La historia de la literatura es caprichosa. A veces un solo libro es suficiente para asegurarte un lugar privilegiado en la posteridad y otras apenas te llega para hacerte un hueco en la infausta historia de las omisiones o, con algo de suerte, de las recuperaciones. Jean Ferry, seamos sinceros, tenía muchas papeletas para ser uno más en este segundo grupo. Su carrera en las letras empezó joven, como crítico de cine en Revue du Cinéma, pero su azarosa vida de marino y de operador de telégrafos y su brillante labor como guionista, a partir de 1940 con la adaptación de la novela Les musiciens du ciel de René Lefèvre, eclipsarían su faceta literaria.
Al fin y al cabo, Ferry trabajó con Luis Buñuel, con Louis Malle, con Christian-Jaque y con Henri-Georges Clouzot, con quien co-escribió Manon, En legítima defensa y Mequette et sa mère; mientras que en prosa de ficción su única obra, por la que debería ser recordado, es un librito de relatos titulado El maquinista y otros cuentos, publicado en 1950 con una primera edición que tuvo una escasa tirada de 100 ejemplares y que tres años después se publicaría en Gallimard, bajo la dirección de Jean Paulhan, con una tirada más decente de 1650 copias. Veinticuatro relatos más una advertencia a modo de prefacio en apenas 150 páginas ‒cuatro de ellas fueron recopiladas e incluidas en la tercera edición‒. Un libro breve pero compacto, concentrado, con historias no superan una sola página y que recuerda por momentos a Italo Calvino.
Aunque vivió volcado sobre todo hacia el mundo del cine, de una u otra forma Ferry estuvo relacionado con algunos de los movimientos literarios franceses más importantes del siglo XX. Cercano al dadaísmo, fue un miembro temprano de los surrealistas, un sátrapa del Colegio de Patafísica, un invitado de honor del grupo OuLiPo y el mayor especialista de su tiempo en el singular Raymond Roussel, sobre el que escribió varios trabajos que le valieron el reconocimiento patafísico. De hecho, a André Bretón, con cuya exnovia se casó Ferry, le debemos gran parte del reconocimiento literario de este escritor. El líder del surrealismo escribió un elogioso prólogo para la segunda edición de los relatos de Ferry y lo incluyó en la última edición de su Antología del humor negro. Además no dudó en calificar uno de sus relatos, «El tigre mundano», como «el texto poético más sensacionalmente nuevo que he leído en mucho tiempo».
Hay mucho de surrealismo en la prosa de Ferry, que también bebe de otros autores como Julio Verne o Arthur Conan Doyle. De Raymond Roussel tomó la máxima de que «una obra literaria no tiene que contener nada real, ninguna observación acerca del mundo, nada salvo combinaciones de objetos totalmente imaginarios». Lo fantástico es el denominador común de todos los relatos.
El sueño aparece como en muchos de los cuentos. Ferry, al igual que los surrealistas, reivindica el sueño como una de las vías fundamentales de liberación de la psique y de expansión de la realidad. En el cuento «En las fronteras de la escayola (notas sobre el sueño)» ocupa un lugar central. Sobre él se dice que es «es una casa lúgubre profundamente excavada en el suelo» y que quien sueña «vive tal vez la única auténtica de sus dos vidas», indistinguible de la del hombre despierto. En «A bordo del Valdivia» un oscuro secreto amenaza con interrumpir el sueño de los personajes y en «Robinson» encontramos a un náufrago que se despierta en una extraña isla para descubrir al final que duerme. Es como si muchos de sus personajes estuvieran cansados de estar despiertos. Y el motivo de ese cansancio, llega a intuir uno, es la propia vida. El protagonista de «Mi pecera» confiesa tener pensamientos suicidas que de día no dicen nada y de noche se alimentan de su cansancio; y los personajes de «El maquinista» hacen su viaje eterno por una eterna noche.
La sensación es la de vivir permanentemente en un mundo onírico, en una pesadilla de la que es imposible escapar, en una especie de purgatorio presidido por la ley del absurdo. El tren de «El maquinista» hace un viaje que nunca se detendrá y en el que los personajes se ven condenados a una actividad inútil, sin sentido alguno. En «El tigre mundano» ‒no en vano, un texto muy elogiado por Bretón‒, el animal se confunde en sus maneras con un hombre, como en esas pesadillas donde estamos ante una entidad con apariencia humana que intuimos que no lo es.
Sin embargo, el absurdo está en todas sus facetas, incluyendo la cómica. Ese angustiante cansancio existencial que se confunde con lo onírico no es incompatible con la presencia de un humor, por otra parte, muy patafísico. En «Kafka o la sociedad secreta» Ferry hace un pequeño homenaje al escritor checo ‒por lo demás, muy presente en todo el libro‒ con una sociedad secretas tan secreta que uno no puede saber si es miembro o no. En otro de sus homenajes, este a Raymond Roussel, se imagina al demencial escritor en pleno paraíso, aclamado por los ángeles e íntimo amigo de Dios. Un humor que a veces es lúdico, muy en la línea de OuLiPo. En «Fracaso de una ilustre carrera literaria» el autor hace una lista de frases que le gustan y que darían para escribir novelas enteras, si tuviera tiempo y les interesaran a alguien.
Hay que agradecerle a Malpaso Ediciones que haya recuperado los relatos de Ferry en una edición tan cuidada, formidable como todas las que hacen, con las ilustraciones originales de Claude Ballaré, que añaden al texto una considerable nota de oscuridad. Solo hay que esperar que a partir de ahora se lea un poco más a Jean Ferry y se le dé el lugar que se merece dentro de la pléyade surrealista y patafísica.
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