cuarenta”, le dice Calum al ayudante de buceo en el bote. “Me sorprende haber llegado a los treinta”.
Sophie percibe que su padre es un hombre fragmentado, esquivo, cambiante. Y aunque no entiende el mal que lo aqueja, no le es dificil describirlo: “¿No sientes que has tenido un día increíble y entonces llegas a casa y te sientes cansado y decaído y sientes que tus huesos no funcionan? Están cansados y todo se siente pesado, como si te estuvieras hundiendo”, le dice. La reacción de Calum refleja claramente lo que siente respecto a ese animal oscuro que lleva dentro. Se mira en el espejo, se escupe a sí mismo: Se odia.
A pesar de ello, Sophie ama a su padre, le habla siempre desde el amor: “Es lindo que compartamos el mismo cielo. Si puedo ver el sol, pienso en el hecho que ambos podemos verlo. Así que, incluso si no estamos en el mismo lugar y no estamos juntos, es como si lo estuviéramos”.
Aftersun no habla de la depresión; la muestra. Y es ese su gran acierto, porque son esas imágenes sutiles las que nos ayuden a entender que, a pesar de todo intento, el mundo de Calum se está desmoronando y ya no hay nada que podamos hacer al respecto. Y es que la depresión es una enfermedad tan compleja y difícil -un pozo tan hondo- que a veces las palabras resultan escasas para referirse a ella. Es mucho más dolorosa porque es una enfermedad que no se ve, que se confunde con tristeza, con desgano, con apatía, con enojo. Es una enfermedad que te aleja de los amigos, de la familia, de tu esposa, de tus hijos. Es una enfermedad que construye muros invisibles y te pone constantemente en una oscura esquina. La escena en que Sophie le canta “Losing my religion”, de R.E.M a su padre me hizo trizas el corazón (“creí escucharte reir / creí escucharte cantar / creo que imaginé verte intentarlo”).
Aunque la depresión como tal, es un término reciente, su naturaleza y el destino al que conduce a quienes no pueden escapar de ella ha existido desde que el hombre tiene razón de sí mismo. Podemos encontrarla en la Biblia, en el libro de Job, capítulo 2, versículos del 24 al 26, que nos dice: “Suspiros me vienen en lugar de alimento / mis lamentos fluyen como el agua. / Lo que más temía fue lo que me sucedió / No tengo paz ni sosiego. No hay descanso para mí, solo ansiedad”.
También se refiere a ella John Milton en el siglo XVII: “Cuando pienso que mi luz se agota / tan pronto en este oscuro y ancho mundo / y ese talento que es esconder la muerte / alojada en mí, inútil, aunque mi alma se ha vencido”.
Y, por supuesto, la atormentada y talentosa poeta Sylvia Plath (1932-1963): “Morir es un arte, como todo. / Yo lo hago excepcionalmente bien. / Tan bien, que parece un infierno. / Tan bien, que parece de veras”.
Escritos introspectivos, de hondo desasosiego, que de manera inconsciente relacionan la profunda depresión con la inevitabilidad de la muerte. Los tiempos de Plath y John Milton eran sin duda, difíciles. ¿Cómo explicar aquello que los consumía por dentro, pero que nadie más podía ver? ¿Cómo explicar que, a pesar de compartir el mismo cielo con quienes los querían, solo veían tinieblas cerniéndose sobre ellos?
William Styron (1925-2006) en su novela “Esa Visible Oscuridad”, explica con dolorosa claridad como es que la depresión hunde a quienes la padecen: “Hay una región en la experiencia del dolor donde la certeza del alivio a menudo permite una resistencia sobrehumana (…) En la depresión, esta fe en la liberación, en la restauración final, está ausente. El dolor es implacable, y lo que hace que la condición sea intolerable es el conocimiento previo de que no llegará ningún remedio, ni en un día, ni en una hora, ni en un mes, ni en un minuto”. Styron, inspirado por los versos de Milton, describe a la depresión como si la escuchara susurrarle al oído:
«Ese lóbrego y tenebroso talante, la voz de la depresión, mi asedio, la espiral descendente, la inmensa y dolorida soledad. Una gris llovizna de horror, la muerte soplando sobre mí en frías ráfagas, la desolación”
Pero si hay un escritor que hizo un despliegue verbal descomunal para tratar de explicar la depresión que lo aquejaba, este fue David Foster Wallace (1962 – 2008). Dueño de una mente prodigiosa, Foster Wallace habla de la depresión, de la decepción, del sinsentido de la vida de manera recurrente en muchas de sus obras. Su relato “El neón de siempre”, es un juego introspectivo ejecutado de manera inteligente para hablar de “la trampa de fraudulencia e infelicidad que me había construido a mi mismo”. Neil, el personaje de ese relato, es alguien que “estaba atormentado por voces que le decían que algo funcionaba terriblemente en él”, y que cuenta, de manera muy honesta, su eterna batalla con el desgaste de la depresión: “probé el psicoanálisis como casi todo el mundo por entonces que estaba cerca de los treinta y había ganado dinero o tenía familia o lo que fuera que pensaban que querían y sin embargo no acababan de sentirse felices”. Hasta que, incapaz de conectar con el mundo que lo rodea, intenta quitarse la vida estrellándose en un auto.
Fuera de su magistral narrativa, la realidad para Foster Wallace fue un eterno callejón sin salida. Sus libros eran un claro pedido de ayuda, sus constantes internamientos en el hospital siquiátrico lo estaban agotando. “La persona deprimida sufría una angustia emocional terrible e incesante, y la imposibilidad de compartir o manifestar esa angustia era en sí misma un componente de la angustia y un factor que contribuía a su horror esencial”, escribió en su libro de relatos “Entrevistas Breves con Hombres Repulsivos”.
Al igual que Calum en Aftersun, David Foster Wallace fue cayendo en esa espiral depresiva severa de la cual ya no pudo recuperarse, hasta que terminó suicidándose en el patio trasero de su casa a la edad de 47 años. Karen Green, su esposa, amiga y confidente, lo encontró colgado. “Tenía miedo de romper tus rodillas cuando corté la cuerda”, escribió luego en su poemario Bough Down, un libro maravilloso en el cual Karen habla sobre la pérdida de su esposo, no desde la oscuridad, sino desde el amor. Y al igual que Sophie en Aftersun muestra los retazos de los últimos días de su padre, Karen Green escribe sobre David a través de fragmentos e imágenes sencillas pero cargadas de emotividad y humor, compartiendo con nosotros el proceso de duelo, la sensación de la pérdida, la nostalgia, el recuerdo grato de alguien a quien amó con devoción y honestidad:
“¿Cuándo se dio por vencido, en que aliento? / Y cuando se dio por vencido, ¿había espacio para los sentimientos o las palabras para expresarlos? / y cuando se dio por vencido, ¿fue el final o el inicio del sufrimiento?”
Aftersun es la suma visual de todos estos denodados esfuerzos por darle luz al tenebroso sendero de la depresión. Son el pavor y la asfixia vivida por John Milton, Sylvia Plath y David Foster Wallace, son la compresión de William Styron, el amor de Karen Green. Calum y la pequeña Sophie son cómplices en ese viaje, cómplices en el tiempo, en el recuerdo, en la búsqueda perpetua de algo parecido a la felicidad que, aunque efímera, basta para poder por minuto, salvarnos.
“¿Podemos darnos a nosotros mismos otra oportunidad? / ¿Podemos darnos amor?”, Se escucha en “Under Pressure”, de Queen, en la escena cúspide de la película. “Bailaré contigo o sin ti. Sabes que me gusta bailar”, le dice Calum a Sophie. “Este es nuestro último baile, estos somos nosotros”. No se sale ileso de esa escena monumental, de ese último baile, de esa sutil alusión a una despedida con punto final.
Quienes entendemos la depresión sabemos que es una lucha solitaria, a veces adversa, pero no imposible. Y aunque quizá la incomprensión sea el aliado máximo de esta enfermedad que aqueja a tantos, contamos con el arte como un bálsamo para saber que no estamos solos, que nunca lo estuvimos; que ya hubo antes que nosotros personas que han logrado definir con su arte aquello que tanto nos cuesta explicar, que podemos, a través de sus obras, compartir nuestras aflicciones y nuestros miedos con aquellos que quieren vernos salir del oscuro pozo, librarnos del perro negro que atosiga nuestro espíritu. Sentir que, aunque no estemos juntos, podamos darle cara a la sombra siniestra de la depresión y empezar entonces a compartir un mismo cielo, cargado de esperanza.
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